Buscó por años a su padre desaparecido y halló sus restos en el Pozo de Vargas, donde lo arrojaron junto a cientos de víctimas

Ernesto Espeche es hijo de dos médicos desaparecidos durante la última dictadura. Su padre había sido visto por última vez con vida en el monte tucumano; su madre fue secuestrada en Mendoza. En 2014 en Tucumán, y a 39 metros de profundidad,,el Equipo Argentino de Antropología Forense logró identificar los restos de su padre

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Ernesto Espeche y la foto del casamiento de sus padres, Rafael Carlos y Mercedes, ambos desaparecidos por la dictadura
Ernesto Espeche y la foto del casamiento de sus padres, Rafael Carlos y Mercedes, ambos desaparecidos por la dictadura

-¿Querés bajar? – le preguntó el perito Darío Olmo, del Equipo Argentino de Antropología Forense, a Ernesto Espeche.

Corría diciembre de 2014 y Espeche, hijo de dos médicos integrantes del PRT-ERP desaparecidos por la última dictadura, estaba a pocos metros de la boca del Pozo de Vargas, en Tafí Viejo, a pocos kilómetros de la capital tucumana.

Bajar significaba descender por un precario ascensor hasta el fondo del pozo donde un mes antes los peritos habían encontrado y logrado identificar los restos de Rafael Carlos, el padre de Ernesto, que había sido visto por última vez el 3 de abril de 1976, herido de bala o quizás ya muerto en el monte tucumano luego de caer en una emboscada de las tropas del Ejército.

Ernesto Espeche tiene 47 años, es docente universitario y doctor en Comunicación, y dice ahora que en aquel momento no pensó para decir que sí, que bajaría, y que casi como en un sueño se vio vestido con un mameluco blanco, caminar hacia la boca del pozo, subirse con el perito a un ascensor semidestartalado y empezar a bajar.

Treinta y nueve metros es la profundidad del Pozo de Vargas, un antiguo pozo de agua que lleva el nombre de los propietarios del campo donde está situado y que fue utilizado por la dictadura para desaparecer definitivamente los cadáveres de más de cien militantes durante la represión ilegal en esa zona. “Treinta y nueve metros” es también el título de la singular novela que Espeche acaba de publicar y que se desarrolla – desciende por las honduras de una búsqueda compleja e inquietante – en, también, treinta y nueve capítulos.

-Después de ese descenso y de lo que siguió, que me permitió reconstruir parte de las historias de mi padre y de mi madre que yo desconocía, por sugerencia de dos grandes amigos empecé a escribir sobre esa experiencia, para que no se perdiera. Intenté hacerlo como crónica periodística pero no pude, tampoco pude hacer un ensayo académico, ese lenguaje no me alcanzaba, se acababa. Terminó siendo una novela porque no podía ser otra cosa – le cuenta Espeche a Infobae seis años después.

Rafael Carlos Espeche y Mercedes Vega
Rafael Carlos Espeche y Mercedes Vega

Historia sin recuerdos

Ernesto tenía dos años la madrugada del 8 de junio de 1976 cuando un grupo de tareas irrumpió en la casa de su abuela materna, en Mendoza, donde vivía desde hacía unos meses con su madre y su hermanito Mariano, de un año, y se llevó a su madre.

Mercedes Salvador Eva Vega, la madre de Ernesto, tenía 25 años y estaba viviendo en la semiclandestinidad desde hacía tiempo. En abril le había llegado la noticia de que su marido, Rafael Carlos, integrante de la Compañía de Monte “Ramón Rosa Jiménez” del ERP había muerto en un enfrentamiento con tropas del Ejército en medio del monte.

