Los militares derrocaron a la presidenta Isabel Perón el 24 de marzo de 1976 decididos a “eliminar a un conjunto grande de personas” pero de una manera tal que la gente —en la Argentina y fuera del país, en especial en Estados Unidos— no se diera cuenta de la matanza para que no tuvieran que enfrentar protestas.
“Por eso, sobre la marcha se llegó a la decisión de que esa gente desapareciera; cada desaparición puede ser entendida ciertamente como el enmascaramiento, el disimulo, de una muerte”, me confesó el ex dictador Jorge Rafael Videla en una serie de entrevistas realizadas entre 2011 y 2012.
Las confesiones de Videla y los testimonios de otros militares, así como de empresarios, políticos y sindicalistas sobre aquellos años sangrientos forman parte también de mi último libro, Los 70, la década que siempre vuelve.
Los militares organizaron el golpe durante al menos nueve meses y tomaron el poder cuando quisieron; fue el momento de mayor autonomía respecto de la sociedad civil, lo cual revela el grado de deterioro del gobierno constitucional del peronismo.
Un deterioro al que contribuyeron prácticamente todos los actores: los militares, ciertamente, pero también la mayoría de los dirigentes políticos y sindicales, así como los grupos guerrilleros, que apostaron al golpe convencidos de que la represión de los militares los ayudaría a tomar el poder para llevar al país al socialismo.
El gobierno de Isabelita naufragaba en sus propias deficiencias: violencia política, inflación, desabastecimiento, denuncias de corrupción y debilidad del liderazgo de la viuda de Perón, que, además, se enfermaba seguido.
En las entrevistas con Videla, el ex dictador me dijo: “Pongamos que eran 7 mil u 8 mil las personas que debían morir para ganar la guerra contra la subversión. No podíamos fusilarlas. Tampoco podíamos llevarlas ante la Justicia. El dilema era cómo hacerlo para que a la sociedad le pasara desapercibido”.
“Era el precio a pagar —agregó— para ganar la guerra y necesitábamos que no fuera evidente para que la sociedad no se diera cuenta. La solución fue sutil porque creaba una sensación ambigua en la gente: no estaban, no se sabía qué había pasado con ellos; yo los definí alguna vez como ‘una entelequia’”, agregó.
Es decir que desde el primer momento se cuidaron en ocultar que derrotarían a las guerrillas sin respetar las leyes ni los derechos humanos más fundamentales.
Fue así que ocho días antes del golpe de Estado, el jefe de la Marina, almirante Emilio Eduardo Massera, tomó un café con el embajador de Estados Unidos, Robert Hill; le dijo que eran “completamente conscientes de la necesidad de evitar problemas sobre los derechos humanos” y que, en el caso de que debieran tomar el poder, “no seguirán los lineamientos de la intervención de Pinochet en Chile. Más bien, dijo él, tratarán de proceder dentro de la ley y con total respeto por los derechos humanos”, según el cable reservado que el diplomático envió a su gobierno.
Tanto Massera como el jefe del Ejército, el general Videla —los dos principales protagonistas del golpe de Estado—, comprendían que Estados Unidos ya no era tan favorable a los gobiernos “amigos” que violaban los derechos humanos, como, por ejemplo, lo había sido en 1973, cuando el general Augusto Pinochet derrocó al socialista Salvador Allende en Chile.
En marzo de 1976 faltaban apenas siete meses para las elecciones que provocarían el retorno de los demócratas a la Casa Blanca con James Carter: la mayoría del electorado había cambiado y criticaba el abierto respaldo de los republicanos a Pinochet.
En sintonía, los colaboradores de Videla presentaban al nuevo presidente como al líder de la facción moderada dentro de los militares —las “palomas”—, a quien había que respaldar porque era el único que podía mantener a raya a los “halcones”, partidarios de una represión feroz, “pinochetista”.
Ese fue, incluso, el discurso del Partido Comunista local, que fue uno de los puntales de la dictadura de Videla, incluso fuera del país.
En marzo de 1976, tenían un aliado en el secretario de Estado estadounidense, Henry Kissinger, pero los funcionarios de carrera del departamento de Estado ya se preparaban para el viraje en la política exterior que imprimiría el presidente James Carter a partir del 20 de enero de 1977.
