Mary Ellen Wilson nació en marzo de 1864 en Nueva York, Estados Unidos. Murió 92 años después: crió tres hijos de su pareja, dos propios y uno adoptado. Vivió muchos años. Vivió una vida normal cuando procuró enterrar su niñez, su primera década de vida. La descartó, la censuró. Había sido víctima de un adoctrinamiento sistemático de crueldad y degradación. La abandonaron, la torturaron, la usaron para canalizar miserias íntimas. Su historia resultó ser un caso sin precedentes, un hecho que inventó una jurisdicción: el caso Mary Ellen. Sus hijos y sus nietos la describieron amable, cariñosa, no adepta a las formas de crianza disciplinada. Había aprendido.
Hija de Thomas Wilson, un inmigrante irlandés que trabajaba en la cocina del hotel St. Nicholas pelando ostras, y de Frances Connor, una inmigrante inglesa que trabajaba en la lavandería del mismo hotel. Se casaron en abril de 1962 y se establecieron en los suburbios neoyorquinos donde crecía la afluencia de inmigrantes y se cocinaba la multiculturalidad de la ciudad. Al poco tiempo él fue reclutado para pelear en la guerra civil. En 1864, el mismo año en que nació su hija (Mary por su madre y Ellen por su hermana), murió en la Segunda Batalla de Cold Harbor, Virginia.
La tragedia temprana alteró los planes familiares: obligó a la mujer a trabajar turnos dobles en una lavandería del hotel. Para cuidar a su hija contrató a Martha Score, que vivía en Mulberry Bend en el Lower East Side, un barrio bañado por las olas del río East y fundado por los primeros inmigrantes neoyorquinos. La segunda casa de Mary Ellen eran habitaciones pequeñas, abarrotadas y cerradas. La pensión de viudez de dos dólares se ocupaba de cubrir los costos de la asistencia.
La situación económica de Francis empeoró sin pausa. Las reseñas históricas no se ponen de acuerdo. The New York Times, que documentó la crianza de Mary Ellen Wilson desde un estrado, publicó en 2009 una nota firmada por Howard Markel -doctor en pediatría, psiquiatría y profesor en historia de la medicina en la Universidad de Michigan-: contó que la mujer perdió su trabajo y como no podía costear más el cuidado de su hija, debió enviarla a un orfanato.
Medium, en una investigación realizada por la periodista italiana Giulia Montanari, relató que por un retraso en los pagos y porque no quería hacerse cargo gratuitamente de una niña que no fuera su hija, tres semanas después del retraso de los pagos Score se la entregó al Departamento de Caridades de la Ciudad de Nueva York. El artículo dice, incluso, que cuando la madre biológica recompuso su estabilidad financiera le negaron la devolución de su hija alegando que la menor había muerto.
Mary Ellen tenía apenas dos años cuando dejó de ver a su madre biológica. Su tercer hogar fue la isla de Blackwell, hoy Roosevelt Island, en julio de 1865. Allí funcionó durante todo el siglo XIX el basurero humano de Manhattan. Era cárcel, manicomio, hospital dedicado a controlar enfermedades contagiosas, reformatorio y asilo para pobres. En estas dos últimas acepciones, se justificaba la presencia de la niña. Su futuro pronosticaba desolación: vivía con un grupo de enfermos que no alcazaban a vivir la adolescencia.
A comienzos del año siguiente, el Departamento de Caridades aprobó (o tal vez forzó) la adopción a un matrimonio de Manhattan: Thomas y Mary McCormack. Establecieron un reporte anual de las condiciones del trámite de adopción: no se cumplió. El expediente tampoco se completó debidamente. El proceso fue irregular e ilícito. Incluso, según apuntan algunos informes, Thomas McCormack firmó un acuerdo de “contrato”: convertía a su hija en una sirvienta no remunerada de forma indefinida. Mary Ellen vivió ocho años en su cuarta casa. Solo hubo dos presentaciones de informes -probablemente adulteradas- sobre su progreso ante los Comisionados de Caridades y Corrección.
Thomas McCormack, como su padre biológico, murió pronto. Mary volvió a formar pareja: se casó con Francis Connolly. El padecimiento de Mary Ellen había sido poco hasta entonces. “Infeliz y abrumada, la madre adoptiva empezó a abusar físicamente de su hija”, apunta la nota de The New York Times. El maltrato se manifestaba en golpes, quemaduras, cortes, azotes, suciedad, encierro, confinamiento, trabajo forzoso, dormir en el piso, prohibiciones. Mary Ellen no conocía otra forma de vida que sufrir y servir a su madre adoptiva. Cuando ella se iba de la casa, la dejaba encerrada en un armario sin luz y con una alfombra donde descansar. O la dejaba atada a una cadena, como si fuese un perro: la analogía que paradójicamente se documentó para liberarla del calvario.
