No hay casa ni presencia humana cerca. Un silencio silvestre interrumpido por el canto de los pájaros, un par de caballos y vacas que pastan a pocos metros. El ex Club Hotel de la Ventana, primer complejo hotelero de Sudamérica, no es más que una mole de ladrillo, cemento y vigas de hierro en medio de árboles y un cordón de sierras alrededor, como si la naturaleza lo estuviera protegiendo de la desolación en su soledad de pastizales y escombros. Y allí, entre los cimientos de este gigante dormido, incendiado en 1983 y que hoy conserva sólo su tercera parte, se esconden los ecos de un efímero esplendor aristocrático que se recostó en el lujo de sus salones, vivió dos guerras mundiales y finalmente terminó en decadencia y abandono.
A 550 kilómetros de Capital Federal y al pie de las sierras más altas de Buenos Aires, las ruinas del Ex Club Hotel de la Ventana son uno de los principales atractivos turísticos de la bella y no tan conocida Villa Ventana, una comarca bonaerense que no alcanza los mil habitantes. Entrar en sus pasadizos laberínticos es un testimonio de la Belle Époque argentina, una historia contemporánea compuesta de aristócratas, soldados nazis y fantasmas, como también la de recrear los secretos de la política que conecta a la oligarquía fundante del país con los ricos de Europa.
La escena primigenia es la del por entonces presidente Julio Argentino Roca llegando a caballo en su inauguración, el 11 de noviembre de 1911. El ideólogo de la Conquista del Desierto conocía aquellas tierras prósperas ganadas en el genocidio de los pueblos originarios. No casualmente Roca dio un discurso en la apertura, donde nombró al hotel como la “Maravilla del siglo”.
¿A quién se le ocurrió construir semejante hotel, el más de lujoso de Latinoamérica en la década del ´20, en un paraje tan aislado, de difícil acceso?
-Acá se juntaban los ricos que venían de Europa con los ricos locales. Hacían lobby para concretar sus negocios. Bebían y comían ostensiblemente, se hospedaban durante meses, tenían sirvientes, jugaban en el casino. Y hasta había chicas a disposición -dice Horacio Mendoza, uno de los guías históricos del lugar.
Para colmo, no existían los aviones: se hacía una larga travesía en barco desde Europa, que incluía el uso de carruajes de tracción a sangre hasta que el hotel inauguró su propio tren de trocha angosta de uso exclusivo y que unía con Sierra de la Ventana, distante a 19 kilómetros. De ese modo, el Club Hotel le disputó a Mar del Plata como destino elegido por las clases más pudientes. Los que se hospedaban en Villa Ventana solían permanecer entre dos y tres meses. Tenían tiempo para largas tertulias y así concretar los primeros negociados de un país que se proyectaba como granero del mundo y buscaba espejarse a las principales ciudades europeas.
Quien oficiaba de anfitrión en la mesa chica era el terrateniente Ernesto Tornquist. Entre gallos y medianoches, el hotel se fue convirtiendo en el centro de reunión de políticos, diplomáticos y personalidades de la alta sociedad argentina. El punto cúlmine fue el 9 de julio de 1916: acudieron cerca de cinco mil personas en el festejo por el centenario de la independencia. Entre los ilustres visitantes estaban el Príncipe Eduardo de Gales y la Infanta Isabel de Borbón.
Todo había comenzado en 1904, con la llegada de los primeros albañiles. Construido con capitales ingleses e ideado por los arquitectos Gastón Luis Mallet y Jacques Dunant -un suizo que también hizo la Catedral de San Isidro y el Instituto Malbrán- surgió como proyecto de un hospital para enfermedades respiratorias entre el doctor Félix Muñoz y su amigo Manuel Láinez hasta que llegó a oídos de Torquinst. Rápido para los negocios, se lo comentó al británico Samuel Hale Pearson, representante del Ferrocarril del Sud. Fue entonces que la compañía cambió de rumbo el destino de posible centro de salud y le compró las hectáreas a Láinez para construir un hotel de lujo con casino, el primero del país.
