La ciudad de La Plata cumplía 112 años y estaba de festejo. Era 19 de noviembre de 1994, hacía calor y unos meses antes a Maradona un extraño dóping positivo le había cortado las piernas en Estados Unidos. Esa noche, en la plaza Moreno de la capital bonaerense decenas de miles de personas se apretaron y descontrolaron bajo un escenario en el que La Portuaria y Virus habían sido invitados para celebrar el aniversario con su música pero se la pasaron esquivando desde bombachas a botellazos mientras intentaban tocar. Alguien pensó en suspender todo antes del desastre total. Pero apareció Andrés Calamaro, la estrella anunciada para el cierre del festival y pidió una oportunidad. Él sabía cómo calmar a las fieras.
El truco del cantante surtió efecto. Usó una palabra mágica, apeló a un tabú y a la complicidad de la juventud de los ’90. Vestido con una remera que decía “Yo también tengo SIDA”, Calamaro, al frente de su banda Los Rodríguez, arrancó el show y apenas pasados nueve minutos, antes de lanzar la primera estrofa de Mi rock perdido, activó su lengua popular parado frente a su teclado con el objetivo de bajar la intensidad de los descontrolados: “Mirá, me estoy poniendo tan a gusto que me fumaría un porrito”, dijo con la boca pegada al micrófoco y segundos de silencio después, cerró la frase con un pedido: “No me digan que en 100.000 personas no hay uno habilitando”.
Como un René Lavand de la trova rockera, no lo pudo haber hecho más lento. El guiño de Calamaro a una juventud que, en gran parte, ya no veía nada malo en usar cannabis pero que sí se sentía criminalizada y condenada por usarla calmó la tempestad. Y el resto del show fue una fiesta: lo que volaba ya no eran las botellas hacia el escenario.
Sin embargo, a alguien le molestó. Decir “porro” en 1994 todavía era una amoralidad para muchos. Lo consideraban una provocación. Ahora el cannabis es una industria aceptada y legalizada en muchos países. En esa época era una droga fatal asociada a lo peor de la delincuencia. Todavía se daba por cierto aquello de que la planta ponía violentos a quienes la fumaban y un decálogo de fake news demonizadoras. Por eso, días más tarde, mientras grababa la música de la película Caballos Salvajes, le avisaron al músico que un político platense lo había denunciado por “preconizar” una droga.
Y así, por decir una palabra, Andrés Calamaro atravesó los 11 años siguientes con una absurda investigación sobre sus espaldas que aunque parecía una pavada no lo era. El abogado Alejandro Granillo Fernández -quien poco después sería secretario de Seguridad bonaerense- lo acusó de violar el artículo 12 de la ley de drogas (la misma que sigue en vigencia en 2020), que castiga con hasta seis años de prisión a quien “preconizare o difundiere públicamente el uso de estupefacientes, o indujere a otro a consumirlos”.
Calamaro ya había escrito algunas canciones sugerentes respecto del uso de la marihuana. Y conocía lo que era la amenaza de la prisión por tenencia de drogas. En 1978, con apenas 17 años, la División de Toxicomanía de la Policía Federal de la dictadura militar lo detuvo junto a dos de sus compañeros del grupo Raíces, Beto Satragni y Pepe Luis, mientras los tres caminaban por la avenida Corrientes. Les sacaron algunos porros y los mandaron a un calabozo en la zona porteña del Bajo. “Yo casi me cago encima”, me comentó Calamaro en una entrevista para el libro Marihuana, la historia.
Como era menor, la policía lo liberó y Calamaro buscó el primer teléfono público disponible por San Telmo y marcó el número que había recordado de memoria desde que Satragni se lo sugirió. Era el del abogado Albino “Joe” Stefanolo, un extraño de pelo largo para la tradicionalista familia judicial, quien llegó a Toxicomanía minutos más tarde y se llevó a los músicos.
Charly García recordó esa época en la revista Rolling Stone: “Al asunto de fumar se lo estigmatizaba con el término ‘droga’ como si fuera una película de Luis Sandrini”.
Lo cierto es que esa tarde comenzó una relación imperecedera, que incluye el noble sentido de la amistad, entre Calamaro y Stefanolo, el ángel guardián del rock argentino. Dos décadas y seis años después, músico y abogado fueron reunidos por el director audiovisual Hernán Siseles para un documental en desarrollo sobre la vida de “Joe” y ambos recordaron aquel episodio en La Plata.
“Aquella noche hubo un hecho de violencia que se da mientras tocaba La Portuaria. Tiran algo al escenario y le pegan a uno de los chicos del grupo. Ahí se produce un desmadre, están por suspender el evento y Andrés dice que no, que él lo puede manejar. En ese momento había 50 mil personas en la calle. Entonces Andrés sale al escenario y empieza con una sucesión de frases memorables y logra que el público se calme”, recordó Stefanolo en la charla con Siseles.
“Yo pensé que unas palabras cómplices con el público podían servir para tener una mejor sintonía con la gente y recordé a Tierno Galván, el alcalde de Madrid, que en 1984 dijo ‘al loro y a ponerse morados’, a ponerse atentos y relocos, como si el alcalde hubiera sido Hernán de Mala Fama diciendo ‘la sustancia, la vagancia’ y yo dije eso, si tiene que quedar una frase para la posteridad tiene que ser esa”, comentó Calamaro -que en 1994 tenía 33 años- para el documental.
