Estamos en los últimos días de este inolvidable -y al mismo tiempo olvidable- año 2020. Y surge una simple pregunta: ¿Cuál es el invento más importante del ser humano? La rueda, dirán unos. Otros la escritura, la imprenta, la electricidad, el internet y podríamos seguir. Pero muy pocos pensarán en algo intangible, un producto solo del intelecto humano y de la observación que no se puede tocar, ni tomar con la mano; pero sí sentir sus efectos. Es algo que rige nuestras vidas, y cada vez más: el mayor invento del hombre es la medición del tiempo.
Sí, a la medición del tiempo la inventó el hombre. En la naturaleza hay ciclos, estaciones, el Sol sale y se pone (poéticamente hablando, claro está); la Luna hace su trabajo con las mareas. Pero la medición en horas, días, semanas, meses y años es un invento del ser humano. En el espacio no hay tiempo; no hay arriba o abajo, no hay Norte ni Sur. El planeta Tierra flota en un lugar sin tiempo: el Universo.
No voy a tratar acá sobre la concepción del tiempo según la mecánica clásica, relativista o cuántica. Nos llevaría a estudio de fórmulas y algoritmos que muy pocos sabrían interpretar. Sino de cómo las personas comenzaron a medir los ciclos de la naturaleza y darles nombres. Cómo llegamos, en definitiva, a celebrar el día 31 de diciembre a las 12 de la noche como el fin del año, dando inicio a uno nuevo.
Las formas e instrumentos para medir el tiempo son de uso muy antiguo, y todas ellas se basan en la medición del movimiento, del cambio material de un objeto a través de diversos períodos, que es lo que puede medirse. En un principio se comenzaron a medir los movimientos de los astros, especialmente el movimiento del Sol, dando lugar al tiempo solar aparente. El hombre primitivo observaba que había ciclos en la naturaleza y que los astros cambiaban de lugar durante cierto periodo y luego volvían a comenzar. Y el Sol, aparecía y desaparecía durante cierto periodo en diferentes momentos.
Hacia 2400 A.C. los escribas sumerios ya utilizaban un calendario: dividieron el año en 12 meses, y a éstos en días. Los zigurats eran construcciones escalonadas en los que se podían visualizar las horas mediante el conteo de los peldaños que estaban oscurecidos por la sombra de sus propios bordes.
Otros indicios documentados sobre esta medición del tiempo solar se remontan al reinado del Faraón Tutmosis III (1500 AC). El “sechat” era un pequeño reloj solar utilizado para medir el tiempo mediante la longitud de las sombras que constaba de dos piezas prismáticas, pétreas, de unos tres decímetros de longitud situadas perpendicularmente donde una tenía marcadas las horas y la otra servía de aguja o gnomon.
Todo bien con el Sechat y el Sol pero ¿de noche?, ¿No había medición del tiempo, es decir no había tiempo? Sí, utilizaban el “merjet” Se trata de una plomada con un mango de madera y servía para realizar un seguimiento de la alineación de las estrellas con el fin de conocer la hora nocturna, siempre que las estrellas pudieran verse. Se debían utilizar el “merjet” y alinearse por medio de la estrella Polar, y así indicaban en que momento de la noche se encontraban. Todos estos instrumentos en días nublados no funcionaban y esto generaba un terrible problema porque los oficios de los cultos requerían del cumpliendo de los rituales con exactitud.
Acá hace su aparición la “Clepsidra” o reloj de agua. Este podía funcionar en todo momento, con o sin Sol, con o sin estrellas y era más exacto en la marcación del tiempo, sobre todo para las entregas de las ofrendas a los dioses. Un diseño de una “Clepsidra” se puede observar en un relieve en el en el templo de Amón en Karnak datado en el siglo XIV a. C. y consistía en una vasija de cerámica que contenía agua hasta cierto nivel, con un orificio en la base de un tamaño adecuado para asegurar la salida del líquido a una velocidad determinada y por lo tanto en un tiempo prefijado. El recipiente disponía en su interior de varias marcas de tal manera que el nivel de agua indicaba los diferentes períodos tanto diurnos como nocturnos. Platón, Ctesibio (discípulo de Arquímedes), y muchos otros siguieron construyendo “Clepsidras”. Hasta el día de hoy se siguen fabricando pero ya solo como decoración (aunque funcionan y bastante bien…)
Así llegamos al helenismo, Heródoto de Halicarnaso (484-426 a. C.), que hace una pequeña reseña en su “Historia” (II, 109, 3) de los conocimientos griegos sobre la medición del tiempo, diciendo que adquirieron de los babilonios la división del día en doce partes. Para los griegos, la hora era la doceava parte de un arco diurno y como esta variaba según las estaciones, también variaban las horas; los romanos copiaran el sistema, pero lo irán puliendo y haciéndolo más exacto.
