A Esteban nunca le pareció una tarea difícil conquistar el mundo. Siempre creyó que con esfuerzo todo era posible.
Incluso, cuando tenía seis o siete años y se bañaba a puro baldazo, con el agua que había arrastrado unos cien metros en un palo atravesado sobre los hombros, hasta su rancho.
Incluso, cuando leía a la luz de la luna un viejo libro que encontró de Albert Camus, en francés, y no entendía ni una jota.
Incluso, cuando no tenía suficientes palabras en su vocabulario para expresar lo que querría ser cuando fuera grande.
A él, el chico pobre de mechas rubias y ojos soñadores, los sueños no le estaban vedados.
El día que se quebró su infancia
Tenía unos seis años cuando su felicidad sufrió la primera detonación. Vivía en La Falda, en la provincia de Córdoba, en una agradable casa de techo a dos aguas, con su papá Pedro Cichello Hübner (mecánico de motos), su madre Ester Gracia y su hermano mayor, Daniel.
Habían salido a pasear por el centro con Ester cuando de pronto vieron a su padre, Pedro, contra una pared besuqueándose con la rubia Betty.
Ese mismo día se desató el fin de los tiempos felices.
Fue testigo, por primera vez, de la violencia.
Golpes del padre, sartenes por el aire, un arañazo de su madre en el labio superior de Pedro que deja una cicatriz para siempre. Y, en el corazón de todos, otras heridas que sangrarán eternamente.
Ahí mismito Ester hizo los bolsos. Unos pocos petates y se marcharon los tres a la estación de ómnibus de La Falda.
“Ver una escena de tal magnitud de violencia fue una hecatombe en mi infancia. Fue traumático”, recuerda hoy el profesor Cichello Hübner desde Gran Bretaña.
El rancho y otro golpe
Viajaron 770 kilómetros y llegaron, esa primavera, a un terreno que había comprado, en cuotas, su abuela materna Raquel. La casita cómoda de La Falda poco tenía que ver con este rancho precario en medio de los pastizales. Un cuadrado de seis metros por seis, sin paredes ni revoques, con piso de tierra y chapas como techo, era su nuevo hogar. Parecía campo, pero estaban en un barrio que hoy cotiza alto: Lomas de San Isidro. El rancho no tenía piso, ni baño, ni cocina. Menos calefacción. Se ubicaron en dos camas: una la ocupaba la abuela Raquel con su último hijo Marcelo, que tenía la edad de Daniel; la otra, Ester con sus dos hijos.
Raquel, con su magro sueldo, era el sostén económico de la familia. Trabajaba de mucama en un centro de asistencia pública, algo intermedio entre un hospital de verdad y una salita de primeros auxilios.
Cuando llegó el invierno, el viento helado se colaba por las tablas superpuestas que hacían de paredes y se hacía sentir. Raquel tuvo una buena idea: traerse, de la basura del centro asistencial, las cajas de las radiografías marca Kodak. Estaba maravillada con el cartón grueso que fabricaban los japoneses. Las abrió y las clavó cubriendo las ranuras. Así evitaba que se colaran los chifletes helados. Cuando se le acabaron las cajas usó, con idéntico fin, latas de aceite Cocinero y de Shell. Las aplanaba a martillazo limpio para clavarlas contra las tablas. Ester, por su parte, se hizo toda una experta en mezclar engrudo con diarios viejos para mejorar el aislamiento. El agua debían acarrearla de lejos y se iluminaban con lámparas a kerosene o con velas. Bañarse era una proeza. Leer aún más. Pero Esteban tenía muy buena vista y mejor espíritu.
Un día Pedro, el padre ausente, cayó de sorpresa y se llevó, por la fuerza, a los chicos. Había puesto un criadero de conejos por ahí cerca. Ester tuvo un susto de muerte. Las cosas terminaron con un abogado que obligó a los niños a elegir con quién vivir. Daniel se fue con su padre, con quien hizo una vida mucho más acomodada. Esteban eligió quedarse en la precariedad, pero con el amor materno del cual no quería prescindir.
No pasaría mucho tiempo hasta que un segundo golpe noqueó a la familia. Fue una mañana común y corriente, a las 5.30. Era la hora en que Raquel iba a trabajar en el colectivo 707. Al bajar del transporte, en avenida Márquez, un auto Renault conducido por un borracho, la atropella. Raquel muere después de 42 horas en coma.
Sin ella, la familia queda devastada, en la indigencia. Ester está a cargo de sus dos hijos y de un pequeño medio hermano, sin empleo, sin luz, sin agua, sin nada.
