Faltaba menos de un minuto para que terminara el partido cuando, aquel 28 de diciembre de 1975, el Día de los Santos Inocentes, el maestro de relatores deportivos, el uruguayo Joaquín Carballo Serantis, conocido por todos como Fioravanti, gritó el último gol de su carrera.
No fue un gol cualquiera sino uno que pasaría a la historia. El River Plate dirigido por Ángel Labruna y el Rosario Central cuyo técnico era el también uruguayo José De León Arostegui empataban uno a uno en el estadio de Newel’s Old Boys. El empate obligaba a “los millonarios” a jugar un desempate con Estudiantes, cuando ocurrió: El Negro Juan José López sacó un centro y La Pepona José Reinaldi, dentro del área, desvió la pelota con un zurdazo hacia al palo izquierdo de Ferrero, el arquero de “los canallas”, que la vio entrar lentamente, como con suspenso.
Con ese dos a uno River hacía una año perfecto: se consagraba campeón del Metropolitano y del Nacional y cortaba una sequía de títulos que llevaba 18 largas temporadas. Labruna como técnico se daba un gran gusto: había sido jugador en 1957 cuando la famosa “Máquina” había logrado el último campeonato para los de Núñez. En ese explosivo 1975 daba por cumplida la audaz promesa hecha al asumir: “Vuelvo para salir campeón”.
Los hinchas millonarios podían considerarse afortunados: los argentinos tenían poco para festejar en aquel diciembre. Era un fin de años difícil y conflictivo: con una inflación galopante, salarios depreciados, una espiral incontenible de violencia política y la cuenta regresiva largada sobre el golpe de Estado en marcha.
Una economía al rojo vivo
Desde el brutal ajuste de junio de ese año, que aún hoy se recuerda como “El Rodrigazo” -por Celestino Rodrigo, el ministro de Economía que lo aplicó-, el gobierno de María Estela Martínez de Perón caía en una pendiente cada vez más pronunciada mientras la caldera social se iba calentando por los bolsillos cada vez más flacos.
Los números reflejan con crudeza aquella realidad. El 5 de noviembre, el INDEC había dado a conocer índices de inflación disparados: 12,6 por ciento en octubre, 137,6 por ciento en los últimos cinco meses, 292 por ciento en lo que iba del año.
Ese mismo día apareció también el decreto sobre salarios: un aumento general de 1.500 pesos mientras que el salario básico -fijado en 4.800- no arañaba siquiera la mitad de la suba de precios. El dólar estaba desdoblado y desbordado: el comercial (solo para operaciones de comercio exterior) valía 39,40; el financiero especial, 71,90; el dólar turista y el que podía servir para atesoramiento costaba 78, casi el doble del comercial.
El miércoles 3 de diciembre, el ministro de Economía Antonio Cafiero anunciaba que la inflación de noviembre había sido del 8 por ciento. El dólar en el mercado paralelo valía 82: el salario mínimo no llegaba siquiera a los 60 dólares del mes anterior.
El diario El Cronista mostraba la caída del poder adquisitivo en lo que iba del año. En 1974, con una hora de trabajo de un salario mínimo se podían comprar 9 kilos de harina o 2 kilos de yerba o 4 kilos de papas o 2 latas de aceite; en diciembre de 1975, una hora de trabajo alcanzaba para comprar 5 kilos de harina o 1 kilo de yerba o 1,8 kilos de papas o 1,3 litros de aceite. Menos de la mitad.
Menem y los rumores de golpe
En ese contexto, los rumores sobre la preparación de un golpe de Estado que se concretaría en los próximos meses estaban al rojo vivo. En agosto de ese 1975, Jorge Rafael Videla había asumido como comandante en jefe del Ejército: reemplazaba del general Alberto Numa Laplane. Es curiosa la terminología de entonces, Videla era de los “profesionalistas” y Numa Laplane los “integrados”. Los profesionalistas a secas eran los que preparaban el golpe desde agosto y los integrados sostenían a duras penas a la viuda de Perón.
