Ese domingo 14 de noviembre de 1909, el coronel Ramón Lorenzo Falcón se había despertado temprano. Ese domingo, su joven secretario Juan Alberto Lartigau estaba también desde primera hora de la mañana en el despacho de su jefe, esperándolo. Y el que acechaba era un joven anarquista, Simón Radowitzky. Todos esperaban, pero para distintos propósitos.
Ramón Lorenzo Falcón tenía 54 años y era jefe de la Policía desde 1906. Militar de carrera, integró la primera promoción del Colegio Militar. Participó de la Campaña al Desierto y además fue senador. También figura como uno de los fundadores del club Gimnasia y Esgrima de La Plata.
“Para que se haga hombre” fue la premisa dada por el padre del joven Lartigau a su amigo Falcón cuando le pidió que ayudara a formarlo. Lartigau era el único varón de una familia de nueve hijos, había nacido en 1889 y se desempeñaba como secretario del jefe de Policía. Con su familia vivía en la calle Paraná frente a la plaza Vicente López y Falcón en la avenida Callao al 1000, en la casa de su hermano, también militar. Falcón era viudo de Juana Elizalde.
A pesar de que los anarquistas se la tenían jurada, el militar prefería moverse sin custodia. Había comandado en persona la represión a la manifestación anarquista de la Plaza Lorea, el pasado 1 de mayo, que había arrojado más de una docena de muertos y más de 150 heridos. Y también había ordenado la dispersión del multitudinario cortejo fúnebre, del día siguiente, cuando se dirigía al cementerio de la Chacarita. Dos años atrás había usado a los bomberos para desactivar una inédita huelga de inquilinos. El movimiento obrero pidió varias veces su renuncia, pero el primer mandatario José Figueroa Alcorta insistía que Falcón se iría el 12 de octubre de 1910, cuando finalizara su mandato presidencial.
“Tengo una bomba para ustedes”
Esa mañana, Falcón fue al Departamento Central de Policía. Debía ir a un entierro en el Cementerio de la Recoleta, a darle la última despedida a su amigo Antonio Ballvé, director de la Penitenciaría Nacional de la avenida Las Heras. Junto a su joven secretario irían en automóvil, pero como estaba descompuesto, usaron un carruaje Milord.
A las 11 de la mañana asistieron a la misa de cuerpo presente en la Iglesia del Pilar. Inmediatamente después de la inhumación, Falcón y Lartigau se retiraron antes de que lo hiciera el grueso de los asistentes. El coronel tenía otros compromisos. Iría a su domicilio y Lartigau al suyo.
El carruaje, conducido por el cochero Isidoro Ferrari, un italiano que había ingresado a la policía en 1898, tomó Quintana. Cuando dobló por Callao, el portero y el chofer del general Aguirre, que vivía cerca, vieron cómo un hombre corría rápido detrás del carruaje y que llevaba un paquete en su mano. Cuando se puso a la par, lo arrojó dentro, entre las piernas de los pasajeros. Inmediatamente se escuchó un terrible estallido. El artefacto, compuesto de un explosivo y de clavos, tuercas y pedazos de hierros, tuvo un efecto devastador.
El agresor huyó por la avenida Alvear. Lo persiguieron los agentes Benigno Guzmán y Enrique Müller, el chofer José Fornés y el ordenanza Zoilo Agüero. Quiso esconderse en una obra en construcción pero, al verse acorralado, se disparó en la tetilla derecha y cayó al piso.
Se encontraron con un hombre alto, huesudo, con un incipiente bigote claro. Debajo de su saco negro llevaba una pistola, una veintena de proyectiles, además de dos cargadores. Ante las amenazas de sus captores, advirtió: “Para cada uno de ustedes tengo una bomba”.
Lo llevaron a la enfermería de la Penitenciaría a curarse la herida superficial que se había inflingido, y al otro día fue encerrado en una celda en la comisaría 15ª. Decía llamarse Simón Radowitzky, un ucraniano nacido en 1891, que había llegado al país en 1908. Primero se había empleado como mecánico del ferrocarril en Campana y ahora vivía en un conventillo de la calle Andes (hoy José E. Uriburu) y se ganaba la vida con trabajos de herrería y mecánica.
En Callao y Quintana
La bomba provocó la destrucción del piso del carruaje lo que hizo que sus ocupantes, malheridos, se deslizaran al pavimento.
Falcón y Lartigau estaban conscientes. El coronel daba órdenes, que lo atendieran primero a Lartigau, que persiguieran al terrorista. Lo pusieron sobre un colchón, que alguien acercó; otros con torniquetes y con sábanas intentaban parar las hemorragias en las piernas de los heridos.
Con un catre improvisado, al joven secretario se lo llevaron al Sanatorio Castro y a Falcón a la Asistencia Pública. Llegaron en estado desesperante. A Falcón se le amputó la pierna izquierda, incluido parte del muslo. Pero, por la cantidad de sangre perdida, falleció a las dos y cuarto de la tarde. Mientras tanto, a Lartigau le habían amputado la pierna derecha. Murió a las ocho de la noche.
Ambos fueron velados en el Departamento Central de Policía. Fue multitudinario el cortejo por las calles porteñas hasta Recoleta, con calles, balcones y azoteas colmadas de personas que se descubrían al paso de la carroza fúnebre. Hubo varios discursos de despedida de los restos. El ministro del Interior habló por el gobierno; el comisario Oyuela, por la Policía; el intendente Güiraldes por la ciudad, el diputado Carlés por el Congreso, el teniente coronel Luis Cabrera, agregado militar chileno, por su país y Julio Rojas, por la juventud autonomista.
La justicia, a la espera de confirmar la identidad del agresor, lo nombró como “Equis”. Se sospechó que Radowitzky contó con un cómplice, que lo esperó en las cercanías, pero su identidad quedó en el misterio.
El ucraniano terminaría siendo condenado a muerte, aunque no se tenía certeza de su edad. En la Argentina, la pena máxima no podía aplicarse a menores, mujeres y ancianos. Con la ayuda de peritos médicos, determinaron que tenía 22 años, que era mayor. Hasta que apareció su fe de bautismo que certificaba que contaba con 18 años.
Le correspondió perpetua. Estuvo 21 años preso, 19 de ellos en el Presidio de Ushuaia, y diez años los pasó en un calabozo aislado. Era el penado 155 y en una oportunidad intentó fugarse. Salvadora Onrrubia, la esposa de Natalio Botana, el director del diario Crítica, fue la que más hizo para lograr su libertad.
No se sabe cómo lo convencieron al presidente Hipólito Yrigoyen de indultarlo el 14 de abril de 1930. Obligado a abandonar el país, luego de un paso por Uruguay, se enroló en las brigadas internacionales durante la guerra civil española. Cuando cayó la República, se radicó en México, donde trabajó en una fábrica de juguetes. Murió a los 64 años de un ataque cardíaco.
Los restos de Falcón y Lartigau descansan en el Cementerio de la Recoleta, uno enfrente del otro, a la altura de la esquina de Azcuénaga y Vicente López. Hay placas y monumentos que los recuerdan. La Escuela de Cadetes de la Policía llevó, por muchos años, el nombre de Falcón.
El 14 de noviembre de 2018 dos anarquistas intentaron volar su sepulcro con caños rellenos de pólvora, que terminó hiriéndolos gravemente. Habían dejado un cartel con la leyenda “Simón vive en el corazón de lxs insurrectxs”. No importó el tiempo transcurrido, había personas que estaban convencidas de tomar el camino de la violencia. Que es lo mismo que darle la espalda a la historia.
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