11 años. Tenía solo 11 años. Su hermano 6. Solo 6. El día que se enteraron que se quedaron solos. De esa soledad arrasadora que es quedarse sin madre. Que es llorarla tanto que ya no se puede llorarla. Que es conocer tan de cerca la muerte que el olor a flores de asco. Una nausea que solo develan quienes ver desvanecer el amparo a largo plazo y conocen la muerte como un hachazo que no deja de estar afilado en los abismos de la vida.
“Recuerdo el olor espantoso de las flores”, dice. Y la arcada se convierte en coronas que no hacen un círculo, en ramos que no son ofrenda, en un tributo que solo descompone el olfato porque no hay perfume ni colores que tapen el dolor. Hay ausencias que están presentes para siempre ausencias.
11 años. Tenía solo 11 años. Su hermano, Matías, 6. Su papá, Rubén, entró al fondo del pasillo que llevaba a su PH, en Boedo. Y les dijo que Clara Mabel, su mamá había muerto. Hacía una semana que la no estaba en la casa. Sabían que estaba enferma. Él la recuerda todavía con una voz que titila de emoción, la reconstruye en su memoria grabada a prueba de fotos y sensaciones indelebles. Así la vivencia: trabajadora, sacrificada, protectora (incluso sobre protectora) y amorosa.
1989. Un año que cambio el mundo. Pero, por sobre todo, el mundo de Javier Gramuglia. Ya no tenía mamá. La palabra huérfano puede quedar grande o chica a pesar de todo lo que se tiene. Y a pesar que el duelo nunca debe ser condena, pero tampoco taparse a fuerza de descompresión.
-A mamá la operaron del corazón, le pusieron una válvula, pero el corazón no funcionó y se murió- les dijo su papá. Se abrazaron. Lloraron.
-La pusimos en una cajita para despedirla, les anunció.
A Matías no lo dejaron ir porque era muy chico. A Javier le preguntaron si quería ir. Dijo que sí. Y recuerda el dolor con el olfato.
Justo con el olfato, ese poder depreciado en la vida moderna que mira más de lo que percibe. Pero que en los autotesteos por prevención o paranoia de covid-19 -del año en que la pandemia nos encerró y nos puso a prueba permanente- se revalorizó en un sentido vital. Porque oler fue parte de sabernos vivos o sanos. Y el olor para Javier, en cambio, era el dolor de la perdida irreversible.
-Recuerdo el olor a flores espantoso. Es el único momento que las flores tienen un olor espantoso: en los velatorios y en los cementerios, dimensiona Javier.
Su papá quería ir todas las semanas al cementerio de Flores. Y ellos no querían. Su papá se enojaba. Hay peleas que no son peleas con los otros, sino con la furia que da una ausencia que no puede nombrarse, ni llorarse. No hay ritual que alcance a la muerte que no se podía alcanzar con palabras.
Y hay duelos que no se terminan. Simplemente duelen hasta siempre. Su abuelo, José Gramuglia, iba todas las semanas al cementerio y compró una bóveda en el Cementerio de Chacarita. Sobrevivió veinte años a su hija. Pero nunca la olvidó. Nunca supero su muerte.
-A mí me daba mucha tristeza, por eso no quería ir, dice Javier, como si tuviera que explicarlo. De grande pudo entender el ritual de caminar hacia el recuerdo para no quedarse perdido.
Sin embargo, la muerte no lo explicaba todo. 16 años. Tenía solo 16 años cuando descubrió la verdad, en una charla casual, con su tío Rodolfo (que ya falleció). Le parece que en 1994. La reconstrucción no es precisa, la historia desdibuja lo que no se podía decir, porque era tabú, que también es otra de las formas del olvido.
En la tele alguien hablo de la legalización del aborto y la conversación se coló en la cena con su abuela y su tío. Javier planteó sus dudas:
-Yo no sé si debería ser legal, se pronunció.
-¿Vos sabes de qué murió tu mamá?-le preguntó su tío.
