Regresaba reivindicado de la misma ciudad que había tenido que abandonar. Volvía reconocido. Pero volvía irremediablemente muerto. El domingo 20 de diciembre de 1829, un año y una semana después de haber sido fusilado, entró a la ciudad de Buenos Aires la urna con los restos de Manuel Dorrego. Cuando la carroza estuvo a la altura del pueblo de Flores, el centenar de ciudadanos que había ido a su encuentro, desengancharon los caballos y condujeron el carruaje a pulso hasta la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Piedad. Un grupo de curas se había adelantado cuatro cuadras a recibir la carroza, en medio de la gente que se agolpaba en las calles y que muchos pujaban por entrar al templo colmadísimo, donde se ofició una misa.
Toda la ciudad le rindió homenaje. Los soldados con brazaletes negros, las banderas con crespones, las campanas de las iglesias desde el mediodía de ese día hasta las 8 de la noche del siguiente no dejaron de tocar a muerto y hasta los postes de la vereda los cubrieron con ramos de olivo.
En un cortejo encabezado por el gobernador Juan Manuel de Rosas, quien había asumido la gobernación el 8 de diciembre de ese año, y detrás sus funcionarios -todos de luto- acompañaron los despojos a una capilla, donde se volvió a rezar. Cañonazos cada media hora, altares alusivos, guardias de honor. Todo refería al desgraciado que había sido fusilado en San Lorenzo de Navarro.
Al día siguiente hubo más misas y procesiones. Nuevamente la iglesia, más ceremonias, más cañonazos, otros recuerdos y alabanzas. A las seis de la tarde todos fueron al cementerio, al que llegaron dos horas después. Dicen que el gobernador estaba conmovido. Cuando éste dejó caer una guirnalda sobre la fosa, todo concluyó.
Para Manuel Críspulo Bernabé do Rego todo comenzó el 11 de junio de 1787 cuando nació en esta ciudad. Estudió en el Colegio de San Carlos y luego jurisprudencia en Chile, donde participó en 1810 de la revolución. Incorporado al Ejército del Norte, las dos heridas en el combate de Sipe-Sipe le valieron el ascenso a teniente coronel.
Volvió a demostrar su arrojo en las batallas de Tucumán y Salta, al mando de Belgrano, quien lo ascendió a coronel. Era tan valeroso como indisciplinado e irreverente, lo que le valió varios arrestos. Debido a su temperamento, el creador de la bandera lo marginó de la campaña que finalizaría con las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma. Belgrano llegó a decir que con Dorrego a su lado, no hubiese sido derrotado en estos combates.
Cuando San Martín se hizo cargo del Ejército del Norte, también fue sancionado por burlarse en público de Belgrano. Volvería a las armas para pelear contra Artigas.
En 1815 se casó con Angela Baudrix, a pesar de la oposición de los padres de ella. Tendría dos hijas: Isabel, en 1816 y Angelita, en 1821. Su oposición al Director Pueyrredón le valió un destierro, que debía ser en Santo Domingo, pero que las contingencias lo dejó en Estados Unidos, donde vio el funcionamiento del federalismo. Cuando regresó, el país era un caos y la anarquía del año 20 de pronto lo sorprendió como gobernador interino. Con Martín Rodríguez y Rivadavia en el poder, debió alejarse nuevamente. En 1827, luego de haber caído el gobierno, el Partido Federal lo nombró gobernador en agosto. Había recibido el apoyo de las provincias para continuar la guerra con Brasil y llegar a una paz aceptable.
Presionado por los ganaderos y por la diplomacia inglesa y obstaculizado su propio gobierno por la burocracia que aún respondía a Rivadavia, debió rubricar la paz con Brasil, por la que aceptaba la independencia de la Banda Oriental. El coronel, de pensamiento auténticamente federal, de fuerte predicamento entre los gauchos y los más humildes, debió enfrentar el descontento de las tropas al sentirse traicionadas por el acuerdo de paz. Y comenzó la conspiración.
