El 15 de noviembre de 2019, el último que pasó con vida, Ricardo Barreda tenía miedo.
Le habían dicho que un grupo de mujeres iba a ir hasta el geriátrico de José C. Paz donde estaba internado. Y que había periodistas que habían intentado entrar: uno se hizo pasar por un amigo, aunque nunca lo había visto.
Barreda se acostó y se tapó hasta el cuello. Comenzó a temblar, pidió que viniera una enfermera, que le tomó la presión y comprobó que estaba alta. Le dieron una medicación y se quedó dormido. Antes, pidió que cerraran la persiana.
Era como si el recuerdo de los cuatro femicidios que cometió el 15 de noviembre de 1992, aquel domingo de la matanza en su casa de La Plata, se colara en su pensamientos.
Ese mediodía mató a su esposa Gladys McDonald (57), a su suegra Elena Arreche (86) y a sus hijas Adriana (26) y Cecilia (24).
“Me decían conchita, me hacían la vida imposible, eran ellas o yo”, se justificó. Y cerró con una frase más filosófica: “Supongo que he sido yo. Intuyo que las maté yo porque éramos cinco en la casa y de pronto me encontré con cuatro cadáveres”.
-El año pasado, cuando se cumplieron 27 años de los crímenes, yo estaba con él. Lo vi muy mal. Le dije: ¿Ricardo, sabe qué día es hoy? Me respondió: “Sí, lo sé perfectamente”. Tenía momentos de lucidez. Ese día pensé que se moría. Apenas podía respirar. Lo tenía que despertar. Después empezó su caída definitiva, no se recuperó más.
El que habla es Pablo Martí, actor, escritor. El último amigo de Barreda, que lo acompañó hasta su muerte, ocurrida el 25 de mayo de 2020, en un geriátrico de José C. Paz. El cuádruple femicida tenía 83 años.
“Se le hizo una placa de mármol porque ahora en el cementerio de José C. Paz tiene una cruz con su nombre. Una amiga se hará cargo de los trámites. Quizá sea trasladado a la bóveda que la familia Barreda tiene en el cementerio de La Plata, donde están sus padres. Después verán qué hacer con las cenizas si es que lo creman”, dijo Martí a Infobae.
Barreda sabía que se iba a morir. “Por ahí la semana que viene no estoy”, le decía a Marti, a quien había elegido como biógrafo.
A él también le dijo que quería ser cremado y que sus cenizas fueran esparcidas en la cancha de Estudiantes de La Plata, el club de sus amores.
-Es más, Pablo, si no te dejan entrar al estadio podés tirarlas en alguna plaza que lleve mi nombre -bromeó Barreda ante el hombre con el que planeaba escribir un libro.
“Nunca se me dio por actuar, no sé la calidad actoral que podría haber tenido. Ojalá reencarne en un actor de cine”, le dijo al autor de esta nota en 2011.
Martí le contó que en El Marginal había un personaje inspirado en él. Barreda le llegó a decir que lo proponga como actor o extra en esa ficción, pero no prosperó. El ex odontólogo estaba muy deteriorado. A veces alucinaba o preguntaba por algunas de sus hijas.
“Estoy arrepentido de haberlas matado”, dijo cuando sabía que le quedaba poco tiempo de vida.
Ricardo Barreda vivió cada 15 de noviembre -fecha en que en 1992 mató a su esposa, su suegra y a sus dos hijas en su casa de La Plata- como una especie de duelo.
Hubo días en que logró olvidar la matanza, dijo alguna vez. Pero muchas veces recordó cada detalle de aquel día en que -juró- la vista se le nubló y comenzó a disparar.
“Puedo vivir en paz, a veces, pero hay un momento del día que me viene todo eso a la cabeza, como un baldazo de agua fría o una pantalla que se funde a negro. Lo peor es cuando se cumple un aniversario y en los canales repiten la cosa como si hubiese pasado hoy”, dijo el ex odontólogo al autor de esta nota hace unos años.
El horror entre cuatro paredes
Aquel 15 de noviembre de 1992, Barreda se sentó en un banco y miró a los elefantes como si contemplara una obra de arte. Luego se quedó fascinado con la jirafa. Cuando salió del zoológico de La Plata, dejó flores en las tumbas de sus padres y se encontró con su amante en una pizzería.
