En 1994, el primer número de la revista “Panorama Penitenciario Federal”, dirigida a los miembros del Servicio Penitenciario Federal, realizó una entrevista a Salvador Raich, recientemente asumido como Director Nacional. Cuando se le consultó qué lo había motivado a ingresar en el servicio penitenciario, Raich afirmó que siendo un niño había presenciado como espectador el cruento motín de Villa Devoto del 18 de diciembre de 1962. Ese recuerdo lo había marcado para siempre, al punto tal que más de treinta años después asumió el cargo máximo de las prisiones argentinas y lo evocaba.
La situación política en 1962
A fines de marzo de 1962, un golpe militar, el cuarto de la historia argentina, desplazó a Arturo Frondizi del poder. No colocaron a un militar, sino a José María Guido, presidente provisional del Senado (el vicepresidente, Alejandro Gómez, había renunciado años antes), quien siguió a rajatabla las directivas castrenses. Recordemos que el peronismo estaba proscripto desde 1955 y que su líder máximo, Juan Domingo Perón, luego de un periplo por Centroamérica se había instalado en la España franquista.
La situación social era compleja: luego de un acuerdo inicial (y secreto) entre Perón y Frondizi, que le permitió a éste ganar las elecciones en 1958, por presiones militares debió profundizar la represión hacia los sectores obreros, con la aplicación del Plan CONINTES (Conmoción Interna del Estado), militarizando y reprimiendo las huelgas e impulsando planes de ajuste diseñados por su Ministro de Economía Álvaro Alsogaray, bajo la atenta supervisión del Fondo Monetario Internacional.
Luego de recibir treinta y dos planteos militares por diferentes motivos (su posición errática ante el peronismo, por encontrarse con Ernesto “Che” Guevara en una conferencia en Punta del Este y por permitir la participación de listas peronistas en las elecciones), Frondizi no resistió más, fue desalojado del poder y enviado a la Isla Martín García. Como indicamos, asumió Guido, pero la tensión social no cedió. A la crítica situación socioeconómica, deben sumarse los enfrentamientos a tiros entre los militares “azules” y los “colorados” (se peleaban respecto a qué hacer con el peronismo) y claro, las cárceles argentinas no fueron ajenas a este complejo escenario.
El motín en el Instituto de Detención de Villa Devoto
Como señala el arquitecto e historiador Alejo García Basalo, la Alcaidía de Contraventores de la Policía de la Capital, popularmente conocida como la cárcel de Villa Devoto fue inaugurada en el año 1927 como establecimiento destinado al cumplimiento de penas cortas.
Para 1962, la cárcel, dependiente de la Dirección Nacional de Institutos Penales (lo que hoy es el Servicio Penitenciario Federal) estaba situada en un amplio solar comprendido por las calles Bermúdez, Nogoyá, Desaguadero y Tinogasta. Si bien tenía capacidad para 1000 procesados (personas sin condena), albergaba más del doble: 2188. Y la tentación de fugarse de ese infierno estaba siempre presente. De hecho, anteriormente se habían producido varios intentos de fuga tanto de Devoto como de la Prisión Nacional, ubicada en la calle Caseros. En todos los casos, los internos utilizaron cuerdas y sábanas para descolgarse y contaron con apoyo externo.
En esos días, según informaba la prensa, se rumoreaba la posibilidad de una fuga masiva de Devoto, por lo cual las autoridades del penal habían reforzado la vigilancia, instalando un cuerpo de la Policía Montada en los vestuarios de la cancha de fútbol del club Lamadrid, más conocido como “El carcelero”, por su ubicación próxima al establecimiento penal.
A las 13.15 horas del martes 18 de diciembre de 1962 los peores presagios se hicieron realidad: en el momento en que se producía el relevo de las guardias y que los agentes hacían la requisa en el pabellón del cuarto piso -que albergaba a delincuentes muy peligrosos- en busca de armas y sustancias prohibidas, en la parte exterior del presidio, cuatro individuos a bordo de una camioneta IKA color verde arrojaron dos bombas molotov y una granada contra la puerta de entrada del establecimiento.
Fue la señal que desató el infierno: los cabecillas del motín provistos de un arsenal que incluía revólveres de distintos calibres, pistolas automáticas, centenares de balas y cargadores -que habían ingresado previamente, se cree, a través de las visitas y los abogados defensores- tomaron como rehenes a los 38 agentes que realizaban la requisa.