Aun para tiempos de corte prohibicionista, la acusación contra creador de decenas de hits era insensata. Una reconocida autoridad judicial de esa ciudad que prefirió no revelar su identidad ante la consulta de Infobae contó que la denuncia fue un “pase de factura” político de un sector del peronismo -al que pertenecía Granillo Fernández- contra el por entonces intendente de la ciudad, Julio Alak, que había organizado el festival.
Unos años antes, en 1988, los países de la ONU habían firmado la Convención contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas, entre cuyos puntos se destacaba que los países debían adoptar “medidas necesarias” para tipificar delitos penales como la adquisición, posesión o cultivo para consumo personal. En septiembre del 1989, el Senado obedeció y sancionó la ley actual de drogas.
Apenas habían pasado cinco años de la sanción de la ley 23.737 cuando armaron el show “del porrito”. En 1990, la Corte Suprema de la Nación falló contra Ernesto Montalvo, quien había sido apresado con 2,7 gramos de cannabis en 1986, cuando estaba en su auto y la Policía lo detuvo por la sospecha de que había participado de un robo.
Los jueces del Máximo tribunal mandaron a la cárcel a un joven literalmente por tres porros, que es lo que se puede armar con menos de tres gramos. Era parte del contexto general que tenía por objetivo alimentar la “lucha contra el narcotráfico” con perejiles que tenían para consumo personal. En 1992, un informe de la Fiscalía de la Cámara Federal mostró que el 42% de los detenidos ese año tenía menos de un gramo de la planta y y el 32%, entre 1 y 3 gramos.
Dos años después de la denuncia de Granillo Fernández, el juez federal de La Plata Humberto Blanco dictó el sobreseimiento de Calamaro, fallo que fue respaldado por el camarista Leopoldo Schiffrin cuando el caso llegó a una segunda instancia, aunque los otros integrantes de la Cámara Federal opinaron lo contrario a su colega y dieron vía libre al proceso y al consecuente juicio oral, que llegaría diez años y cinco meses después del recital del “porrito”.
“Los jueces nunca querían llegar a una decisión, porque no sabían qué hacer con esto. Condenarlo les daba vergüenza y no condenarlo también les daba vergüenza. Por eso se estiró tanto. Estar con una causa durante 10 años es molesto. Andrés tuvo allanamientos de Interpol en el Gran Rex”, contó Stefanolo a Siseles.
“Dos veces me visitaron de Interpol por este tema. Primero esa vez en el Gran Rex, presentando Alta Suciedad. Como yo no tenía domicilio en Buenos Aires y vivía en un hotel, fueron a constatar una dirección al teatro. Y no fue un buen recital. Y después, al tiempo, fueron a Madrid, adonde yo sí tenía domicilio. Tocaron el timbre para ver si yo seguía ahí”, agregó Calamaro.
“Cuando me instalé en Madrid volvía por temporadas y me comportaba impunemente, siempre tenía algo en el bolsillo. Digamos que siempre abusé de la impunidad y los privilegios de mi status”, dijo Calamaro en el libro Marihuana.
En abril de 2005 entonces el Tribunal Oral Federal 1 de La Plata sentó en el banquillo de los acusados al autor de Mil horas. Esa misma noche arrancaba una serie de conciertos en el Luna Park, después de muchos años de Madrid y casi nada de Argentina. El músico llegó a la audiencia con la barba crecida, una camisa gris, zapatillas y el respaldo de cientos de fans que se juntaron en los Tribunales de La Plata. La jueza Ana Aparicio lucía claramente incómoda. Le preguntó a Andrés si tenía otras causas penales y río con la respuesta: “No que yo recuerde”.
“Fue terrible porque era el primer concierto después de no tocar 5 años. Levantarme temprano para llegar a la La Plata no estaba en mis planes, pero bueno, lo hicimos. La jueza por supuesto sobreseyó el caso, me pidió disculpas y un autógrafo. Así termina todo en Argentina”, río Calamaro ante Siseles.
Otro que sentía cierta vergüenza fue el fiscal Carlos Dalau Dum, que había llegado como representante del Estado a esta causa absurda. “Fue una expresión inadecuada para algunos, pero que el músico juzgó adecuada para calmar los ánimos. Es inconveniente pero no configura delito”, consideró y le pidió perdón por tantos años de trámite.
Para Stefanolo la causa demostró el absurdo de la Justicia. “Nosotros nunca quisimos bajarnos del tema aceptando una probation para lograr el sobreseimiento porque Andrés siempre tuvo claro que no había cometido un delito, es un tipo con convicciones y además sabe que no es ejemplo para nadie. Nunca vio un delito en todo este circo”, dijo “Joe” en Marihuana.
“De cualquier modo, yo formo parte también de ese delay de 11 años, porque entre el 94 y el 2005 no siempre me encontraba yo con ganas ni en condiciones de presentarme en una comisaría o en un juzgado. Y si no tenía ganas, hacía lo que hago siempre: ‘chau, estoy en España’”, admitió Calamaro, quien está seguro que la historia sirvió para generar un precedente.
“Y ahí es donde entra Joe. Me explicó que lo que para mí era un trámite o una incomodidad, en otra situación podía ser una verdadera complicación; casos de maestros de escuela en el interior tratando de explicar que la marihuana no es tan nociva como el tabaco, o de médicos que aconsejan la ingesta de porro para algunos casos, gentes de bien que podían ser acusadas. Seguramente fue un gasto inútil de tiempo y de dinero pero creo que ayudamos a insertar cierta normalidad en el diálogo y la jurisprudencia, mejorando así al conjunto de la sociedad desde una honestidad cultural”.
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