Considerado como el “Titanic de las Sierras”, contaba con un pianista a tiempo completo y un cine donde se pasaban las primeras películas del país: llegó a tener su propio rollo exclusivo para la proyección. Las ruletas no paraban de funcionar de día y de noche.
El esplendor, sin embargo, fue efímero. Con la crisis económica posterior a la Primera Guerra Mundial, sumada a una ley de Hipólito Irigoyen que prohibía los juegos de azar en el país, el hotel quedó en la ruina y cerró en 1920. En 1937 se remataron sus 10.800 hectáreas. Luego lo compró el gobierno provincial para crear una colonia de vacaciones, y en el final de la Segunda Guerra se transformó en centro de rehabilitación para refugiar a parte de la tripulación de soldados nazis del acorazado alemán Graf Spee.
Ahora es un mediodía de diciembre y Horacio Mendoza, el guía y cuya familia fue una de las fundadoras del lugar, maneja un viejo camión Mercedes Benz con ruedas de tractor. Villa Ventana, con estrictos protocolos, recibe a los primeros visitantes de la temporada de verano. Al ser un lugar abierto y seguro, de turismo rural al aire libre, es elegido como opción de paseo en la tranquilidad de las sierras. El camino hacia las ruinas es pedregoso, relativamente serpenteante, y el guía señala un punto verde que conduce a la vista panorámica del Cerro Tres Picos, el más alto de Buenos Aires.
-Es la estancia de la familia Neuss. Parece que el terreno se va a lotear después de su muerte.
La larga sombra del femicida Jorge Neuss -y su posterior suicidio después del asesinato de su mujer- se recorta en el horizonte como una postal siniestra en un camino idílico, de casas de madera con piletas. Villa Ventana es una aldea agreste, similar por momentos a Cariló, por otros a una comarca patagónica, pegada a las sierras Ventania con una vista privilegiada de los cerros.
Entonces el guía se baja del camión y abre una tranquera que conduce hacia las ruinas arquitectónicas. Una placa de metal marca una fecha reciente de conmemoración del Club Hotel, cuna del turismo local. En el pueblo se saludan con amabilidad y circulan por las calles como si fueran una gran familia. La inmensidad del Hotel, el más lujoso de la época en el país, contrasta con el orden y la belleza a pequeña escala del lugar, dedicada mayormente al turismo.
Por la pandemia no están habilitadas las visitas nocturnas. Entre los fanáticos de las historias de fantasmas, suele ser un itinerario elegido: caen con linternas y forman filas para el descenso. El espacio más codiciado es un sótano que funcionaba como depósito, a un costado de la galería principal.
-A la gente les digo que no bajen si no se animan -cuenta Horacio, desplazando sus manos grandes por los aires-. Pero lo extraño es que los que bajan no se asustan. Los que se asustan son los que no bajan y esperan sentados. Me cuentan que ven cosas horribles, aunque no se animan a describir lo que vieron. Yo nunca vi nada, sólo siento más frío y una oscuridad total.
-¿Hay ruidos?
-Sí, se escuchan muchos ruidos, por todos lados. Y no son los ruidos típicos de los animales. Te lo puedo asegurar. Son como sonidos agudos y nada agradables, como ecos que llegan y se van rápidamente.
El mito está asociado mayormente a la presencia de cerca de 300 soldados nazis que llegaron al hotel luego de la llamada Batalla del Río de La Plata en 1939, único episodio de la Segunda Guerra Mundial ocurrido en Latinoamérica. El combate se dio entre tres buques ingleses y el acorazado alemán Admiral Graf Spee. A los nazis los cobijó el gobierno argentino y una buena parte fueron al Club Hotel de la Ventana, donde permanecieron hasta 1950.
Los alemanes no se encontraron con la fase de la Belle Époque del hotel sino que vivieron en un edificio en franco desmoronamiento. Y estaban solos en medio de poblados casi desérticos: por aquel momento, Villa Ventana no era uno de los puntos turísticos de la Comarca de Sierras de la Ventana sino un inhóspito pueblo de montaña entre latifundios ganaderos.