La revista sensacionalista Ahora y el más sobrio diario La Nación, señalaron que los que “acaudillaban la subversión” eran el pistolero Hugo Urán Luján (argentino, de 29 años, detenido por robo y homicidios), secundado por Óscar Domingo Langoni (catalogado como peligrosísimo asesino, autor de tres homicidios), Manuel Castillón, alias “Johny” de 22 años y Camilo Néstor Seffer de 23 años, ambos asaltantes de bancos, que tenían varios asesinatos en su haber. La prensa también afirmó que el cerebro de la fuga era el “célebre” ladrón de bancos Jorge Eduardo Villarino, alias “El Maquiavelo de la delincuencia”. Enseguida veremos que Villarino, conocido como “el rey de las fugas”, al ver frustrado su plan, salvó la vida de varios agentes penitenciarios.
Un cronista de los sucesos afirmó que los amotinados parecían “hipnotizados, como pichicateados”, que tenían un raro brillo en los ojos y una inquietud y nerviosismo evidente. Asimismo, que el cabecilla Urán Luján demostró una ferocidad sin límites, asesinando en pocos minutos a cinco de los guardias tomados como rehenes. A posteriori, uno de los rehenes liberados, con lágrimas en los ojos, narró que a los guardias “los hacían arrodillar como para pedir perdón; luego los obligaban a juntar las manos como quien está rezando; finalmente les hacían besar el piso y entonces en ese momento, apoyándoles el caño del arma en la sien o entre los ojos, apretaban el gatillo. Así, en esa forma fría y despiadada, encontraron la muerte nuestros compañeros”. Este relato fue generando una honda sensación de indignación entre los agentes penitenciarios.
Mientras tanto, el motín continuó su desarrollo: los internos del pabellón 4 (el único sublevado) arrojaron camas, mesas y banquillos por el hueco del ascensor y lo inutilizaron al tiempo que colocaron colchones y mantas impregnadas con querosén en las escaleras para que funcionaran como barricadas. Un vecino del barrio, desde su ventana, observó como golpeaban a un guardia, que pendía de una soga y luego era arrojado al vacío, a más de veinte metros de altura. Por su parte, José Angrigiani, director de la cárcel, solicitó refuerzos a la comisaría 45; luego arribó la Policía Montada para evitar fugas y también seis carros de la Guardia de Infantería. Así, el diario La Prensa informó que “la cárcel quedó cercada por 150 hombres de la Policía Federal. Se desvió el tránsito; vinieron dos dotaciones de bomberos y se trató que el público no se acercara al penal”.
Sobre las 16 horas se iniciaron las conversaciones telefónicas entre los amotinados, el juez de instrucción Víctor Irurzun y las máximas autoridades penitenciarias y policiales que arribaron al lugar. Los sublevados permitieron el ingreso de dos médicos del Hospital Churruca para que atendiesen a los guardias heridos y también del capellán Pablo José Di Benedetto, al cual despojaron de sus hábitos, que se colocó un recluso. La revista Ahora señaló que los médicos debieron bajar a los heridos (muchos moribundos, debido a que sangraron durante horas) por el hueco del ascensor, asidos a los cables y bajo la estricta vigilancia de los internos.
En ese preciso momento tuvo lugar una feroz discusión entre los amotinados: mientras Urán Luján quería, a toda costa, asesinar a todos los rehenes, Villarino se opuso férreamente, afirmando que “esos pobres diablos son inocentes” y que antes de matar “a esos infelices tendrás que pasar sobre mi cadáver”. Acto seguido, encerró a cuatro rehenes en una celda y arrojó la llave por la ventana, lo que permitió salvarles la vida.
Al anochecer aumentó la tensión y la prensa fue obligada a retirarse del establecimiento
Con excepción del pabellón de los amotinados, toda la cárcel y los alrededores permanecían a oscuras y los camiones de bomberos llevaban usinas de luz que iluminaban el pabellón sublevado “pues los reflectores les impedían la visión hacia el exterior”. El Juez Irurzun, en una entrevista radial, afirmó que esta situación se produjo por el hacinamiento al que estaban sometidos los más de dos mil internos, que para controlarlos solo tenían “56 guardias externos armados y 43 internos, sin armas”; que los amotinados se hallaban bajo su exclusiva jurisdicción y que gozaban de todas las garantías que acordaba la ley. Antes de las 20 horas arribó a la cárcel el Ministro de Justicia y Educación, Alberto Rodríguez Galán, mientras tanto, en la Dirección Nacional de Institutos Penales, ubicada en la calle Paso 550, se instalaba una capilla ardiente para velar a los guardias asesinados.
