A las cinco de la tarde del sábado 10 de enero de 1829 el deán Gregorio Funes conversaba con Santiago Spencer Wilde, un irlandés que había llegado a Buenos Aires a comienzos del siglo, y de quien se había hecho amigo. De pronto, este cura, que había pesado en la política desde la revolución de Mayo, que además había sido rector de la Universidad Nacional de Córdoba y miembro de la Junta Grande, a sus 79 años, se desplomó. Había muerto.
Lo hizo frente al escenario del teatro del Parque Argentino, un espacio público que amalgamaba plantas y algunos animales exóticos, con un anfiteatro, un circo, todo un lugar de esparcimiento en una ciudad en la escaseaban los lugares para pasarla bien.
No había en esa gran aldea que era Buenos Aires una oferta importante para divertirse. Por años, el porteño se había conformado con “ir a los toros”, en la actual Plaza San Martín. Pero en 1819 la plaza de toros había sido demolida. Claro que era posible concurrir al teatro y también ver y ser visto en el paseo de la Alameda -actual Avenida Leandro N. Alem- en donde cada tarde era un ir y venir de familias y de grupos de muchachos y muchachas. ¿Y por qué no esperar la noche para bañarse en el río, alternar en las tertulias de las familias patricias, jugar al dominó, al ajedrez y a las cartas españolas en los cafés o apostar a la lotería en la casa de Martín Echarte?
El visitante extranjero ya se desanimaba desde la cubierta del barco al contemplar la chatura de la ciudad, en la que solo se destacaban los campanarios de las iglesias. Se quejaban que a la hora de la siesta las calles estaban desiertas, y a esa hora solo se cruzaba con médicos y con perros.
Uno de los promotores en armar lo que sería el primer paseo público de la ciudad fue el propio Wilde junto a otros socios, la mitad de ellos ingleses, quienes ya tenían en mente instalar algo similar a los jardines Vauxhall. Estos fueron abiertos en Londres por 1660, y la gente podía pasear por senderos parquizados, entre distintos tipos de árboles. El lugar se mantenía con la venta de comida y bebida. El polifacético Wilde -político, escritor, periodista, emprendedor y hasta promotor del telégrafo- fue uno de los empresarios del Coliseo en 1825 y puso manos a la obra.
El momento que atravesaba el país no era el mejor. Estábamos en guerra con el Brasil y bloqueo naval había afectado seriamente al comercio. Los continuos reclutamientos para engrosar el ejército habían producido una merma de trabajadores en el campo y la escasez de productos hizo que los precios se disparasen. “Cada uno pide lo que quiere y no hay quién lo impida, y se vive como quiere”, escribió en ese año Juan Manuel Beruti.
Wilde y 43 accionistas juntaron un capital de 20 mil libras, unos cien mil pesos de entonces, y armaron un parque en el terreno delimitado por las calles Uruguay, Paraná, Viamonte y la actual avenida Córdoba. El predio, levantado sobre una lomada, estaba alejado del centro de la ciudad, rodeado de quintas, ranchos y potreros. En el plano editado por Hipólito Bacle en 1830, ya aparece.
Lo llamaron Parque Argentino. La importante comunidad británica local también impuso el nombre de Vauxhall, y dicha atracción convivió con ambas denominaciones. Entre los accionistas figuraban el propio gobernador Manuel Dorrego, algunos de sus ministros, renombrados miembros de la comunidad local, así como de ingleses que vivían en su país.
Todos los trabajos fueron hechos bajo la atenta supervisión de Wilde, que tenía su casa sobre Córdoba. Abrió sus puertas en 1827 y tenía de todo. Un hotel estilo francés, administrado por dos hoteleros, Porch y Bernard. El lugar contaba con salones de baile, donde una orquesta amenizaba las tardes.
El circo
También incluía un circo con capacidad para 1500 personas, que empezó a funcionar en 1829. Si bien se vendían entradas para las funciones, desde las mesas dispuestas en el jardín se podían ver los números artísticos, consistentes en elementales pruebas sobre caballos, algunos saltos y equilibrio sobre alambres. En los meses de primavera, las funciones comenzaban a las cuatro de la tarde y en verano, a las seis. Para todos los casos, se rogaba puntualidad.