Se cuenta que los nazis bajaban al sótano y prendían fuegos. Que salían por los pueblos y se emborrachan en los bares. Que deambulaban por el hotel, cantaban sus himnos y rememoraban a su líder Adolf Hitler. Un oficial murió por caerse de un caballo. Otros se volvieron a Alemania después de la guerra. Algunos se quedaron y formaron familia. En el sótano, dicen los creyentes, permaneció la estela de su horror.
Ahora es mediodía y el sol se posa sobre el cordón serrano. Unas vacas cruzan lentamente lo que había sido una de las paredes de la recepción del hotel. Incrustada en el ladrillo hay tallada una fecha en números romanos: 1910. Se cree que lo hizo uno de los miles de obreros que trabajaron en la construcción.
En el sótano hay nombres escritos de visitantes en las paredes, piedras caídas -es una zona con peligro de derrumbe- y un aspecto fantasmagórico que alimenta el imaginario de los visitantes. Por las redes sociales circulan blogs y relatos de gente que postean imágenes con supuestas apariciones y objetos extraños en la noche. A cielo abierto, la vista de las estrellas es otro espectáculo de ensueño.
Tal como ocurrió con otros hoteles provinciales como el Gran Hotel Viena en la ciudad cordobesa de Miramar, el de la Ventana se construyó cual una ciudad en sí misma, con cancha de deportes, teatro, cine, biblioteca, salón comedor para 1.500 personas, más de 150 habitaciones, grifería en oro y plata, casino con sala de juegos, pileta de natación, campo de golf de 18 hoyos y un enorme parque diseñado por Carlos Thays, frigorífico, tambo, huerta, cisterna, capilla y energía eléctrica propia. La suntuosidad se completaba con alfombras de Persia, vajilla de Limoges, una escalinata central en blanco mármol de Carrara y hasta una playa de canto rodado a la vera del arroyo.
El personal del hotel llegó a los mil empleados, la misma cantidad que tiene el pueblo en el presente.
-Había otras peculiaridades -dice el guía Mendoza-. Se ofrecía por un par de libras adicionales un vaso de agua radioactiva.
-¿Agua radioactiva?
-Sí, pensá que en esa época se creía que lo radiactivo podía ser una novedad que hacía bien a la salud. Había un folleto donde se promocionaba un lugar de la sierra cercano al edificio. Se iba hasta allí a caballo, en un lugar oculto, y había empleados que surgían de la nada y traían el vaso con agua. Después se supo que era agua de manantial, de la mejor.
Con el paso del tiempo el Club Hotel de la Ventana, difícil de sostener por su costoso mantenimiento, entró en una lenta debacle. En un ocaso que pasó por períodos de saqueo y vaciamiento, se transformó en un edificio de múltiples usos: en su interior se abrieron oficinas de la Universidad, de la Armada y de la Iglesia. En 1980 la comunidad pidió recuperarlo. Una empresa ganó la licitación pero en 1983 se prendió fuego. La compañía de seguros dictaminó que había sido intencional.
“Eso forma parte de la maldición del hotel -explica Mendoza a un pequeño contingente de visitantes-. En realidad, su vida real fue muy breve, apenas cinco o seis años”.
La municipalidad de Tornquist lo declaró Monumento Histórico en 1999. La maldición trasciende el mito. Así lo entiende el guía Mendoza, que cierra la visita con lo que denomina como el “suicidatorio”.
-La gente perdía todo en el Casino y el hotel ofrecía como opción un lugar para suicidarse. El sitio era reservado y estaba en los alrededores del edificio. Acá hubo muchas personas que dejaron sus propiedades, sus escrituras, que quedaron literalmente en la ruina. En esa época, además, no se sabía lo que era la ludopatía.
-¿Era otro servicio del hotel garantizar la propia muerte?
-Sí, hasta ofrecían un revólver y una bala. Ahora nos suena alocado pero se hacía naturalmente. No hay nada peor para un rico que perder su status y volver a casa con todo perdido. El suicidio era por honor.
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