El Flaco Spinetta, la increíble anécdota del chorizo mariposa y la ciudad demente

En los años ‘90, un ataque de hambre en medio de una grabación llevó al autor de estas líneas y al gran músico a un puesto de choripán en pleno barrio de Saavedra. Lo que siguió, fue poesía pura...

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Durante los años 90, supongo que desde Peluson of Milk o algún disco anterior, le grababa las promociones de radio a Luis Alberto Spinetta para sus habituales conciertos de fin de año en el Teatro Coliseo de Buenos Aires. Una cita ineludible para todos los que adorábamos su música. Mas por amistosa cábala que por otra cosa, hacia fines de octubre o principios de noviembre Luis me citaba en La Diosa Salvaje, su estudio de la calle Iberá. Entonces me mostraba lo que estaba haciendo y me daba algún adelanto para que pase en mi programa de radio a modo de exclusiva. Yo le grababa el texto, lo editábamos ahí mismo con la Vieja Barrios y me lo llevaba a la Rock&Pop para que empezara a rotar en las tandas.

Hasta ahí la hermosa rutina que teníamos con Luis en esa época. Siempre la pasábamos bien, yo lo quería desde antes de conocerlo, Fue de la mano del extraordinario extraviado de la sociedad Fito Frati que llegué a él. Fito Frati se hizo famoso hace un par de años cuando ganó el premio mayor en un programa de televisión contando su vida. Juntos habíamos compartido 2 años de servicio militar. Ambos fuimos castigados en el Hospital Militar y terminado el espanto seguimos amigos, ya que ambos vivíamos en la misma zona al norte del conurbano. Esa es otra historia donde se mezclan Soda Stereo y Alfredo Lois. Pero lo que me ocupa ahora corriendo 1980 es que Frati se había convertido en el fotógrafo itinerante de Spinetta, porque el oficial siempre fue el turco Dylan Martí, y atrás de Fito Frati llegué a Luis. Con el tiempo nos cruzamos en algunos shows que organizaba Daniel Grinbank para R&P, donde pasábamos largos ratos en los backstages, generalmente con la divina Patricia Salazar -su esposa-, entre otros amigos, hablando de música y de la vida.

Hablar de músicas y vidas es algo que hago habitualmente con muchas personas, pero hablar de esas nimiedades con Luis Alberto Spinetta podía torcerte el destino en cualquier momento y lugar.

Lo que voy a contar es uno de esos relatos que solo se cuentan en ruedas íntimas, porque son vivencias absolutamente personales e intransferibles. Sucede que el día que Luis se despertó de este sueño que es la vida y se hizo inmortal, yo estaba lejos, dirigiendo los canales de música de Turner en Atlanta, USA. Me había enterado a la mañana de la triste noticia y ese día me llamaron de algunas radios para que dijera algo al respecto. Al único que atendí en medio de mi inmensa tristeza fue a Gillespi, que ni se de que radio me llamó y me pidió que contara la historia del chorizo mariposa de Luis que había escuchado no se dónde tampoco. Mi rígido se encuentra a esta altura absolutamente colapsado.

Una gran ventana para dar fe de lo que comentaba unos renglones antes, cómo un cruce con Luis de la nada podía cambiarte el futuro entero.

Eran los tiempos de esa banda genial de Luchino, que con Javier Malosetti, Guille Arrom, Cardone y el Mono Fontana hacían maravillas solamente. Habia llegado la temporada de presentaciones y se avecinaba el gran cierre a fin de año en el Coliseo. Tiempo de armar la promo. De ahí que una tarde cálida porteña, apenas pasado el mediodía, salgo de mi casa y encaro para Villa Urquiza, meto un cd de Pescado Rabioso en el auto y paro a comprar unas masas en el camino. Fue nomás llegar que Luis estaba en la vereda con el panadero de la manzana y cuando abro la puerta del auto oye lo que yo venía escuchando, y me dice con esa sonrisa indeleble que portaba: “Vos seguí escuchando esas cosas y un día te va a sangrar la nuca ...”. Se despidió del panadero y entramos al estudio donde estaba el Vieja Barrios, su incondicional, y algunos íntimos mas, trabajando en el disco.

Me siento a un costado, intentado mirar toda esa escena llena de música, poesía y energía creativa desmesurada, hasta que poco a poco van desapareciendo todos y quedamos Barrios, Luis y yo para dedicarnos a lo nuestro, que era grabar un texto que me pasaba Luis y después buscar un fragmento de música nueva para que sonara en las radios.

Probamos un par de textos con diferentes palabras, buscando colorear algo digno con tonos y fraseos diferentes, muy acorde a la belleza artística de Spinetta. Ni se cuantas tomas hicimos pero antes de ponerle la música nos agarró un hambre inocultable, así que decidimos dejar el arte discursivo por un rato y salir a la Av. Goyeneche en busca de un almuerzo frugal.

Por esos días había, cada tres o cuatro cuadras, en el amplio boulevard de la avenida, unos puestos de comida muy adecuados. Nos asomamos al primero que encontramos y decidimos que unos choripanes estarían muy bien: algo rápido, contundente y expeditivo para cualquier estómago porteño en esas circunstancias. El tipo que nos atendió ni siquiera nos miró. pero el chaval que estaba atrás nos escuchó conversar, y dándose vuelta al ver a Luis larga todo, levanta los brazos agitándolos ligeramente y casi a los gritos exclama “Flaco... no lo puedo creer, que grande Jade Flaco, te escucho desde...” y ahí se pierde el relato cuando zambullendo medio cuerpo por el costado de la caja lo abraza a Luis tímidamente y le dice al viejo, “¿Roque, sabes quien es este? ¡Spinetta Roque, el de Pescado Rabioso!”. Roque no parece demasiado inmerso en el tema así que el pibito le dice: “Yo te hago el chori Flaco”, y le pone especial atención al sánguche de Luis, mientras los demás esperábamos del otro lado.

Nada especial mas allá de la atención personalizada. ”¿Te lo hago mariposa, Flaco?”, le dice a Luis levantando las cejas con entusiasmo. Luis asiente y el pibito le hace un corte en la mitad casi exacta del chorizo y lo baña ligeramente con chimichurri, aprieta un poco el pan y envolviéndolo en una servilleta se lo da a Luis con una palmada cariñosa en el hombro.

Caminamos un poco, nos sentamos ahí nomas, y veo que Luis, sin abrir la boca, abre el choripán y lo examina como quién mira un mandala, los ojos fijos en esa mitad del sánguche donde yace el chorizo partido al medio con las puntas en los opuestos, húmedo y caliente, y después posa la mirada en la otra mitad, donde en la miga del pan con el chimichurri se forma una especie de sudario con la forma del chorizo, semejando una mariposa aplastada ahí mismo. Levantando la mirada se encuentra con la mía que vaya a saber que transmitía. Entonces, sonriendo ante mi gesto, me muestra su choripán abierto en las manos y me dice, con su tono, habitual arrastrando las vocales y enfatizando las eses: “En la única ciudad del mundo donde pueden amalgamarse los chorizos, que son todos iguales, a las mariposas, que son todas distintas, es en Buenos Aires... que ciudad demente esta...”.

Terminada su alocución cerró el choripán y se lo comió. Por mi parte, tardé un rato mas que èl en morder el mío, y no pude borrarme la sonrisa hasta el final. Es verdad, en esta ciudad se puede mezclar todo, realmente.

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