Comieron, bebieron y tuvieron sexo en un hotel alojamiento. Cuando volvió a su casa, Ricardo Barreda se encontró con los cadáveres de su esposa, su suegra y sus dos hijas. Mucho antes del zoológico, el cementerio, la pizzería y el hotel, el odontólogo había matado a escopetazos a toda su familia. Pero esa noche pareció olvidarlo. Llamó a la policía con el mismo tono con el que hubiera llamado para pedir un turno con el médico.
–Volví a mi casa de pescar y me encontré con cuatro bultos. Acá hubo un asalto.
Eso dijo a la Policía. Después confesó haber matado a las mujeres de la casa. “Me decían conchita”, dijo, algo que nunca pudo comprobarse y que no justifica su reacción.
Y cerró con una frase más filosófica: “Supongo que he sido yo. Intuyo que las maté yo porque éramos cinco en la casa y de pronto me encontré con cuatro cadáveres”.
El drama había comenzado con lo que parecía un simple asunto doméstico. Como se ha dicho, hay tragedias que comienzan con un acto banal.
Ese día, el dentista Barreda –según su sospechosa versión- agarró un plumero y le dijo a su esposa Gladys Margarita Mac Donald, de 57 años:
–Voy a limpiar las telarañas del techo.
–Qué bien. Andá a limpiar que los trabajos de conchita son los que mejor hacés.
–¿Sabés qué? El conchita no va a limpiar nada la entrada. El conchita va a atar la parra porque las puntas andan jorobando –dijo Barreda como si no hubiese escuchado el insulto.
Y como un autómata fue hasta el garage a buscar una escalera. Fue hasta el bajo escalera porque ahí guardaba un casco. Era cauto: varios conocidos se habían caído y golpeado la cabeza mientras ataban la parra. Pero no llegó a levantar el casco porque antes de hacerlo, algo le llamó la atención: entre una puerta y una biblioteca había una escopeta Víctor Sarrasqueta calibre 16,5 que le había regalado su suegra Elena Arreche, de 86 años. Inusual y peligroso regalo para un yerno. Se la regaló para que saliera a cazar, pero la cacería fue puertas adentro: y contra las mujeres de la familia.
La cuestión es que la escopeta estaba ahí, con los cartuchos y una caja al costado.
Y Barreda no dudó. Manoteó la escopeta (en el juicio diría que una fuerza extraña se apoderó de él) y fue hasta la cocina. En ese momento (cómo podía saberlo), no supo que ese acto iba a terminar con su vida de hombre anónimo. Al otro día, el país iba a conocer su desdicha. Iba a ser famoso. Tristemente famoso.
–¡Cuidado, está loco!
Eso es lo que llegó a decir su hija menor Adriana, según declaró Barreda, una abogada de 24 años.
Barreda le disparó a Gladys y siguió su cacería. Después mató a su suegra.
–¡Qué hacés, hijo de puta!
Esas fueron las últimas palabras de Cecilia, de 26, su hija preferida, que era dentista como él.
Barreda no habló. La ejecutó a tres metros de distancia.
Luego se sentó en el sillón, abrazado a su escopeta, como si fuera lo único que le quedaba. Se había quedado solo. O, mejor dicho, acompañado por cuatro cadáveres.
Barreda sintió un alivio. Desordenó la casa como para fingir que había sido un trágico asalto, se subió a su Ford Falcon verde, tiró la escopeta en un arroyo y luego, como se dijo, se fue al zoológico. Lo relajaban las jirafas y los elefantes. Por un momento se preguntó si él no merecía estar enjaulado, en lugar de esos animales. Encerrado en un zoológico, como una atracción de circo fatídico, el hombre que un día eliminó a su familia en vez de limpiar la parra. ¿Alguien se compadecería de él? Imposible saberlo en ese momento.
Más tarde se encontró con su amante Hilda para encerrarse en un hotel alojamiento. En esa pieza oscura dos cuerpos se calentaban. A pocas cuadras de ahí, otros cuatro cuerpos se enfriaban sin pausa. Antes de volver a su casa, el odontólogo y su amante comieron pizza.
Al volver a su casa se reencontró con una mezcla repugnante de olores: a cadáver, a pólvora, a encierro. Desordenó el lugar y llamó a la Policía:
–Entraron a robar a casa. Hay muertos.
Pero los detectives que revisaron la escena del crimen dudaron de que hubiera sido un robo.
–Ahí están los cuerpos –informó Barreda con frialdad.
–Nada. Bueno, este… fui a pescar, después a ver a mi amante. Comimos pizza. Y cuando volví a casa me encontré con todo esto.
Lo que siguió después es su leyenda negra. Aun vigente, a 28 años de los femicidios y a casi seis meses de su muerte en soledad.
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