Que Juan Galo de Lavalle intentaba derrocarlo, fue una de las tantas advertencias que desechó. Pero lo cierto era que la revolución era un secreto que todos conocían. El antiguo granadero no estaba solo, sino que viejos compañeros de armas, como Soler, Alvear, Paz y otros tramaban a sus espaldas. Lavalle era un militar de 31 años recién cumplidos que había alcanzado su prestigio en los campos de batalla, primero con la campaña libertadora de San Martín y luego en la guerra contra el Brasil. En buena ley se había ganado el apodo de “el león de Río Bamba”.
Ante el avance de las tropas de Lavalle, que no quería saber nada con parlamentar, el 1 de diciembre de 1828 Dorrego debió dejar la ciudad y se dirigió a la estancia de Rosas. Una elección exprés de unitarios realizada a la una de la tarde en la capilla de San Roque ungió a Lavalle gobernador por 79 contra dos, uno por Carlos de Alvear y el otro para Vicente López.
En su huida al sur de la provincia, descartó el consejo de Rosas de ir a Santa Fe, dominios del caudillo Estanislao López. Decidió lo peor: enfrentar a las tropas de Lavalle en Navarro, con 2000 hombres y cuatro piezas de artillería, sumados unos doscientos indios pampas, que tenían sus tolderías en los dominios de Rosas. Este se quejaría más tarde: “Yo se muy bien que Dorrego es un loco”.
El 9 de diciembre fue rápidamente derrotado y en su huida, fue traicionado por dos oficiales a los que consideraba leales, Bernardino Escribano -que el año anterior había fundado Junín- y Mariano Acha. Dorrego fue arrestado en Salto y llevado a Navarro, donde acampaba Lavalle. Su primer impulso fue la de escribirle a Guillermo Brown, interinamente a cargo del gobierno. Le pidió garantías para dejar el país.
El general golpista era presionado por los hombres de levita de Buenos Aires. El 12 por la noche, recibió una misiva de Juan Cruz Varela: “Este pueblo espera todo de usted, y usted debe darlo todo (…) Cartas como estas se rompen…” Del Carril le enviaría cinco. En una afirmaba que “este país se fatiga 18 años hace, en revoluciones, sin que una sola haya producido un escarmiento (…) habrá usted perdido la ocasión de cortar la primera cabeza a la hidra…”
Dorrego había llegado a las 13 horas del 13 de diciembre, escoltado por cincuenta hombres del Regimiento de Húsares al mando del coronel Federico Rauch, y quedó detenido en el casco de una estancia. El general golpista, alojado en el establecimiento de Juan de Almeyra, al norte de Navarro, se negó a recibirlo, mientras el detenido esperaba expectante en el carruaje.
Tamaña sorpresa le produjo a su edecán, Juan Estanislao Elías, cuando su jefe le ordenó comunicarle a Dorrego que, en el término de una hora, se lo fusilase por traición.
Dorrego no lo podía creer. “¡Santo Dios!” exclamó mientras se golpeaba la frente. “A un desertor al frente del enemigo, a un enemigo, a un bandido, se le da más término y no se lo condena sin permitirle su defensa. ¿Dónde estamos? ¿Quién ha dado esa facultad a un general sublevado? Hágase de mi lo que se quiera, pero cuidado con las consecuencias”, le dijo a Lamadrid.
Dorrego pidió hablar con Lavalle. Este se negó. “General, por qué no lo oye un momento aunque lo fusile después”, intercedió Gregorio Araoz de Lamadrid. “¡No lo quiero!”, gritó.
Es que en una reunión la noche previa al estallido del golpe, lo convencieron de que Dorrego debía morir. Julián Seguro Agüero, Salvador María del Carril, los hermanos Florencio y Juan Cruz Varela, Ignacio Alvarez Thomas, José Miguel Díaz Vélez, Valentín Alsina encabezaban la lista de conspiradores. También Rosas estaba en la lista de individuos a matar, pero Lavalle se negó.