El peronismo también estaba dividido. Mientras la mayoría de los gobernadores provinciales se mantenía fiel a la viuda de Perón, el bonaerense Victorio Calabró empezaba a mostrarse como la cara visible de otro grupo que propugnaba el golpe. Los dirigentes sindicales estaban alineados en su mayoría con Lorenzo “el Loro” Miguel, un metalúrgico duro salido de Mataderos. En la cabeza de la CGT, en cambio, el textil Casildo Herrera ya estaba tejiendo para cruzar de vereda, que en su caso fue subir a un catamarán con destino al Uruguay apenas un día antes de consumado el golpe de Estado de marzo de 1976.
Entre los gobernadores “leales” se destacaba el riojano Carlos Saúl Menem, que en una entrevista a la revista Confirmado de diciembre de 1975 decía:
-Este gobierno, con todos sus inconvenientes, es uno de los que más se han preocupado por el país real. Sólo pueden negar esta realidad los que viven encerrados en la Capital y no recorren el país ni tienen noticias de él.
-¿Cree que los rumores de golpe de Estado que circulan son serios? – preguntaba el periodista.
-Un golpe militar sería suicida, ahora o antes de un proceso electoral. Un par de generales no son las Fuerzas Armadas, y estas saben perfectamente que un golpe sería fatal para la Nación. Y que, por otra parte, el pueblo no va a permitir que se dé – había respondido.
Los hechos no demorarían en mostrar la cruda realidad.
El levantamiento de Capellini
El jueves 18 de diciembre, un sector de la Fuerza Aérea encabezado por el brigadier Mayor Orlando Jesús Capellini detuvo en el sector militar del Aeroparque de la Ciudad de Buenos Aires al comandante de la aviación, brigadier general Héctor Fautario y a otros altos jefes de la fuerza.
Los rebeldes exigían el pase a retiro de Fautario –que en la interna de las Fuerzas Armadas se mostraba reticente a derrocar al gobierno constitucional– y su reemplazo por Orlando Ramón Agosti como comandante.
Mientras los otros oficiales detenidos eran confinados en el Base Aérea de Morón, a Fautario lo llevaron al Taller Regional Quilmes, donde lo dejaron detenido pero sin custodia. Auxiliado por un mayor, escapó de allí y llegó al Edificio Cóndor, sede del comando de la Fuerza Aérea. Al llegar lo sorprendió la presencia del ministro de Defensa, Tomás Vottero, que estaba a punto de nombrar a Agosti como comandante.
-¡Qué hace, hombre! ¿No ve que hay un golpe en marcha? – increpó al ministro.
Al no obtener respuesta, Fautario fue hasta la quinta presidencial de Olivos e intentó ser recibido por la presidenta. Cuando Isabel le hizo saber por el edecán de la Fuerza Aérea que no hablaría con él, Fautario escribió un corto mensaje y le encargó al oficial que se lo diera. El papel decía:
“Cuídese, Señora, porque a usted la van a echar en marzo”.
Ese mismo día, Orlando Agosti fue ascendido a brigadier general y nombrado jefe de la Fuerza Aérea. Con ese nombramiento, el tridente de jefes militares que daría el golpe de Estado tres meses después –Videla, Massera y Agosti– quedaba conformado. Massera puesto al mando por el propio Juan Perón mientras que los ascensos de Videla y Agosti llevaban la firma de su viuda.
El ERP y Monte Chingolo
Diciembre no daba respiro. Pese al reemplazo de Fautario por Agosti, la rebelión de Capellini se prolongó hasta el lunes 22. El brigadier levantisco no se conformaba con el cambio de mando en la Fuerza Aérea, exigía también la renuncia de María Estela de Perón. Finalmente –no sin antes bombardear la Base Aérea de Morón– se rindió.
Al día siguiente, un muy numeroso grupo guerrillero del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) intentó una acción de una envergadura nunca antes vista: el copamiento del Batallón de Arsenales “Domingo Viejobueno”, en Monte Chingolo, en el sur del Conurbano Bonaerense.