La gallina de los huevos de oro
La suerte empieza a cambiar cuando, conmovidos, en el trabajo de Raquel le ofrecen el mismo empleo a Ester. Esteban recuerda con humor que fue, por entonces, que aprendió el significado de la palabra nepotismo. Ya estaba obsesionado con el poder de las palabras.
Un tiempo después, la amiga de una amiga de una amiga, les regaló una antigua bomba de agua de hierro. Había que irla a buscar a Grand Bourg. Allí fueron y volvieron en tren. Pesaba una tonelada, pero para ellos era oro en polvo. Lograron perforar la tierra e instalarla. Cuando dieron los primeros bombazos y salió agua, Ester dijo enferma de felicidad: “Aquí se acabaron nuestras penurias”. Y se pasó un buen rato salpicando a Esteban.
Con tierra negra y agua, sienten que están salvados. Ester planta zapallitos, tomates, caña de azúcar… Arma un gallinero para la gallina Zulema y un gallo.
“¡Zulema nos dio de comer durante años!”, sonríe nostálgico al rememorar aquellos tiempos.
Trabajar desde los nueve
Esteban comenzó a trabajar a los nueve años. Lo hacía en la Despensa Lolita, desde las 9.30 hasta las 12.30, horario en que se iba apurado para el colegio. En la despensa limpiaba las heladeras, acomodaba cajas y envolvía huevos con papel de diario.
Hoy, desde su departamento en Oxford, Esteban ironiza: “¿A quién se le ocurre ser pobre en un barrio de ricos?” y reflexiona: “El ábrete sésamo de mi vida fue la lectura (...) Yo me rehusaba a ser pobre de palabras. Los diccionarios me apasionaban. Como no me alcanzaba el dinero para comprarlos me puse a juntar unos cables negros, los quemaba y, después, vendía el cobre que quedaba. Con eso, un día, me compré un diccionario de inglés”.
Una vecina del rancho en el que vivían, llamada Fernanda Fernández, tenía unos discos de vinilo para aprender inglés, ese idioma que tanto le llamaba la atención. Esteban los descubrió y le rogaba con insistencia que se los pusiera... ¡Quería aprender como fuera! Fernanda le decía “traeme unos huevos de Zulema y te los pongo…”. Y así empezó su romance con esta lengua que hoy habla como un verdadero nativo.
Por esos tiempos, en un cumpleaños, su padre apareció con un maravilloso tren eléctrico que no había dónde enchufar. Esteban no protestó, solo hizo lo que suele hacer un resiliente: lo empezó a empujar con sus manos y lo convirtió en un convoy de vagones de tracción a sangre.
Ese tren jamás se detendría.
Aunque, a veces, se rateaba para poder ver su programa favorito, el de su adorada Mirtha Legrand, Esteban estudiaba con ahínco. También solía soñar despierto con tener un par de zapatos que no hubieran conocido otros pies.
Malas elecciones
En el camino de la vida, su madre volvió a creer en el amor. Se casó y tuvo dos hijos más: Marcos David (que murió a los 20 años por sobredosis) y Claudia Noemí. Mejoraron un poco el rancho, ya tenían electricidad, pero no mucho más. El problema era que Ester no tenía demasiado tino para elegir maridos. Este era algo peor que ausente, era golpeador y alcohólico.
En el rancho había poco espacio. Así que Esteban vivió, por un tiempo, en la casa de unos tíos paternos que habían perdido a un hijo. No duró mucho esa convivencia porque su tía enfermó gravemente y Esteban tuvo que volver. Por suerte, el ebrio marido de su madre no andaba demasiado por ahí, más bien andaba perdido entre copa y copa. Años después, una cirrosis lo mandó para el otro mundo.
Esteban comenzó con la búsqueda de mejores trabajos mientras seguía con sus estudios. No era fácil porque, con 16 años, nadie lo tomaba. Aun así consiguió trabajar para un laboratorio dental repartiendo dentaduras, puentes y coronas. Ese camino transitaba cuando un día, en un tren, conoció a un señor que le dijo que podía darle trabajo. Primero se negó, pero terminó aceptando. El señor era el fundador de Festo Argentina, una compañía alemana de automatización industrial que le puso una sola condición: debía seguir estudiando.
De la pobreza se sale
Cumplió. Esteban terminó, en 1987, el secundario especializado en Letras. Lo hizo cursando en el turno noche, en el Colegio Nacional Juan José Paso, en el barrio de Once de la capital. Fue en ese establecimiento que un profesor de geografía -que jamás había puesto un pie fuera de la ciudad de Buenos Aires- le despertó la pasión por los mundos lejanos. Le dijo: “Uno tiene que viajar primero por los países de dónde es su sangre”. Esteban empezó a edificar nuevos sueños y pensó en Italia, en Israel, en España…
De casualidad, cayó en sus manos un libro de un autor coreano que lo marcó: “Ahí leí que uno se debía embarazar de las cosas que deseaba para su vida. Si uno soñaba con una bicicleta, era muy factible que tuvieras esa bicicleta… pero el sueño tenía que ser muy claro: tenías que soñar el color, el rodado, la marca , el tamaño y hacer todo lo posible para tenerla”, recuerda Esteban.