La pregunta retumba como la pregunta de la identidad que late en la historia argentina de desapariciones y apropiaciones. Late porque la identidad es saber también la verdad sobre la muerte y sacar de la vergüenza, ya no solo del closet, sino de la tumba, al aborto como escondite de lo que se habla, pero se esconde; de lo que se hace, pero se oculta. La clandestinidad también echa raíz bajo la tierra.
Saber es parte de un sentido de justicia que tampoco, como las flores, va a revivir ni a su mamá, ni a nadie, pero que sí pueda generar una comprensión que no cabe más profundo el pozo de la ausencia con la mentira, la negación y con más muertes en la misma fosa común de las muertes evitables que nadie –hasta ahora- evito.
La identidad se cruza tanto que Javier, igual que su papá y su hermano, se llama Álvarez. En Argentina, en 1977, el apellido solo podía ser del padre, salvo que fueras bastardo y eso ya se sabe, no era la mejor forma de empezar un destino. Ahora él se renombra Javier Gramuglia. Porque Gramuglia se llamaba su mamá.
Clara Mabel Gramuglia. Que tenía 38 años. Solo 38 años.
-Sí, tuvo una operación del corazón y se le complicó, le contestó Javier a su tío cuando le preguntó por la muerte de su mamá.
-Me parece que tendrías que hablar con tu papá, le dejo picando su tío.
Llego a su casa y le dijo lo que le había dicho su tío. Casi como una repetición de la primera vez, de la charla iniciática sobre la muerte de su madre, Rubén lo llamo a Matías y a él y se sentaron los tres en la cocina. Pero esta vez les contó que el problema en el corazón fue producto de una infección generada por la mala praxis en un aborto clandestino y que eso derivó en la muerte de Clara.
-Me costó muchos años entender. Pero ahí cambió todo para mí, dimensiona Javier.
El primer paso fue saber. Pero todavía no podía hablar. No le contó a nadie, ni a sus amigos, ni a su primera novia, la verdad.
La pregunta cuando conoces a alguien es inevitable.
-Hola, soy Javier. No tengo mamá. Murió. Del corazón.
Pero decir del corazón no era la verdad. No perdió a su mamá por un problema cardiológico. La perdió porque la clandestinidad del aborto expone a infecciones, enfermedades, sufrimientos y muertes que no suceden si el aborto es legal.
En la adolescencia no lo decía porque, aunque no se diga, la palabra aborto era una portación de secreto que estaba siempre mal vista. Por eso no se lo decía a nadie. Ni a sus amigos, ni a su primera novia. Ni con quienes se comparten secretos. Nadie.
Si alguien le preguntaba por su mamá los ojos se le cargaban de lágrimas. Lloraba desconsoladamente.
Cuando entró a la facultad y conoció a quienes militaban por el aborto legal fue un antes y un después. el cambio social también fue personal. Con la ayuda del psicoanálisis pudo empezar a hablar de su historia. Pero su vida cambió con el surgimiento de Ni Una Menos, en el 2015 y con la marea verde y el debate sobre la legalización del aborto, en el 2018.
-Empecé a sentir que tenía que hablar, dice y hace lo que dice: habla.
-Yo sufrí las consecuencias directas de la ilegalidad del aborto: mi mamá se murió por un aborto clandestino cuando tenía 11 años. Vi como mi papá perdió a su compañera de vida y mi abuelo no pudo superar jamás perder a su hija de esa manera. El reclamo de la reivindicación del aborto legal afecta más a las mujeres porque se produce en su cuerpo. Pero si se conquista este derecho nos va a permitir, también a los hombres, vivir en una sociedad más justa, subraya Javier.
Clara Mabel Gramuglia murió cuando tenía 38 años y murió por una muerte evitable: por la clandestinidad de una intervención que si es segura –como en Uruguay, como en Francia, como en la Ciudad de México- no produce ni una sola muerte, pero cuando es una guillotina por ser mujeres, por elegir, por ser madres y no poder ser más madres, mata.