Vivían en West 41st Street, en un barrio de Manhattan conocido como Hell’s Kitchen, “la cocina del Diablo”. La dimensión del destrato alertó a los vecinos. Margaret Bingham, propietaria de la vivienda donde vivían los Connolly, presenció el horror: en días calurosos la dejaban encerrada en un cuarto sin ventilación, en días fríos estaba desabrigada, su ropa era siempre la misma, los golpes y la desatención eran rasgos evidentes. Quiso intervenir. No pudo. Amenazó con desalojarlos: el ultraje no cesó y el matrimonio se mudó. El plan no funcionó y la mujer recurrió al Departamento de Caridad Pública y Corrección que administraba la casa de beneficencia, la cartera de trabajo, los manicomios, los orfanatos, las cárceles y los hospitales públicos de la ciudad. El relato inspiró a la investigadora Etta Angell Wheeler, una trabajadora social metodista y empedernida que ideó una estrategia para constatar la vejación.
Había una anciana enferma de tuberculosis que necesitaba ayuda periódica, la señora Mary Smitt. La usó para entrar a la casa de los Connolly. La autora e investigadora de literatura, género y teoría éticas Marian Eide citó a Wheeler en un artículo publicado por la revista legendaria American Heritage: “Era diciembre y el clima era terriblemente frío. Era un ácaro diminuto, del tamaño de cinco años, aunque, como luego apareció, tenía nueve. Estaba lavando los platos, luchando con una sartén tan pesada como ella. Al otro lado de la mesa había un látigo de hilos de cuero y los brazos y piernas mostraban muchas señales de su uso. Pero la parte más triste de su historia estaba escrita en su rostro, en su expresión de represión y miseria, el rostro de un niño no amado, de un niño que solo había visto el lado temible de la vida”.
La trabajadora social certificó las sospechas: la niña de nueve años que parecía de cinco tenía en su cuerpo un mapa de quemaduras, moretones, raspones, cicatrices, cortes, heridas en sanación, heridas frescas, la piel estaba pálida, la ropa permanecía sucia, la contextura diagnosticaba delgadez y la mirada denotaba sumisión, indefensión. “No la volví a ver hasta el día de su rescate, tres meses después”, expresó Wheeler.
Era 1874. En Nueva York, los animales maltratados tenían un lugar donde recibir amparo. Los niños no. Los niños eran propiedad de los padres y lo que ocurriera con ellos representaba asunto privado. “A principios de 1874 no existían medios legales en los Estados Unidos para salvar a un niño del abuso”, describió Marian Eide. Las legislaciones vigentes protegían a los menores de las agresiones pero no había leyes que permitieran intervenir en los hogares donde eran agredidos. Wheeler motorizó la ayuda: la policía le dijo que debía presentar pruebas de las lesiones y las organizaciones benéficas no supieron cómo instrumentar la asistencia. Los rechazos y las penurias legales habilitaban la noción de que Mary Ellen debía estar agradecida con su familia por haberle dado un hogar y no dejarla en la calle.
La solución la encontró la sobrina de Etta Wheeler. Le dijo, sencillamente, que la niña pertenecía también al reino animal. Esa idea inocente inspiró su reacción para explorar una compensación, un vericueto legal. Apeló a Henry Bergh, un reconocido reformador social. Hijo de Christian Bergh III, un exitoso constructor de barcos, vivió en la abundancia. No pudo graduarse en Columbia. Quiso ser actor y dramaturgo. Pero se convirtió en diplomático estadounidense. Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos, lo nombró secretario de la delegación en Rusia.
Era 1963 y Mary Ellen Wilson no había nacido. Bergh vio cómo un campesino golpeaba a un caballo herido: no lo toleró. El libro Un traidor a su especie: Henry Bergh y el nacimiento del movimiento por los derechos de los animales relata en profundidad la causa de un millonario reconvertido en activista. Su autor, el historiador Ernest Freeberg, contó que en esencia no era un amante de los animales: lo que le indignaba era la crueldad humana. “La gente lo consideraba el gran amante de los animales pero en realidad no le gustaban mucho. No tenía mascotas, no expresaba ningún afecto real por los animales, pero odiaba la crueldad humana”.
Lo que Bergh propuso fue revolucionario: le enseñó a la ciudadanía que los animales sentían dolor y podían tener derechos. Renunció a su cargo y volvió a Nueva York dispuesto a edificarle un marco legal a su idea. Tres días después de que se aprobara la primera legislación efectiva contra la crueldad animal en los Estados Unidos por la Legislatura del Estado de Nueva York que él mismo había estimulado, fundó la Sociedad Estadounidense para la Prevención de la Crueldad contra los Animales (ASPCA). Era abril de 1866.
Por eso, ocho años después, Etta Wheeler lo visitó. Él, amable, eligió ser cauteloso. Antes de ejercer su intervención, debía estudiar el caso con documentación y testimonios de testigos. Cuando lo hizo, se convenció. “No hay que perder tiempo. Dígame cómo proceder”, le dijo a su abogado, Elbridge Thomas Gerry. Necesitaba una comprobación visual que atestiguara el martirio: un investigador se presentó en la casa de los Connolly como representante de un censo de la ciudad. Con pruebas sólidas, presentaron el caso ante la Corte Suprema del Estado de Nueva York.