Al principio, la dictadura logró confundir a los diplomáticos acreditados en Buenos Aires. La delegación israelí fue una de las primeras en darse cuenta, según otro cable reservado de la embajada norteamericana, del 23 de junio de 1976. Hill señaló que, para sus colegas de Israel, “los militares tomaron la decisión de eliminar la subversión y el terrorismo, y de silenciar y aterrorizar a toda la potencial oposición, mucho antes del golpe del 24 de marzo. La única cuestión restante era cómo hacerlo con menor exposición a las críticas externas que las que habían aislado al régimen militar en Chile”.
De manera sistemática, los militares aplicaron un método que llamaron “Disposición Final” y que en cada caso, para cada persona, fue un calvario que abarcó cuatro estaciones: la detención o el secuestro; el interrogatorio en un lugar secreto, donde quedaba a merced de las torturas de sus captores; el asesinato, y el ocultamiento del cuerpo trasladándolo en un “vuelo de la muerte” al mar o al Río de la Plata; arrojándolo a un arroyo o a un dique; quemándolo en un horno o rodeado de neumáticos, o enterrándolo en una fosa sin nombre, solo o junto con otros desgraciados.
Había otro motivo para hacer desaparecer los cuerpos de los prisioneros: el protagonismo que las tareas de Inteligencia adquirieron en la lucha contra las guerrillas. “La Inteligencia —afirmó Videla— siempre actúa en secreto, sea para prevenir que se infiltre el enemigo como para obtener información y sembrar incertidumbre en las filas del enemigo”.
Sostuvo el ex dictador que “fue, fundamentalmente, una guerra de Inteligencia” y, en ese marco, justificó la tortura: “Se trata de crear incertidumbre. Lo peor para este enemigo era no saber qué pasaba con sus compañeros: ¿Los tomaron prisioneros? ¿Estarán declarando? ¿Se habrán pasado al otro bando? Los guerrilleros se manejaban con una estructura de células, donde no se conocían entre ellos sino solo al jefe, y en la cual tenían que hacer contacto con su responsable cada cierto tiempo. Al faltar ese contacto, la célula se desparramaba. La urgencia en los interrogatorios se debía a la necesidad de evitar que los compañeros del detenido se alertaran y se dispersaran”.
—¿Se torturaba a los detenidos?
—Aceptemos que sí, que había declaraciones bajo fuerza. Hay que tener en cuenta que muchas veces estaba en juego la vida de muchas personas.
Los tormentos fueron tan generalizados que los jueces que condenaron a los comandantes el 9 de diciembre de 1985 no encontraron “constancia de algún centro de cautiverio donde no se aplicaran medios de tortura y, en casi todos, la uniformidad de sistemas aparece manifiesta: pasaje de corriente eléctrica, golpes y asfixia.”
Videla admitió la influencia de la llamada Doctrina Francesa en el uso de la tortura y en las desapariciones: “El Ejército no enseñaba a torturar. Pero también es cierto que había manuales del ejército francés basados en las experiencias en la Guerra de Argelia que motivaron la instalación dentro del Estado Mayor del Ejército de una comisión de oficiales franceses que colaboraron con el Departamento Doctrina del Ejército para adecuar nuestros reglamentos”.
“Luego de la Guerra de Vietnam —agregó— vino también una comisión del ejército norteamericano, pero los de mayor influencia, tal vez por haber llegado primero y por la experiencia emblemática en Argelia, fueron los franceses”.
La Doctrina Francesa consistía en un conjunto de técnicas militares contra grupos guerrilleros, revolucionarios o independentistas que fueron aplicadas por primera vez en forma sistemática en Argel, la capital argelina. El objetivo era aniquilar, sin ningún tipo de reparos éticos o legales, al Frente de Liberación Nacional, una escurridiza organización político militar que buscaba la independencia luego de casi ciento treinta años de dominio colonial.
Entre enero y septiembre de 1957, los paracaidistas franceses arrestaron y torturaron a unas 24 mil personas e inauguraron otra técnica que haría carrera en Argentina, Chile y, en menor medida, Brasil: el asesinato y la desaparición de prisioneros; hubo alrededor de 3 mil desaparecidos, que eran arrojados al mar o enterrados a una veintena de kilómetros de Argel, nunca en el mismo sitio.
Los militares argentinos se convirtieron así en aplicados alumnos de la doctrina francesa, pero no pudieron impedir sino solo postergar por un tiempo que los argentinos comprendieran la verdad: de qué manera habían violado los derechos humanos en la larga y sangrienta noche de la dictadura.
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