El emperador Augusto (27 a. C. y 14 d.C ) mando a construir el mayor reloj de sol del mundo antiguo, aprovechando un obelisco egipcio del faraón Psamético II, el denominado “Reloj Solar de Augusto” ubicado a escasos metros del Ara Pacis. Pero Plinio el viejo, en su libro: “Historia Natural” (Libro XXXVI, Capítulo XIV) hace referencia a este instrumento astrológico y nos narra que muy bien no funcionaba: “…Al cabo de treinta años estas medidas se hicieron erróneas. No se sabe la causa: quizás el curso del Sol no ha permanecido igual, o ha cambiado por algún motivo astronómico, o porque toda la tierra se ha movido o simplemente porque el gnomon se ha movido debido a sacudidas telúricas, o porque las avenidas del río Tíber han provocado un descenso del obelisco.”
En los primeros siglos del cristianismo apenas hay avances en este tema o muy pocos. Paladio en el siglo IV escribe una obra denominada “Re Agrícola” y en él nos explica el uso del “Reloj de pie”. Indica así el uso que se hacía del cuerpo humano para substituir a los relojes de sol.
A partir del año 500 comienzan las órdenes monásticas cristianas, hombres y mujeres se alejaban del mundo para la sola contemplación de Dios y necesitaran, como los antiguos sacerdotes egipcios; medir los tiempos dedicados a la oración, así aparecen los primeros “relojes de misa”. Se trata de un reloj solar en las fachadas meridionales de algunas iglesias.
Más tarde en el siglo XIV aparecerá el “reloj de arena”. Este se convertirá en el símbolo del paso del tiempo en todas las artes y de este sistema de medición del tiempo proviene la frase “las arenas del tiempo”. Aunque en verdad, la mayoría de las veces no eran “de arena” sino de una mezcla de polvo, óxidos de mármol, plomo, y cáscara de huevo quemada; todo esto pulverizado. Los relojes de arena eran muy populares en los buques, en la iglesia, en la industria y en la cocina. Durante el viaje de Fernando de Magallanes alrededor del mundo cada uno de sus barcos llevaba 18 relojes de arena.
A comienzos del siglo XIV aparecen unos instrumentos mecánicos para medir el tiempo. De esta forma en el año 1386 se coloca un reloj en la Catedral de Salisbury y en 1400 se instala en Sevilla, en la torre de la iglesia de Santa María, el primer reloj mecánico con campanas.
En el siglo XVI irrumpen en las ciudades más importantes los “relojes Astronómicos” como piezas de demostración o exhibición, más para impresionar, educar e informar que para buscar la hora exacta. Los maestros relojeros debían enviar por medio de los relojes dos mensajes: el poder de quien los construiría y la vacuidad del mundo. También el de un mensaje filosófico, de un universo ordenado por los cielos en una jerarquía que se debía respetar en la Tierra.
Ya durante el siglo XVIII, el creciente interés por la astronomía despertó el interés por estos relojes y no tanto por el mensaje filosófico, sino por la información astronómica que podían mostrar.