A las 22 horas vencía el plazo para que los sublevados se rindiesen. Éstos habían impuesto una serie de condiciones para levantar el motín: firmar un acta garantizando su integridad física y la de sus familiares; cambiar al Juez Irurzun por el Juez Federal Leopoldo Isaurralde; que el acta se transmitiese por radio, se publicase en los diarios y fuese firmada por el presidente de la República José María Guido y por último, que no interviniese personal de la Policía Federal sino de la Dirección Nacional de Institutos Penales.
Cuando parecía que todo iba a concluir sin más derramamiento de sangre ingresaron los agentes penitenciarios en escena. Durante varias horas habían escuchado los relatos más escabrosos sobre lo que les había ocurrido a sus compañeros en el pabellón 4, las vejaciones y torturas recibidas y las ejecuciones sumarias con un tiro en la nuca. También las noticias que llegaban del Hospital Churruca informando que varios malheridos habían muerto. La situación estalló por los aires, desbordando a las autoridades de una fuerza tradicionalmente verticalista.
El coronel Miguel Ángel Paiva, Director Nacional de Institutos Penales, indicó a sus subalternos que los amotinados serían entregados al Juez Irurzun, que debían permanecer disciplinados, acatando sus órdenes y que “los guardia cárceles no podían erigirse en jueces de nadie y menos aún hacer justicia por sus propias manos”. También José Ramos, alcalde del penal, les dijo que le “repugnaba” la masacre que se proponían y que debían “demostrar a todo el pueblo que somos gente civilizada y que no obramos a impulso de nuestras pasiones”. Pero esas arengas cayeron en saco roto ante tanta bronca y dolor contenido. Un guardiacárcel correntino (de la misma edad y extracción social que los cabecillas del motín), bramó y dijo que “ninguno de los responsables de la muerte de nuestros compañeros saldrá con vida del penal”. Luego se sumó otro agente afirmando que “la justicia es pobre, pero los delincuentes son ricos y poderosos” y que “se compran jueces y se cometen todo tipo de anormalidades”.
Así, casi sobre la medianoche del 18 de diciembre, una turba enardecida de agentes armados con carabinas y ametralladoras abrieron las rejas y fueron a cazar a los cabecillas. Como indicaba la revista Ahora “los que sembraron la muerte son ahora buscados por la muerte”. Los principales líderes del motín se encontraban en la Oficina de Identificaciones declarando y les estaban tomaban las huellas digitales cuando irrumpieron los enardecidos agentes. Irurzun narró que un empleado de su juzgado fue derribado de un culatazo en el pecho y se llevaron a la rastra a los amotinados, que fueron asesinados a bayonetazos.
Poco después, otro grupo de amotinados, aprovechando la confusión, procuró escapar del penal. Un coronel les había dicho a los agentes que respetaran sus órdenes y que no tirasen de no ser necesario. La única respuesta que recibió fue de un agente, retacón, de origen humilde, que le gritó en la cara “no hay órdenes que valgan che coronel, éstos no entienden más razones que la del garrote y el balazo”. Así, el intento de fuga fue ferozmente reprimido y dejó otro tendal de internos muertos. Sobre las 3 de la mañana del 19 de diciembre, la “paz” de los cementerios ya reinaba en el penal.
Aunque las cifras varían según las fuentes, el consenso general es que fueron asesinados 13 agentes penitenciarios y 23 reclusos. Este violento hecho fue llevado a la pantalla grande en 1964, con el film “Los evadidos”, protagonizado por Tita Merello, Juan Carlos Altavista y Jorge Salcedo.
Al otro día, los diarios dieron cuenta de los pormenores del sepelio de los penitenciarios asesinados en el motín: el discurso del Director Nacional Miguel Ángel Paiva, que les otorgó el ascenso post mortem, las sentidas palabras del Jefe de Policía Carlos Alberto Murio y el dolor de los familiares. También hubo lugar para que algunos medios se interrogaron acerca del porqué del motín que había conmocionado a la sociedad y quiénes eran los culpables. Así, uno de ellos concluía afirmando que “…ya se habla de castigos pero realmente ¿quién merece ser castigado, los reclusos o un régimen penal que no es el más adecuado para seres humanos y del que en lugar de surgir un hombre redimido sale un nuevo delincuente?”.
Jorge Nuñez es Historiador e Investigador de CONICET-UBA
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