Rafael Espeche y Mercedes Vega, en la única foto que Ernesto conserva de su madre embarazada de él, con amigos
Rafael Espeche y Mercedes Vega, en la única foto que Ernesto conserva de su madre embarazada de él, con amigos

Después de eso, no supo más de él, pero con el correr de los días empezó a correr el rumor de que no estaba muerto y que lo habían llevado herido a Mendoza. Esa “información” – falsa, probablemente echada a correr por las fuerzas represivas para obligarla a mostrarse - la hizo salir a buscarlo y eso fue fatal. La ubicaron y la secuestraron.

De todo eso Ernesto sólo recuerda lo que le contaron – a cuentagotas – muchos años después. Le dijeron que poco antes de que entrara el grupo de tareas, Mercedes los había acostado a Mariano y a él en una habitación del fondo de la casa, pero que cuando entraron los militares él se había despertado y visto todo. Que los secuestradores los dejaron en esa habitación y que ataron a su tío y a su abuela antes de llevarse a su madre. Que el tío pudo desatarse y salió detrás de los secuestradores, pero que los perdió.

Al día siguiente, Ernesto no preguntó nada. Durante años no preguntaría nada. Empezó a decirle “mamá” a su abuela materna y “papá” a su tío.

-La llamaba así sabiendo que no era mi vieja, pero como no tengo memoria de ese momento de niño yo le decía “mamá” a mi abuela, una especie de acto de suplantación que hace un niño. Y “papá” a mi tío, el hermano más chico de mi mamá. Iba a la escuela con la mamá vieja y el papá muy joven – le dice a Infobae.

Mercedes Vega, la madre de Ernesto. La secuestraron y desaparecieron a los 25 años en Mendoza
Mercedes Vega, la madre de Ernesto. La secuestraron y desaparecieron a los 25 años en Mendoza

Recién después de terminada la dictadura le contaron, de manera muy difusa, lo que había pasado.

-Por esa época mis tías nos vienen a buscar, nos llevan a su casa y nos cuentan la verdad a mi hermano y a mí, pero de manera muy edulcorada. Ya se había recuperado la democracia y ya estaba asumida en la familia la idea de que mi vieja no volvía, que no iba a aparecer. Porque durante un tiempo se la estuvo esperando, incluso hubo un viaje familiar a Buenos Aires siguiendo rumores. Mi tío fue al comando en Mendoza y después a Buenos Aires esperando encontrarla. Pero todas eran pistas falsas - recuerda.

Después de investigar la historia de sus padres, Ernesto Espeche escribió "Treinta y nueve metros"
Después de investigar la historia de sus padres, Ernesto Espeche escribió "Treinta y nueve metros"

Empezar a buscar

En la familia de Ernesto – como en muchas familias argentinas golpeadas por el terrorismo de Estado – no se hablaba mucho del tema. Ernesto dice que su abuela materna, peluquera, no quería que se tocaran temas políticos, que seguía asustada, ahora por sus nietos.

-Mi abuela tenía mucho miedo; por lo tanto, no hablaba de política. Tenía mucho miedo como decía ella de que se repitiera con nosotros la historia la historia de nuestros padres, entonces se evitaba el tema. Mi abuela la remó como pudo y se murió cuando yo tenía 17 o 18 años. A partir de ahí, que es cuando empiezo la facultad, empiezo a tomar contacto con gente, a buscar a médicos que los pudieron conocer, y cuando se forma HIJOS yo me incorporo en Mendoza.

Corría 1997. A partir del contacto con HIJOS, Ernesto deja su muestra de sangre para el Banco de Datos Genéticos y consigue que también lo hagan su hermano Mariano y sus tíos. Espera que eso le permita saber el destino final de sus padres.

No sabe casi nada. Solamente que los dos están desaparecidos; que su padre cayó herido o muerto en un enfrentamiento en el monte tucumano y que no se han encontrado sus restos; que a su madre, después del secuestro, nadie la vio en ningún centro clandestino de detención.