Javier tiene 43 años y figura como Álvarez en su DNI. Pero la identidad no es un documento. Es, también, una elección. Y él elige portarla en su su nombre, su historia y su futuro. Por ella y por los hijos e hijas que no pueden quedar sin madres.
-Si abortaron y se murieron que se jodan, por abortar.
La primera vez que escuche eso fue en Tucumán, en el Encuentro de Mujeres del 2009, que reunió a 20 mil personas. En esa época todavía la Iglesia Católica mandaba militantes a la puerta de las escuelas a intentar que no se realicen los encuentros que generaron la columna vertebral del feminismo argentino y la constitución virtual de la marea verde. La discusión dejo de ser si aborto sí o aborto no, sino cuáles eran las mejores estrategias para lograr el aborto legal.
La diferencia fue sustancial porque los fundamentalismos religiosos –no la religión de fe y respetuosa de las diferencias y los límites de poder de la institución- querían quebrar las discusiones y se superó por arriba. El aborto legal no se discute, se pelea.
Admiro de la religiosidad y de la fe el consuelo ante la muerte y la compasión por el dolor. El día que una mujer que se proclamaba católica me dijo, hace más de una década, que no le importaba que las mujeres se mueran (cuando le hable de la mortalidad materna paradas en una esquina tucumana) me quedé sin palabras. No lo esperaba. Tenía un respeto por la fe (que sigo teniendo) pero que me desilusionó de quienes usan la fe como escudo para despreciar la vida y desmerecer el dolor de la muerte.
No era la fe, sino el poder. Y no era la fe que yo admiraba que ayudaba a rezar cuando la tristeza solo lleva al cielo y la ausencia no encuentra consuelo. No era esa fe la que decía que si se murieron por abortar que se jodan. Ese infierno no era encantador.
La fe no impide abortar. Y el castigo no ayuda a sobrellevar ni la clandestinidad, ni la muerte. El 58, 3 por ciento de quienes buscan ayuda para abortar son creyentes, en su mayoría de iglesias católicas y evangélicas, según un relevamiento de Socorristas en Red, sobre 12.081 mujeres que acompañaron en sus procesos de aborto medicamentoso del 2014 al 2017.
-Mi mamá era católica, pero eso no le impidió ejercer el derecho a decidir sobre su propio cuerpo, escribió Javier Gramuglia en su Instagram con el hashtag #EsUrgente #SeraLey #AbortoLegal2020. En la foto hay un arbolito de Navidad con un pesebre que lo mira a él subido a upa de su mamá y abrazado a su cuello. Las pieles, las manos y los pies se cruzan. No hay amor despegado cuando la infancia pide cuerpo y los abrazos son abrigos que protegen de todos los fríos y soportan todos los calores.
-Nosotros vivíamos en una casa con techos muy altos y en invierno hacía mucho frío. Teníamos una estufa grande, a gas, y mi mamá se pegaba a la estufa, al lado del calorcito. Yo me pegaba a ella también. Esa sensación de alivio y tranquilidad cuando te pones al lado del calor de la estufa es la sensación que yo tenía cuando estaba al lado de ella, recuerda Javier.
-Pasaron 31 años y la intensidad de los recuerdos es la misma. No se pierde nunca. Se vive de la misma manera, delimita Javier. Como si el calor llegara en verano hasta que la presencia se diluye. Pero, para que no se pierdan las imágenes compuso el libro que exalta la intimidad política de la perdida y la presencia de las madres en la demanda por el aborto legal.
En el libro hay una carta de el donde le pide –como si fuera una carta a Papa Noel- un joystick de regalo para poder jugar. Una carta de amor que tal vez completa su ciclo con la llegada de la ley y el final del silencio.
Javier tuvo que vender su joystick y su playstation para lograr financiar la publicación del libro. Tal vez hay una parte rasgada de la infancia –aunque nunca se deja de jugar- que se puede completar cuando el recuerdo salga a la luz ya sin sombras, ni ocultamientos.
