Sentada en el living de mi casa, veo el sol brillar afuera, en el medio del cielo azul. Como ajeno a todo lo que pasa aquí abajo, en el planeta Tierra. Me pregunto si será cierto. Si realmente está ahí y si sigue brillando. Porque todo lo que está ocurriendo es una oscura pesadilla empeñada en no dejarnos despertar.
Este 2020 la Navidad parece que faltará a la cita y la felicidad está jugando a las escondidas.
Casi sin vuelos comerciales, sin turismo, con toques de queda en muchos países, con millones de personas sin trabajo, con otros tantos llorando por despedidas sin abrazos, sin comidas compartidas ni choque de copas... La Navidad no se parece en nada a la Navidad que conocíamos.
Algo tan minúsculo como peligroso y que no vemos puso en pausa al planeta y nos robó la ilusión: el COVID-19. Logró callarnos con un barbijo y hacernos pensar si no estaremos asistiendo al funeral de la vida tal como la hemos conocido hasta hoy.
Mientras en América nos alcanza la segunda ola de coronavirus y en Europa comienza la tercera, ya no hay fuegos artificiales que nos puedan consolar. Papá Noel está aislado en el Polo Norte; el arbolito de Navidad entró en cortocircuito y los Reyes no podrán viajar cargados de regalos a visitar al Niño que va a nacer para salvar a la Humanidad.
Será la Navidad más triste que tengamos memoria.
En cada hogar del planeta en la escueta mesa navideña se coló el temor. Hay ausencias, agujeros negros que se han tragado la felicidad. Hay miedo a perder amigos, a perder el sustento, a que no haya un futuro.
En Gran Bretaña acaban de descubrir una nueva cepa, hasta un setenta por ciento más contagiosa, que está fuera de control. Esto ha llevado al primer ministro británico, Boris Johnson, a perder la tradicional flema inglesa y decirle a sus compatriotas “con mucha tristeza” que “no podemos seguir con las Navidades tal como las hemos planeado”. Se decretaron confinamientos estrictos y varios países europeos suspendieron el tráfico aéreo con el Reino Unido. El ministro de salud británico (rozando las 68 mil muertes), le pidió a las regiones afectadas que se comporten como si tuvieran el virus. Adiós preparativos navideños para los ingleses, la situación es dramática.
Europa ingresa en la tercera ola mortal, justo cuando comenzarán a vacunar. España ostenta un fuerte rebrote luego de la relajación de las medidas y se acerca a los 50 mil muertos. Pedro Sánchez, presidente del gobierno español (que está en cuarentena hasta el 24 por haber estado en contacto directo con su par francés, Emmanuel Macron, que dio positivo al virus) analiza más medidas mientras observa los números: “Si hay que endurecer el plan de Navidad, el gobierno lo endurecerá. Estamos viendo un preocupante aumento de contagios. Estamos ante el último esfuerzo, no lo tiremos todo por la borda”. Y como en una situación de guerra, agregó: “No hay otro camino que el del respeto al conocimiento de los expertos, la disciplina social y la moral de la victoria (...) Disfrutemos de la Navidad en casa, salgamos solo para lo imprescindible. Minimicemos los contactos (...) El mejor regalo es ofrecer seguridad”. Así de claro.
En el país vecino, Italia, Giuseppe Conte aprobó nuevas restricciones y ordenó un confinamiento casi total del 24 de diciembre al 6 de enero, quedando prohibidos los desplazamientos entre regiones. En cada casa solo podrán recibir dos visitas y habrá que respetar el toque de queda en todo el territorio italiano desde las 22.
Alemania había sorteado con bastante éxito las primeras restricciones del año, pero las alertas rojas sonaron en la voz de la siempre mesurada Ángela Merkel que les dijo a los alemanes que, esta Navidad, deberían festejar por Skype, sin visitas, luego que los contagios diarios superaran los 30 mil. Ya lo había anunciado un poco antes con un tono emotivo que no le es característico: “Si de aquí a Navidad tenemos muchos contactos y, finalmente, esta es la última Navidad que celebraremos con los abuelos, habremos fallado en algo”. Será una Navidad en penumbras, sin tiendas, ni bares, ni teatros.
Con el presidente Macron confinado por COVID 19 y casi 61 mil muertos, Francia impuso el toque de queda nocturno desde las 8 de la noche hasta las 6 de la mañana. Las reuniones de Navidad no deberán congregar a más de 6 personas.
En este mundo en llamas, Estados Unidos contabiliza casi 350 mil muertos y Brasil está por alcanzar los 200 mil fallecidos. Así podríamos seguir, país por país. Fríos números que no deberían invisibilizar el hecho de que cada muerto era una persona con nombre y apellido, con familia, proyectos y deseos.
Nadie está a salvo. En ningún rincón del globo.