El monopolio del tiempo era o del gobierno o de la Iglesia. Nadie tenía relojes en sus casas. Basta recordar el famoso “farolero” quien cantaba las horas en la antigua ciudad virreinal de la santa Trinidad del puerto de santa María de los Buenos Aires, es decir la actual Buenos Aires. Según los registros había 10 faroleros y la ciudad era una cuadrícula de aproximadamente 15 manzanas a la redonda. En la ciudad de la Santa Trinidad había un solo reloj: el del Cabildo. Dado que por real cédula emitida por Carlos III, prohibió a la ciudad de la poseer más de un reloj público. ¿Por qué? Si hay dos o más relojes todos tendrían diferencia de uno o dos o más minutos de adelanto o de atraso y ya no se sabría la hora con exactitud. Los relojes mecánicos de aquel entonces carecían de los mecanismos de ajustes digitales como tenemos hoy. Y si desean comprobarlo hagan la prueba; para los que habitan en Buenos Aires vayan a la plaza de Mayo, sobre ella dan 7 relojes monumentales y fíjense si todos poseen la misma hora.
Más tarde comenzaron los relojes en los hogares, luego los de bolsillo y por último los de pulsera. Los estados y las Iglesias habían perdido el monopolio de tiempo. Pero al llegar la era industrial el tema del tiempo se complicó, sobre todo con la llegada del ferrocarril. Y como casi siempre ocurre, fue por un descuido que el ingeniero escocés Sandford Fleming perdió un tren en Irlanda porque el boleto decía pm en lugar de am y propuso un horario universal de 24 horas contando a partir del antimeridiano de Greenwich denominado ahora como el meridiano de 180 y abarcarían de norte a sur desde Greenwich (Inglaterra) el primero de todos hacia el este el reloj se adelantaría una hora de forma consecutiva y hacía el oeste restaría. Así es como hoy poseemos los husos horarios el cual parcela a la Tierra imaginariamente como si fueron gajos de una naranja.
Los calendarios
Según la definición de la Real Academia Española, calendario es el “sistema de división del tiempo por días, semanas, meses y años, fundamentalmente a partir de criterios astronómicos o de acuerdo con el desarrollo de alguna actividad y el registro impreso de los días del año ordenados por meses y por semanas; generalmente incluye información sobre las fases de la Luna y sobre las festividades religiosas y civiles.”
Cada cultura posee dos tipos de calendario: el Solar o el lunar. Y los registros del mismo tiene que ver con los ciclos de la naturaleza y las festividades religiosas, las cuales, valga la redundancia, van unidas a los ciclos de la naturaleza. Un ejemplo práctico: el calendario gregoriano es solar; el calendario judío es lunar. Para poder explicar cada calendario necesitaríamos un libro, así que dejo a los lectores una nómina para que, se lo desean; puedan buscar e interesarse en el calendario de su gusto.
Calendarios de antiguas culturas: ático, babilónico, azteca, celta, egipcio, helénico, hispánico, inca, japonés, juliano, romano, maya.
Calendario de religiones actuales: Bahai, budista, chino, hebreo, hindú, musulmán, persa, holoceno. Sobre estos calendarios hay que aclarar que co-existen junto al calendario gregoriano el cual fue aceptado mundialmente, sobre todo en los negocios y los eventos políticos. Marcan en general las fiestas religiosas y las celebraciones civiles locales.
Calendarios experimentales: sueco, republicano francés, revolucionario soviético.
El calendario Gregoriano es aceptado mundialmente y todos los años vemos por la TV como se festeja el día de año nuevo alrededor del mundo, el cual comienza en Kiribati islas de Samoa. Abro un paréntesis ¿se acuerdan el fin del año 1999 al 2000, en el cual todos mirábamos que ocurriría en ese lugar con las computadoras por el Y2K?, ustedes ¿vacunaron sus computadores contra el Y2K?, cierro paréntesis.
La génesis del calendario Gregoriano se encuentra en la antigua Roma. El primer año de la era romana fue el “año de Rómulo” tenía diez o doce meses y el principio del año no era enero, sino en marzo, culminando en diciembre. Ese día se encendía el fuego sagrado en el templo de Vesta. El nombre de los meses eran: martius, aprilis, maius, iunius, quintilis, sextilis, septembris, octobris, novembris, Decembris. La duración de los meses era de treinta y un días para cuatro de ellos (martius, maius, quinctilis y octobris) y treinta días para los demás. La duración completa del año era de 304 días.