Su próximo trabajo fue en el Hotel Conquistador, en la calle Suipacha. Por esos tiempos, se obsesionó mirando otro hotel de la zona: el magnífico Sheraton. Se le metió en la cabeza que quería trabajar allí. Educado, bajito, emprendedor, audaz, súper prolijo… se ve que decirle que no a Esteban era difícil. Consiguió un puesto. Tenía que repartir los mensajes por cientos de habitaciones. Iba con su enorme bolsa subiendo por los ascensores y bajando por las escaleras, piso por piso, cuarto por cuarto. Un día le ofrecieron ir a trabajar al Hotel Géminis, en Las Leñas. Se animó y se instaló en Mendoza. Como en la montaña no tenía en qué gastar, juntó plata para empezar a concretar sus postergadas fantasías.
Los sueños se cumplen
Llegó el momento tan anhelado y el sueño de conocer Israel se concretó. Esteban tenía 20 años y llegó a ese país para instalarse en un Kibutz. Cosechaba paltas, fabricaba pan, limpiaba gallineros. A los cinco meses se cansó de esa vida rural y decidió probar suerte en otra cosa. Se dirigió al hotel Sheraton de Tel Aviv y, muy caradura, pidió ver al Gerente General. Le preguntaron quién era él y respondió sonriente: “Soy Sheraton Argentina”. El Gerente General lo atendió. Le contó que él había comenzado como mozo en el Sheraton de Frankfurt y le dijo que sabía muy bien lo que significaba el esfuerzo. Esteban apenas si sabía algo de hebreo, pero lo tomó de todas maneras y lo puso como “dador de llaves”. “No me daba ni para conserje”, se ríe al hacer memoria. Pero le quedó claro que debía aprender hebreo.
Como no tenía dinero, esos primeros treinta días, durmió en la playa frente al hotel. Cuando cobró su primer sueldo, alquiló una habitación en la casa de unos marroquíes. Pidió trabajar turno noche para poder estudiar hebreo por la mañana.
Y, cuando supo manejar bien la lengua, se anotó en la Universidad Hebrea en Jerusalén para estudiar Relaciones Internacionales y Ciencias Políticas. La universidad podía pagarla prestando servicios sociales. Cumplió la nueva misión y se recibió con honores (Summa Cum Laude) por su buen promedio.
Desde que había visitado, en un viaje a Gran Bretaña, la Universidad de Oxford, tenía otro gran sueño: estudiar allí. De hecho, entre las páginas de su Torá, había puesto a modo de cábala, la foto de aquella visita.
“Siempre hay que anhelar lo mejor. Nunca pichulear, la vida es muy corta. Yo deseaba seguir estudiando y entrar a la mejor universidad del mundo”, confiesa. Mandó solicitudes a las más célebres universidades del planeta. La sorpresa no pudo ser más grande cuando cuatro de ellas le respondieron que lo habían admitido: Oxford, Cambridge, Johns Hopkins y Stanford.
Tres carreras y… ¡profesor!
Había un problema: para Oxford necesitaba 11 mil libras esterlinas. Y él no tenía ni una.
Empezó entonces a aplicar para distintas becas. Consiguió algunas, pero no le alcanzaba el dinero. Entonces resolvió solicitar a las instituciones una prórroga por un año para poder juntarlo. Necesitaba trabajar en algo redituable.
Por la revista The Economist descubrió que uno de los mejores países para ganar dinero rápidamente era Japón. No lo pensó demasiado. Llegó a Tokio con 50 dólares. No tenía nada planeado, pero conoció a unos peruanos que trabajaban en la construcción. Le ofrecieron trabajo y aceptó. En su tiempo libre, vendía bijouterie por las calles. Pero el tiempo pasaba y vivir en Japón no era nada fácil. Un día se hartó y se fue al aeropuerto. Sacó un pasaje a París. En el vuelo, hojeando el diario Le Figaro, vio que Eurodisney buscaba empleados para su hotel. Se postuló y, por supuesto, consiguió el trabajo. Como ya hablaba un par de idiomas lo pusieron como recepcionista VIP. En eso estaba, juntando dinero, cuando lo llamaron del British Council. Habían decidido otorgarle una beca para la Universidad de Cambridge. La alegría no fue total porque su obsesión era Oxford. Se atrevió y pidió una reunión con el comité de becas del British Council. A regañadientes le dieron una cita de pocos minutos, pero debía ir a Londres. Viajó y los convenció: le dieron una beca para Oxford, pero solo por dos años. La carrera tenía tres. Aceptó igual, ya tendría tiempo para ver cómo lo resolvía.