Las altas tasas de contagio han asustado a los epidemiólogos europeos que reclaman la vuelta al confinamiento estricto porque avizoran situaciones de saturación hospitalaria para enero, justo para la llegada de la vacuna. No quisieran un caos que impida la inmunización. Desaconsejan cualquier festejo.
Dicen los especialistas, en líneas generales, que durante estas fiestas no deben juntarse más de cinco personas; que solo se deberían mezclar, como máximo, dos familias; que no se debe reunir en una misma mesa niños y adultos mayores; que debe haber 1.5 metros de distancia entre cada comensal; que solo uno debe servir la comida y con barbijo; que debe haber abundante alcohol en gel en cada rincón de la casa y frecuente lavado de manos; que no debemos chocar las copas y que ni se nos ocurra darnos un abrazo.
Daniel López Acuña, exdirectivo de la Organización Mundial de la Salud y reconocido epidemiólogo, está convencido de que este año toca sacrificarse y no ver a la familia que no convive con nosotros.
¿Cómo festejar entonces? ¿Qué celebrar?
A estas alturas, las fiestas casi no deberían llamarse fiestas. Tanta precaución hace pensar si no será mejor suspender la Navidad, quedarnos solos y dormir hasta la Navidad 2021, a ver si nos despertamos en un mundo más feliz, más semejante a aquel que creíamos tener hace tan solo doce meses.
Pienso en mi amiga Ana que está viviendo en Mallorca y sufre porque, por primera vez, no pasará las fiestas con su hijo que trabaja en Alemania. Pienso en Mary, una amiga norteamericana que vive en la montaña en Nuevo México y que, con 80 años, no puede reunirse con sus hijos y nietos. Pienso en las sillas vacías que habrá en cada mesa navideña y en los que lloran a escondidas las ausencias. Pienso en mi papá -al que solo vi dos veces en nueve meses y enfundada en un traje espacial- que, como tantos otros padres y abuelos, pueden sentirse abandonados en el geriátrico sin sus afectos. Pienso en los que pasarán el 24 unidos a un respirador. Pienso en mi hijo que está en su habitación y no veo desde hace siete días porque es COVID 19 positivo. Pienso en los que han muerto durante la pandemia, a los que no pudimos tomarles la mano para decirles adiós.
¿Despedidas por WhatsApp? ¿Entierros con cuatro deudos? ¿En qué nos hemos convertido?
Pienso, también, que el bicho nos ha deshumanizado. Y me da por debatir si es mejor vivir confinados o morir consolados. Qué se yo.
Tal vez hayamos aprendido que las certezas que creíamos tener simplemente ya no están ahí. A lo mejor nunca lo han estado. Pero esta Navidad, la más triste que recordaremos, estará llena de ausencias.
Secuestrada la alegría del encuentro, no queda más que resignarse a que todo pase.
No está mal recordar que los festejos relacionados con la navidad de 1918, cuando creían tener dominada la gripe española, fueron los responsables de un rebrote masivo en enero 1919 y el inicio de la tercera ola mortal. El error costó carísimo.
Me pregunto... ¿Cuánto habrán demorado aquellas familias en volver a festejar con alegría y sin miedo?
La pandemia llegó y golpeó. El cachetazo nos tiene atontados todavía. Y, aunque la vacuna mitigue la incidencia del virus, quedó inoculada en nosotros la incertidumbre. La labilidad de la vida humana. Lo que no somos. Y lo que somos.
Dijo Víktor Frankl (psiquiatra, neurólogo, filósofo y escritor austríaco, sobreviviente de los campos de exterminio nazis): “No existe ninguna situación en la que la vida carezca de auténtico sentido. Este hecho debe atribuirse a que los aspectos aparentemente negativos de la existencia humana, y sobre todo aquella trágica tríada en la que confluyen el sufrimiento, la culpa y la muerte, también puede transformarse en algo positivo, en un servicio, a condición de que se salga a su encuentro con la adecuada actitud y disposición”. Su frase puede darnos algún refugio.
Esta Navidad, cuesta encontrar razones para festejar que no suenen obscenas.
Quizá, los muy creyentes, vean la luz de la estrella en el pesebre de Belén que los guía en la oscuridad.
O quizá, debamos festejar igual, aunque tengamos los ojos empañados por esta tristeza que nos impide ver por dónde nos lleva el camino. Mirando el reverso de la moneda, podríamos celebrar el haber tomado conciencia de la prepotencia de creernos los reyes de la naturaleza y de nuestra finitud.
Después de todo, si quienes vivieron guerras, holocaustos, persecuciones y hambrunas desoladoras pudieron volver a celebrar las fiestas, nosotros también podremos volver a hacerlo. No sin lágrimas. No sin esfuerzo.
El 25, debajo del maltrecho arbolito de este año, por ahí tengamos suerte y encontremos, envuelto en un brillante papel verde y con un gran moño, el mejor regalo: la esperanza.
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