Dorrego pidió un cura y lápiz y papel. Le escribió a su esposa: “Mi querida Angelita: En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir. Ignoro por qué; más la Providencia divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mi. Mi vida: educa a esas amables criaturas. Se feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado Manuel Dorrego”.
Luego, fue el turno de sus hijas. “Mi querida Angelita: te acompaño esta sortija para memoria de tu desgraciado padre”; “Mi querida Isabel: te devuelvo los tiradores que hiciste a tu infortunado padre”.
Otra carta fue para Estanislao López, y le pidió que perdonase a sus victimarios, y que su muerte no fuera causa de más derramamiento de sangre.
Se confesó con el padre Juan José Castañer, el cura de Navarro, que era su primo. Siempre estuvo acompañado por Lamadrid, su amigo y adversario ocasional. Dorrego era padrino de Bárbara, una de sus hijas. Este valiente hasta la temeridad, no tuvo el valor de acompañarlo en el último momento. A pedido de Dorrego, le dio su chaqueta para morir, ya que el condenado le pidió que le acercase la suya a su esposa, junto con sus tiradores y un anillo para sus hijas. Todo lo que tenía.
En compañía del cura, caminó unos cien metros hasta un corral, ubicado detrás de la iglesia de Navarro. Se le vendó los ojos con un pañuelo amarillo. Lo esperaba un pelotón del 5° de Línea al mando del capitán Páez. Y a las 14:30 fue fusilado. El propio padre Castañer lo enterró.
Lavalle asumió toda la responsabilidad. “Participo al Gobierno Delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden, al frente de los regimientos que componen esta división.
La Historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el señor Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público. Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la muerte del coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo hacer en su obsequio. Saludo al señor ministro con toda consideración,
Juan Lavalle.”
La noticia cayó de la peor manera en Buenos Aires, que se enteró del desenlace al día siguiente. Juan Manuel Beruti escribió en sus Memorias Curiosas que “mientras gobernó, no hizo mal a ninguno; no entró al gobierno por revolución sino por la junta de la provincia que lo nombró”. El cónsul norteamericano escribió que “es difícil describir el pavor y profunda tristeza que esta noticia ha infundido en la ciudad”.
Lavalle intentó justificarse cuando dijo que “sacrifiqué a Dorrego con la intención más sana”. Sin embargo, en sus memorias Félix Frías recordó que Lavalle “comenzó a sentirse atormentado por esta decisión. Con los años la carga no haría más que incrementarse de una manera insoportable”. Del Carril le aconsejó mentir y labrar un acta falsa.
La situación política fue capitalizada por Rosas, que comenzó su rápido camino al poder desde la campaña bonaerense. Lavalle terminaría retirándose. Hasta el fin de sus días, siempre recordó el 13 de diciembre.
Cayeron en saco los reclamos de la viuda Angela Baudrix para obtener la pensión que le correspondían por su marido militar y gobernador. Debería esperar 17 años para que Rosas autorizase el reconocimiento. Mientras tanto, tanto ella como sus hijas se emplearon como costureras en la ropería de Simón Pereyra, proveedor del Ejército. Una de sus hijas nunca se casó, y desde el día del fusilamiento de su padre, siempre vistió de luto.
En 1868 Mariano Miró inauguró su mansión, en la manzana comprendida entre Avenida Córdoba, Viamonte, Libertad y Talcahuano. Once años más tarde, justo enfrente se instaló el monumento a Juan Lavalle. Para la esposa de Miró fue como una burla atroz: ella era Felisa Dorrego, sobrina del fusilado. Desde ese momento hasta el día de su muerte, puertas y ventanas que daban al monumento permanecieron siempre cerradas. En repudio al que había ordenado el fusilamiento de quien tuvo que pedir prestada una chaqueta para morir.
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