Terminó estudiando tres carreras en Oxford sin jamás pagar una libra esterlina. No solo eso: se convirtió en profesor de la institución más prestigiosa del mundo -con casi mil años de antigüedad-, dirigió varios de sus programas y fue tutor de alumnos de todas partes del mundo. También estudió en la Universidad de Salamanca, en España y se desempeñó como profesor en la Universidad de Cambridge. Fueron años intensos y llenos de satisfacciones.
Mamá, Maradona y un caramelo
Siempre que pudo Esteban ayudó a Ester. En los tiempos en que vivía en Israel “le mandaba los dólares muy bien envueltos, en papel de aluminio, dentro de tarjetas de cumpleaños y por correo certificado. De esa manera, las máquinas detectoras de billetes no los descubrían”.
Para cada solemne graduación en Oxford invitó a su orgullosa madre: “Yo tengo mamitis”, admite. Ester vive desde hace un tiempo con Claudia Noemí, la hija de aquel segundo matrimonio.
En el año 1995, para los oradores anuales de Oxford, Esteban propuso a Diego Armando Maradona.
Lo había conocido muchos años antes, cuando el equipo de Boca Juniors se concentraba los jueves en el Hotel Conquistador donde él trabajaba, en Buenos Aires. Diego era su obsesión, lo admiraba. En ese entonces, aunque tenían prohibido acercarse a los jugadores, él perseguía a Diego para llevarle el bolso. Cada jueves corría detrás del ídolo que ni lo miraba. Atento, observaba como Diego sacaba de su bolsillo y comía, sin parar, caramelos Media Hora. Diego terminó por acostumbrarse a ese chico, tan petiso como él, que lo seguía con ojos admirados. Un día le convidó un Media Hora. Esteban, atolondrado por la emoción, se lo tragó de un saque y se atoró. Diego se asustó y le dijo: “Ehhhh Petiso ¿¿qué te pasa??”. Le golpeó la espalda y logró que el caramelo siguiera su rumbo por dentro de Esteban. Eso fue todo. Años después, Esteban le hizo llegar la invitación para hablar en Oxford. La respuesta fue que no podía ir. Entonces Esteban recurrió a escribirle una carta, de puño y letra, donde le recordó aquella anécdota del caramelo Media Hora. La respuesta de Maradona no se hizo esperar. Lo llamó y le dijo: “Yo voy si me venís a buscar a Buenos Aires”.
Esteban no podía creerlo. Fue a buscarlo y prepararon el discurso. Pero el día del viaje a Gran Bretaña los planes de Diego cambiaron. El jugador estrella tenía toda una troupe, su familia y amigos, para ir a Oxford. Esteban le aclaró que él no tenía presupuesto para tantos, solo para uno. Diego le dijo que no se preocupara… Volaron todos a Nueva York y de allí tomaron un avión Concorde que, en tres horas diecisiete minutos, los depositó en Londres.
La charla en Oxford Union fue la más popular de los últimos tiempos. Se abrieron los jardines y hubo 2000 personas. Los estudiantes le dieron un título honorífico: Maestro Inspirador de los Soñadores de Oxford.
Eso es lo que Esteban piensa exactamente de Diego Armando Maradona, que fue su gran inspirador para salir de la chatura que podría haber sido su vida.
Esteban cree en el mérito y en el esfuerzo. A la pregunta sobre cuáles son las claves para lograr lo que se quiere en la vida, responde convencido: “Convicción; claridad, para ver a dónde se quiere ir; fortaleza psicológica para soportar los fracasos, yo me caí muchas veces; preparación, los estudios son la mejor inversión y saber que sin sacrificio no hay beneficio”.
Esteban contó la primera parte de su vida en un libro que tituló Las llaves de Raquel (que se vende por Amazon y por Mercado Libre). Viajó por ochenta y dos países y no para de estudiar. Habla español, inglés, francés, italiano, portugués, alemán, hebreo y un poco de árabe. Sigue siendo profesor en Oxford y director de programas especiales.
Esteban Cichello Hübner sostiene que la peor enfermedad es la vagancia; que con esfuerzo y trabajo todo se puede: “La pobreza fue mi riqueza, yo me siento una persona súper rica. Porque rico no es quien más tiene sino quien menos necesita. (...) Y yo necesito muy poco para ser feliz”.
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