Espeche y el perito Darío Olmo a punto de bajar los 39 metros del Pozo de Vargas, en Tucumán
Espeche y el perito Darío Olmo a punto de bajar los 39 metros del Pozo de Vargas, en Tucumán

La noticia

Pasarán otros siete años hasta que Ernesto, que trabaja como periodista en Radio Nacional en Mendoza, reciba la llamada de Darío Olmos, un perito al que conoce, no sólo porque fue quien le tomó la muestra de ADN sino porque muchas veces le pide ayuda para difundir por la radio la campaña para la recolección de datos genéticos.

-Me llama por teléfono en noviembre de 2014 y me viene a ver a la radio. Yo pensé que me iba a contar algo sobre la campaña, para ver si reforzábamos, como ya daba una mano... No esperaba nada que tuviera ver con mis padres. En realidad, de esperar algún dato concreto, esperaba más de mi vieja, porque a ella la desaparecen en Mendoza era más factible que tuvieses más rápidamente una información sobre los restos de ella más que de él. Pero Darío me dice: “Encontramos los restos de tu viejo, estaban en el Pozo de Vargas, en Tucumán” – relata Ernesto.

Le costó creerlo, pero al mes siguiente viajó con Natalia, su mujer, y sus dos hijos a Tucumán.

Ernesto junto a su hijo, en el Pozo de Vargas
Ernesto junto a su hijo, en el Pozo de Vargas

El Pozo de Vargas

En febrero de 1975, la presidenta María Estela Martínez de Perón firmó el Decreto 261/75, que ordenaba a las Fuerzas Armadas realizar acciones para “neutralizar y/o aniquilar” el accionar de lo que se definía como “elementos subversivos” en la Provincia de Tucumán.

Se inició así el llamado “Operativo Independencia” – comandado primero por el general Adel Vilas y luego por el general Antonio Domingo Bussi – que en la práctica fue la aplicación de la metodología de ‘guerra contrarrevolucionaria’ de la Escuela Francesa, que poco tenía que ver con enfrentar en combate a las exiguas fuerzas guerrilleras que había por entonces en el monte tucumano.

Por el contrario, fue un plan sistemático de represión ilegal cuyo “blanco” fue toda la población de la provincia”. Sus métodos fueron el secuestro, la tortura, la internación de campos de concentración y el asesinato de las víctimas, cuyos cuerpos desaparecían o se mostraban como de caídos en falsos enfrentamientos.

Los cadáveres de más de ciento cincuenta de esos desaparecidos terminaron en el fondo del Pozo de Vargas, en el sur de Tafí Viejo.

Entre ellos los arqueólogos del EAAF lograron identificar los restos de Rafael Carlos Espeche, el padre de Ernesto.

-¿Querés bajar? – le preguntaron a Ernesto.

“A mi viejo no le preguntaron si quería bajar y, según parece, yo puedo elegir bajar. ¿A qué se debe semejante gentileza? ¿Soy un tipo afortunado y por eso me obligan a decidir? ¿O soy otra víctima a quien le hacen creer que puede escoger? Quizás sea las dos cosas a la vez…”, escribe en el capítulo que abre “Treinta y nueve metros”.

Y bajó.

Espeche en el Pozo de Vargas, cuando recibió los restos de su padre
Espeche en el Pozo de Vargas, cuando recibió los restos de su padre

Reacción en cadena

La noticia de la aparición de los restos del padre de Ernesto produjo también una reacción en cadena. Luego de descender al fondo del Pozo, Ernesto fue a pasar unos días a las sierras de Córdoba con su mujer y sus hijos para “acomodarse un poco” después del impacto emocional. Allí recibió una llamada. Habían publicado una antigua foto de su padre en un diario y una antigua compañera del PRT-ERP – que nunca había sabido su nombre legal sino que solo lo había conocido como “Martín”, su nombre de guerra – lo había reconocido.

La mujer se llamaba Mirta Gallego y en los 70 era enfermera y militaba en el PRT-ERP. En una larga charla con ella, Ernesto pudo reconstruir los últimos meses de vida de su padre.