El testimonio de Clara Mabel sale a la luz y revive también que la maternidad y demanda el aborto legal no son vivencias contrapuestas. Todas las que quieran ser madres tienen que poder serlo. El 29 de diciembre se trata, también, en el Senado, el proyecto de los mil días que refuerza la ayuda pública (desde el nacimiento hasta los tres años).
El objetivo del proyecto de los mil días es que puedan seguir con su embarazo todas las mujeres que lo deseen con mayor acompañamiento del Estado, contención y una ayuda económica extra por año a la Asignación Universal por Hijo. Además la promesa oficial es que en el 2021 se trate una ley de cuidados para que haya más licencias y jardines maternales, entre otras cosas, para que las madres sean acompañadas en el proceso de cuidar a sus hijos e hijas.
La Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) también van a terminar con el maltrato que sufren las que buscan un embarazo y lo pierden por abortos espontáneos. Si todas las que abortan son sospechosas no hay diferencias entre quienes tienen abortos espontáneos y buscados.
Hoy son maltratadas en los hospitales, los sanatorios, las farmacias porque sangrar es razón suficiente para ser denigrada en la Argentina en donde hay más villanas que villancicos de solidaridad y comprensión. Y si ninguna es sospechosa -porque ninguna cometió un delito- todas tienen que ser respetadas.
La maternidad tiene que ser deseada (que no siempre tiene que ser sinónimo de buscada o de un ideal de maternidad que nadie debe cumplir), jerarquizada y cuidada. El caso de Clara Mabel no es una excepción. Más de la mitad de las mujeres entrevistadas por Socorristas en Red ya eran madres al momento de buscar información para abortar.
-La muerte produce un efecto en las personas que quedan. Pienso en mi hermano, mi papá, mi abuelo, mi tía, mi tío. Ninguno quedo igual después de la muerte, dimensiona Javier.
Javier Gramuglia es fotógrafo y docente. Formó parte del grupo “Contraimagen” y del colectivo “Argentina Arde”. Ahora tiene 43 años. Y decidió poner la luz sobre su madre. Va a sacar un libro sobre ella. Se llama “Clara Mabel” y se imprime, junto con el debate de la ley, en Talleres Trama.
Clara Mabel también es una aparecida (como el libro de Marta Dillon sobre su madre desaparecida por la dictadura) de la marea verde y la revolución de las hijas e hijos que desenterró el tabú de la palabra social. La comprensión no revive, ni repara lo irreparable, pero la comprensión produce consuelo. No es poco. O al menos es más que crecer con una doble ausencia.
En el caso de Javier es mostrar su vida y de quién no podía hablar mientras crecían. Crecer como país es también poder saber de ella, mirarla a través de su hijo, honrarla y pedir que por ella -y por todas las Clara Mabel de las que sabemos los nombres y por las muchas más que son NN por la clandestinidad, el tabú social y la falta de registro- que las muertes innecesarias no vuelvan a producirse por cada senador o senadora que apriete un botón para votar.
El resultado es claro. Si hay aborto legal y seguro no hay muertes. Si hay clandestinidad hay muertes evitables. La votación es esa. ¿En qué país queremos vivir? ¿En un país en donde podamos morir por ser mujeres? ¿O en un país que no nos condene a muertes innecesarias?
Argentina puede decidir honrar a Clara Mabel e igual que con Ana María Acevedo, Sabina Baez (la mamá de Flor de la V) y 3.000 mujeres desde el inicio de la democracia hacer memoria con la tragedia pero no replicarla a futuro. O abrir la fosa para que el dolor se profundice. El 29 de diciembre se decide si la historia se vuelve cadena perpetua o si se libera la posibilidad de vivir después de decidir interrumpir un embarazo.
“En Uruguay cambiamos la ley en el 2012. Hay 10.000 personas, por año, que recurren a la prestación. No hay registro ni de muertes maternas por aborto en el sistema legal, ni de morbilidad (complicaciones en la salud) por aborto. El 98% de las interrupciones se realizaron por medicamentos como recomienda el Ministerio de Salud”, relata Lilian Abracinskas, Directora de Mujer y Salud de Uruguay (MYSU) y activista feminista.