El ataque reunió a las tres compañías que tenía el ERP en Buenos Aires, reforzadas por militantes de otros lugares del país. La acción involucraba a 250 hombres y mujeres y –desde la perspectiva de la organización guerrillera– tenía como objetivo político minar el golpe de Estado en marcha. El objetivo militar era llevarse más de diez toneladas de armas y municiones.
El grupo principal debía tomar el cuartel y retirarse con las armas; las otras unidades tenían que neutralizar puestos policiales y, sobre todo, las rutas y accesos que deberían tomar los refuerzos de los regimientos 7° de La Plata, 3° de La Tablada y 1° de Palermo.
La acción había sido advertida a los militares por un infiltrado en el ERP, Rafael de Jesús Ranier, conocido como “El Oso”. El batallón no pudo ser tomado al cabo de unas horas habían muerto y/o desaparecido 67 de los 250 guerrilleros que participaron del ataque.
Ranier fue detectado, hecho prisionero y ejecutado por el ERP.
El mensaje de Videla
Un día después del fracaso de la acción guerrillera, en un mensaje de Nochebuena pronunciado desde la Escuelita de Famaillá, en la Provincia de Tucumán, donde ya funcionaba un Centro Clandestino de Detención y Torturas, el jefe del Ejército, Jorge Rafael Videla preanunció el golpe:
Vestido con uniforme de combate y casco, arengó:
-Frente a estas tinieblas, la hora del despertar del pueblo argentino ha llegado. La paz no sólo se ruega, la felicidad no sólo se espera, sino que se ganan. El Ejército Argentino, con el justo derecho que le concede la cuota de sangre generosamente derramada por sus hijos héroes y mártires, reclama con angustia pero también con firmeza una inmediata toma de conciencia para definir posiciones. La inmoralidad y la corrupción deben ser adecuadamente sancionadas. La especulación política, económica e ideológica deben dejar de ser los medios utilizados por grupos de aventureros para lograr sus fines. El orden y la seguridad de los argentinos deben vencer al desorden y la inseguridad (…) Civilidad y Fuerzas Armadas debemos por fin unir los corazones y los brazos potentes alzando nuestra súplica al Señor, para que a través de su hijo, pero también de nuestros esfuerzos mancomunados, logremos prontamente hacer realidad el sueño de una Nación pujante…
Los días del gobierno constitucional estaban contados.
Una postal de fin de año
Así estaba la Argentina. Sin embargo, cuando faltaban apenas dos días para las campanadas de fin de año, el mítico Luna Park, estaba adornado para la fiesta.
El triunfo de River y la obtención de los dos campeonatos de 1975 después de 18 años de frustraciones permitieron a muchos de sus hinchas olvidar, al menos por unas pocas horas, la difícil situación que atravesaba el país ese diciembre caliente.
Con el campeonato definido, el cierre deportivo del año tuvo lugar en el Luna Park, donde se realizó la entrega de los premios Olimpia.
La figura de la noche fue Guillermo Vilas, que ganó el Olimpia de Oro por segunda vez consecutiva. Los de Plata fueron así: en fútbol, Héctor Scotta, delantero de San Lorenzo y goleador del año; en box, Carlos Monzón; en rugby, Martín Sansot, fullback de Los Pumas; en atletismo, Tito Steiner, la mejor marca del pentatlón local y figura panamericana; en ajedrez, Raúl Sanguinetti; en ciclismo, Octavio Dazzán; en básquet, Carlos Rafaelli; en automovilismo, Miguel Ángel Guerra.
Esa noche, en el Luna Park, hubo cena y abundante bebida. En la mesa principal estaban el secretario de Deportes, teniente coronel Adolfo Phillipeuax, el presidente del Círculo de Periodistas Deportivos, Pedro Valdés y algunos más: entre ellos el gobernador de La Rioja, Carlos Menem. Pero la mesa más concurrida fue la de Carlos Monzón, que a los 33 años llevaba doce defensas consecutivas del título de los medianos y tenía a su lado a Susana Giménez.
En los brindis se pronunciaron deseos de bienaventuranza para el nuevo año, 1976, que resultaría uno de los más oscuros y sangrientos de la historia de la Argentina.
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