Se encontraron en la terminal de ómnibus de la ciudad de Córdoba y Mirta Gallego le contó que durante meses se habían entrenado juntos, con otros guerrilleros, en una zona del Gran Buenos Aires, que habían viajado en el mismo auto hasta Tucumán y que, también juntos, en febrero de 1976 habían subido al monte en la zona de Las Mesadas.

La caída y un paquete de puchos

Mirta Gallego también le contó que la noche del 3 de abril de 1976 bajaron del monte “Martín”, ella y un guerrillero cordobés que conocía mejor la zona, que cayeron en una emboscada del Ejército y que el cordobés fue el primero en caer muerto, que ella y “Martín” trataron de romper el cerco pero que también los hirieron, que siguieron huyendo, arrastrándose, hasta que “Martín” empezó a quedarse atrás, que ella intentó empujarlo, que le gritó para que siguiera adelante, que no lo iba a dejar ahí, que salieran juntos de esa mierda, pero que “Martín” no pudo.

Mirta pudo esconderse entre surcos y cañas hasta que los militares dejaron de buscarla y se fueron, que cuando se hizo de día vio una casa y fue hasta allí, donde la socorrieron. Que más tarde la sacaron del monte y que finalmente se exilió en México.

Le dijo también que tenía algo que había guardado y que se lo quería dar.

-Había guardado siempre una cajita de cigarrillos Jockey club, que fue la última que se fumaron juntos antes de bajar esa noche. La había conservado por si alguna vez se cruzaba con los hijos de “Martín”. Incluso en el celofán había escrito el nombre “Martín”. La sacó de la cartera y me la dio – dice Ernesto.

A partir de ahí tuvo más encuentros con otros compañeros de su padre y pudo reconstruir su historia y también la de su madre.

Treinta y nueve metros

Con toda la información recogida, con su vivencia del descenso al fondo del Pozo de Vargas, Ernesto Espeche intenta contar la historia, pero al principio no puede. No tiene manera de escribirla en una crónica, tampoco puede hacer con todo eso un ensayo académico de los que acostumbra a escribir con soltura.

Será el recurso de la novela, una ficción sostenida por datos reales, el que finalmente se lo permitirá.

El punto de partida del relato es el hallazgo y la identificación de los restos del padre. Desde allí y a lo largo del texto, Espeche juega magistralmente con ese viaje propio – el descenso hacia el fondo del pozo, cuyo verdadero destino desconoce porque es mucho más que huesos -, inquietado por preguntas que se hacen más hondas a medida que va descendiendo por el pozo, y los relatos de vivos y de muertos – familiares, compañeros de militancia de sus padres, voces testimoniales – que le ofrecen pequeñas piezas, a veces rotas o inacabadas, para armar el rompecabezas irremediablemente incompleto de las respuestas.

La prosa de Espeche es a la vez precisa y poética. No escatima información al relatar la historia, pero cada dato, cada hecho, cada anécdota se enlaza de manera indisoluble con emociones que los rescatan de un pasado – de una muerte, podría decirse – para devolverlos vivos al presente.

Hay un juego universal que, generación tras generación, ayuda a los niños pequeños a elaborar la angustia que les produce perder de vista, no tener continuamente presentes, a sus padres. En la Argentina se lo juega diciendo: “¡Cuco!” y, tras la pausa, “¡Acá, está!”.

A los hijos de las víctimas del terrorismo de Estado la dictadura les robó la posibilidad de seguir jugando ese juego que ayuda a crecer. De los dos tiempos del juego, los dejó anclados en uno, el del Cuco.

Espeche lo ha sufrido y lo resuelve magistralmente en un momento muy logrado de su relato. Cuando el narrador - protagonista comienza su descenso hacia el fondo del pozo, fuera de él quedan sus hijos, a quienes escucha decir, jugando: “papi sube, papi baja”.

La novela es la manera que encontó para volver a subir y decirles: “¡Acá está!”

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