Hay una sola muerte registrada en Uruguay fuera del sistema legal y fuera del plazo (de 12 semanas), en el 2016. Por eso es tan importante que los abortos por causales continúen como está redactado en el proyecto de ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. La iniciativa pone un topo en las 14 semanas, pero solo queda abierto cuando se trata de casos graves en donde hay abuso sexual (y se va a pedir una declaración jurada) o riesgo para la salud o la vida de los cuerpos gestantes.
El intento de que vuelva a la cámara de diputados intenta restringir el acceso cuando se trata de mujeres violadas. Lo más grave de las consecuencias de ese intento de modificación es que puede afectar a las más vulnerables: las nenas porque, en general, las que recurren más tarde al hospital por un aborto legal son las más chicas porque no saben que están embarazadas, no se animan a hablar o sus familias no se dan cuenta.
En las negociaciones en el Senado se pueden producir cambios, pero van a ser incorporados a la reglamentación de la norma. Se intenta evitar que los pedidos de modificaciones lleven a que el proyecto vuelva a la Cámara de Diputados porque los retrocesos y dilataciones dan lugar a amenazas, intimidaciones y presiones (hacía diputadas/os, periodistas y referentes feministas) por parte de sectores organizados que se salen de las reglas democráticas.
También se hace un llamado a evitar la mezquindad partidaria de medir a quién beneficia políticamente una ley que tuvo una construcción transversal como casi ningún otro proyecto desde que la grieta dividió a Argentina y dilatar la aprobación para que no salga en el 2020.
El aborto legal es un reclamo histórico de la Campaña por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito y es una bandera de la marea verde protagonizada, mayoritariamente, por jóvenes que ven en el pañuelo verde (en la Argentina y en el mundo) un símbolo de una vida libre de violencia y machismo.
Clara Mabel fue víctima de un femicidio por omisión del Estado. Porque el Estado pudo evitar su muerte. Pero no la evitó. Y por negación del dolor que producen las muertes de mujeres y cuerpos gestantes. Las desapariciones son un síntoma de un país que justificaba la muerte, pero la escondía para generar una doble perversión. Asustar, lastimar, disciplinar y a la vez callar.
Las muertes por la clandestinidad del aborto toman de la crueldad del terrorismo de Estado la lógica –por omisión- de generar un dolor innecesario y –de la misma manera que los feminicidios- provocar que la sombra de esa muerte se cargue como un castigo que no se ejerce solo sobre la persona fallecida, sino sobre sus seres queridos y sobre las que saben que la muerte puede ser un castigo por querer y ser queridas.
“Clara Mabel es un relato visual construido con imágenes, negativos y diapositivas rescatadas de mi álbum familiar. El libro procura narrar la historia de mi madre y poner en evidencia los efectos que la prohibición del aborto causa en una sociedad, los cuales no solo afectan a la persona gestante (que es la víctima directa), sino que se extienden a su familia, amistades, y todo su entorno social, transformando sus vidas para siempre”, subraya Javier.
“La primer versión de este libro fue realizada en el workshop Photobook as an Object, de la editora japonesa especializada en derechos humanos, Yumi Goto”, relata el docente de fotografía en la Universidad de San Martín y la Universidad de Palermo. Ya está disponible en la preventa. Y va a salir, en el 2021, en español y en inglés. Tal vez la historia ya sea otra. Sea futuro.
La familia de Javier es toda de docentes. Su mamá era preceptora. Los compañeros de trabajo de Clara hicieron una colecta para ayudar en los gastos de salud durante los días que sobrevivió porque no alcanzaba la plata para los cuidados que necesitaba por la infección.
-Mi mamá era una mujer trabajadora y no tuvo las mismas posibilidades que una mujer de clase alta. En 1989 si ella hubiera tenido plata para pagar un médico y un aborto en condiciones de asepsia hubiera tenido otro destino.
Ahora el destino vuelve a ponerse en juego. La vida de muchas mujeres también.
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