En ese circo fue Pedro Sotora, “el hombre incombustible” -comía estopa encendida- el primero en vestirse y pintarse de payaso en el país. Se acercaba más a un bufón mimo. Hasta su aparición, nunca en Buenos Aires se había visto un payaso. En 1834 llegaría otro, Mr. Hofmaster, de la compañía ecuestre Laforest-Smith, y el espectáculo comenzó a llamarse “circo olímpico”.
El italiano José Chiarini -promocionado como el “maestro de la escuela gimnástica o de agilidad”- y su esposa Angelita -que habían estado actuando con éxito en Montevideo- maravillaban a los espectadores caminando en la cuerda floja y con las acrobacias aéreas. Durante el primer año, la novedad de su espectáculo le hizo ganar dinero. Hacía pruebas con caballos, recreaba peleas y entretenía al público con pantomimas. Sus funciones eran los jueves, domingos y días de fiesta. Sólo se suspendían durante el carnaval y la Pascua.
En el teatro, se destacó Juan José Casacuberta, un actor que por esos años aún compartía su pasión por las tablas con la de la sastrería. Y Wilde tradujo algunas de las comedias que allí se dieron.
Todo el parque estaba decorado con lámparas, faroles y arañas compradas en Gran Bretaña y los paseantes podían pasar largos ratos de descanso en glorietas y en bancos. Podían comer en un restaurant o tomar un refresco en la confitería. El Parque tenía una casa para guardianes, peones y para depósito.
Se mira y no se toca
Según describió Wilde en su obra “Buenos Aires setenta años atrás”, los jardines estaban muy arreglados con plantas traídas de distintas partes del mundo, “que eran muy raras aquí”, y que eran cuidadas por entendidos. Pero los visitantes no podían con su genio. No se contentaban con el ramo de flores y la bolsita con semillas que se les regalaba sino que, burlando la vigilancia, arrancaban gajos y plantas que ocultaban en pañuelos y faldas. “El país no está preparado para esta clase de paseos”, se resignaba Wilde. El lugar contaba con jaulas con algunos animales, como un tigre, guanacos y un tapir. Por eso se lo considera también el primer zoológico de la ciudad.
El parque, cuya entrada era una medalla de cobre, abría a la mañana y cuando no había funciones de música o de teatro, cerraba dos horas después de la caída del sol y tal vez se prolongaba un poco más si había luz de luna. La entrada era de 8 reales -es lo que costaba una libra de azúcar- e incluía un refresco. Si había función, el parque permanecía abierto hasta la medianoche y el importe subía a 12 reales -el trabajo de un día de un jornalero- la que se encarecía aún más si la función era lírica.
Prohibido si llueve
Hoy es el corazón del barrio de Tribunales, pero entonces, el parque se encontraba en las afueras de la ciudad. Toda la zona estaba merced del Zanjón de Matorras, que desbordaba con las lluvias intensas y llegar al lugar era imposible. Este zanjón rodeaba plaza Lavalle, seguía por Viamonte, Suipacha, Córdoba, Maipú y Paraguay, cruzaba Florida y luego torcía hacia el sur por la calle Tres Sargentos y desembocar en el río. Wilde hizo construir un puente de ladrillos en la esquina de Lavalle y Libertad, que sería demolido en 1857 a pedido de los vecinos.
En los altos de la casa de Pablo Villarino, en Suipacha y Cangallo, se avisaba con una bandera roja que era imposible acceder a la zona. Por el contrario, una bandera blanca anunciaba que el camino estaba libre de obstáculos.
El parque estuvo abierto durante diez años. Pero el estar lejos del centro de la ciudad, que el barrio donde se encontraba no fuera seguro transitar y la indiferencia de la gente por los espectáculos que se brindaban, hicieron que decayera el interés. Wilde, que a esa altura había comprado todas las acciones, decidió cerrarlo y se fue a vivir a la casa que allí había construido. Sería el abuelo de José Eduardo Wilde, ministro de Justicia e Instrucción Pública del gobierno de Julio A. Roca.
En la década de 1830 se quiso levantar un parque similar, el Jardín de la Esmeralda, sobre la calle Florida, entre Córdoba y Paraguay, pero no se encontraron inversionistas.
El motivo de que la calle Uruguay pasando Córdoba sea más ancha, es que ahí estaba la entrada al parque y el estacionamiento de los carruajes. Huellas de un pasado que se resiste a irse del todo.
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