Los abogados comparecieron ante el juez Abraham Riker Lawrence: denunciaron que Mary Ellen Wilson estaba retenida ilegalmente en una casa con dos adultos que no eran sus padres biológicos ni sus tutores legales que la sometían a golpes y encierro. Argumentaron que de consistir en estas prácticas violentas, la niña podría ser mutilada o asesinada. Bergh aclaró que no se había involucrado en carácter de activo militante por la protección de los animales. “A menudo se describe que el caso se originó porque el niño era miembro del reino animal. Bergh, sin embargo, insistió en que sus acciones eran simplemente las de cualquier ciudadano humano y que tenía la intención de prevenir las crueldades infligidas a los niños a través de cualquier medio legal disponible”, especificó la escritora Marian Eide.
Bergh se encargó de articular la opinión pública: promovió la conciencia ciudadana desde su carisma y los impulsos de su movimiento humanitario y convocó al New York Times para que asistiera a todas las audiencias. La cobertura fue pública y los testimonios también. Gerry, el abogado, había aplicado un innovador recurso de la “Ley de habeas corpus”. El juez solicitó que la niña concurriera a la sala del tribunal el 9 de abril de 1874. Vestía ropa rota y sucia, tenía marcas visibles de golpes y un pronunciado corte hecho con una tijera que unía el párpado del ojo izquierdo con la mejilla: su aspecto era un indicio.
En el estrado testificó lo que habían hecho de ella en los últimos ocho años. El relato es escalofriante: “Mi padre y mi madre están muertos. No sé cuántos años tengo. No recuerdo ningún momento en el que no viviera con los Connolly. Mamá tiene la costumbre de golpearme casi todos los días. Solía castigarme con un látigo retorcido, un cuero crudo. El látigo siempre dejaba una marca negra y azul en mi cuerpo. Ahora tengo las marcas negras y azules en mi cabeza que fueron hechas por mamá y también un corte en el lado izquierdo de mi frente que fue hecho con un par de tijeras. Me golpeó con las tijeras y me cortó. No recuerdo haber sido besado por nadie, nunca me ha besado mamá. Nunca me han acariciado. Nunca me atreví a hablar con nadie, porque si lo hacía me pegaban. He visto medias y otras prendas en nuestra habitación, pero no puedo ponérmelas. Siempre que mamá salía, me encerraban en el dormitorio. No sé por qué lo hacían, mamá nunca me dijo nada cuando me golpeaba. No quiero volver a vivir con mamá, porque me pega mucho. No tengo ningún recuerdo de haber estado en la calle en mi vida”.
Al día siguiente, un artículo publicado en el medio estadounidense decía: “Es una niña brillante, con rasgos que indican una capacidad mental inusual, pero con un aspecto cansado, atrofiado y prematuramente viejo. Su aparente estado de salud, así como su escaso vestuario, indicaban que ningún cambio de custodia o condición podría ser mucho peor”.
Mary Ellen fue liberada de su casa a través de una orden judicial de homine replegiando, un recurso legal para restituir a una persona de una detención ilegal bajo fianza. Mary Connolly, la madre abusiva, compareció ante los tribunales ese mismo año. El 21 de abril fue declarada culpable de agresión grave y condenada a un año de trabajos forzados en una penitenciaría. Su hija adoptiva de diez años fue trasladada luego del juicio a un albergue institucional para niñas adolescentes.
Su quinto hogar tampoco era acorde para una niña de su edad. Etta Wheeler volvió a intervenir y solicitó la custodia permanente. El juez Lawrence aceptó: Mary Ellen fue enviada a la casa de la madre de la trabajadora social, Sally Angell, y luego -ante la muerte de la mujer- quedó bajo el amparo de la hermana menor de Etta Wheeler, Elizabeth, quien finalmente crió a la menor que sobrevivió sus primeros días años bajo el sometimiento de sus padres adoptivos. Mary Ellen vivió un resto de vida mejor. Se casó en 1888, a sus 24 años, con Lewis Schutt, un hombre que ya había tenido tres hijos. Juntos concibieron otros dos: Etta, en honor a la mujer que la rescató, y Florence. También adoptaron a Eunice, su sexto hijo.
El 15 de diciembre de 1874, meses después del juicio, el activista Henry Bergh, el abogado Elbridge Gerry y el filántropo John Wright crearon la Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Niños (SPCC). La entidad rescata el propósito en palabras de Gerry: “Rescatar a los niños pequeños de la crueldad y desmoralización que engendran el descuido, el abandono y el trato indebido; ayudar por todos los medios legales en la aplicación de las leyes destinadas a su protección y beneficio; asegurar por medios similares la pronta condena y castigo de todas las personas que violen tales leyes y especialmente aquellas personas que maltraten cruelmente y descuiden vergonzosamente a los niños pequeños de quienes reclaman el cuidado, la custodia o el control”.
El martes 27 de abril de 1875, la SPCC integró el nombre de la ciudad y se renombró como Sociedad de Nueva York para la Prevención de la Crueldad contra los Niños (NYSPCC). Se consideran la primera agencia de protección infantil del mundo. Asumen e informan que en su génesis, en su raíz, vive la memoria de Mary Ellen Wilson.
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