El segundo rey de Roma, Numa Pompilio, realizó una primera reforma al mismo creando dos meses nuevos Ianuarius y Februarius con un total de 355 días. Aun de esta manera el año quedaba corto en once días con respecto al año solar. Por tanto Julio César, en el año 45 a.C. encargó al astrónomo Sosígenes la elaboración de su calendario y este se ajustó a 365 días. Julio César añadió un día a julio mes de su nacimiento. Augusto hizo lo mismo con agosto. Ambos días fueron retirados de febrero, que pasó a tener 28. Julio César estableció que el año comenzara el 1 de enero día en el que los funcionarios del emperador asumían su cargo.
Los nombres de los meses del año de la antigua Roma estaban dedicados a los dioses o a ciertos acontecimientos. Enero estaba dedicado al dios Jano, febrero al dios Plutón o Februo; marzo al dios Marte; abril viene de “aprilis” y es cuando comienza la primavera; mayo dedicado a los ancianos o protectores del pueblo ya que deriva de la palabra latina maiorum que significa mayores; junio a la diosa Juno madre de todos los dioses; julio al emperador Julio César; agosto al emperador Augusto; septiembre, octubre, noviembre y diciembre son séptimo, octavo, noveno y décimo y marcaban los numerales del mes que correspondía al primitivo calendario del rey Numa Pompilio.
En los días de la semana, la cuestión cambia. Si bien la mayoría de los nombres provienen de la antigua Roma, los últimos dos días no, entonces de la antigüedad clásica son el: lunes dedica a la Luna, el martes dedicado al dios Marte, el miércoles dedicado al dios Mercurio; el jueves dedicado al dios Júpiter; el viernes dedicado a la diosa Venus. Pero el sábado proviene del calendario hebrero y es el Shabat. Y el domingo es un día que fue denominado así por los cristianos, es el Die Domino el Día del Señor el cual marca la jornada en el cual Jesús resucitó y que los cristianos dedican al culto. Para algunos países latinos es ese día el primer día de la semana, es decir que se comienza la semana alabando a Dios; pero para muchos otros países (Gran Bretaña, por ejemplo) la semana comienza el lunes.
Con el paso de los siglos, el calendario juliano quedó desfasado con los ciclos de la naturaleza. Esto dio pie para que en el año 1582 el Papa Gregorio XIII encargara a Luis Lilio y al jesuita alemán Christopher Clavius la reforma del calendario, el cual tomará el nombre del papa que lo mandó a confeccionar y será el “calendario Gregoriano”. Esta reforma tuvo dos aspectos principales. Por una parte, dado que el equinoccio de primavera se había adelantado 10 días, se suprimieron estos para ajustar el ciclo de las estaciones. Este ajuste se llevó a cabo el jueves 4 de octubre de 1582, por lo que el siguiente día se consideró viernes 15 de octubre. Un dato de color: santa Teresa de Jesús mística y doctora de la Iglesia católica morirá en Alba de Tormes, provincia de Salamanca, España, el día 4 de octubre del año 1582 y será sepultada al otro día 15 de octubre. Además para conseguir que este resultado pudiera mantenerse en el futuro, se acordó que los años bisiestos cuyas dos últimas cifras fueran ceros no serían bisiestos, excepto si sus dos primeras son divisibles por cuatro. Así pues de los años 1600, 1700, 1800, 1900 y 2000, que en el calendario juliano son bisiestos en el gregoriano lo son solo el 1600 y el 2000 de modo que cada cuatro siglos quedan suprimidos tres días. Algunos pueblos del oriente cristiano no aceptaron este calendario y conservan para las festividades religiosas como ser la Navidad y Pascua el calendario Juliano, por eso algunas iglesias ortodoxas celebran estas fiestas 13 días después que el calendario Gregoriano.
Y es así como se nos pasa el tiempo. Como dirían los latinos “tempus fugit” o el famoso “carpe diem”. Gracias a este invento de la humanidad hoy en día somos esclavos de los relojes. El tiempo nos apremia, nos corre, no nos alcanza para hacer nada, el tiempo vuela y se no va de las manos no lo podemos parar, no lo podemos dominar y eso nos asusta y nos paraliza. Somos devorados por nuestra propia invención, como Cronos devora a sus hijos.
Seguí leyendo: