Golfo de Lingayen, isla de Luzón, al norte del archipiélago de Filipinas. Comienzos de 1945, comienzos del desenlace de la Segunda Guerra Mundial. Al sur de Asia se dirimía la conquista y dominación de un escenario táctico: su ubicación geográfica incidía en las rutas militares y económicas. Tres años antes, después del ataque a Pearl Harbor que habilitó el ingreso de Estados Unidos al conflicto bélico, las fuerzas imperiales japonesas habían capturado las islas y forzado al general Douglas MacArthur a recluirse en Australia y retirar las tropas estadounidenses a la península Bataán.
Hubo desembarcos anfibios, bombardeos, asaltos, asedios, naciones involucradas, formación de guerrillas, retiradas. Filipinas permaneció bajo dominio del Imperio Japonés hasta el final de la guerra. Estados Unidos había procurado revancha. Empezó su campaña a finales de 1944. El 9 de enero del año siguiente ordenó la invasión del golfo de Lingayen, una operación en cooperación con las tropas australianas. La recuperación de ese territorio supuso la instalación de una base estadounidense en un aeródromo aún hostil.
El ejército imperial no podía tolerar la pérdida del territorio: se libró la batalla de Luzón, un enfrentamiento entre las fuerzas del comandante japonés Tomoyuki Yamashita y el general Douglas MacArthur. En las continuas maniobras por recapturar el escenario perdido, los asiáticos liberaron oleadas de aviones para atacar el aeródromo y diezmar los escuadrones aliados que habían reconquistado un sitio de poderío estratégico.
Habían reconstruido en un extremo de la pista de aterrizaje una suerte de hangar para proteger a los aviones de las bombas enemigas. Pero el bombardeo sistemático había privado a los oficiales estadounidenses a establecer un sistema de comunicaciones entre los pelotones: precisaban diagramar el tendido de cables telegráficos que unieran la base con las tres brigadas distribuidas en el aeródromo. Los separaba el ancho de la pista, las amenazas aéreas y el tiempo. La comunicación era prioridad, urgencia. Cavar para conectar los cables demoraría al menos tres días de trabajo y expondría a los soldados como blancos vulnerables. Había que buscar una solución.
William “Bill” Wynne nació el 29 de marzo de 1922 en Scranton, Pennsylvania. Con solo dos semanas de vida, se mudó a Cleveland, a donde volvería concluida la guerra. “Fui al West Technical High School, que era la segunda escuela secundaria más grande del país en ese momento. Teníamos 5.600 niños en un solo edificio”, comentó en una entrevista de 2018 al medio local Mansfield New Journal. Dijo que se graduó en 1942, pero que su educación la hizo en la calle, donde comprendió que había dos prácticas que lo apasionaban: la fotografía y el entrenamiento canino.
Margaret, su novia, le pidió que no se alistara al ejército. No lo hizo. Pero cuando lo reclutaron no se negó. Alguien de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos se enteró que entre sus facultades esgrimía cierto conocimiento sobre fotografía: lo derivaron primero a Miami, donde hizo un entrenamiento básico; luego lo trasladaron a la base de la Fuerza Aérea de Peterson, en Colorado, para integrar el 11º Escuadrón de Cartografía Fotográfica. Eran 23 reclutas que debían atravesar un curso intensivo de un mes: suponía volar, aprender a tomar fotografías aéreas, recrear mapas y superar un arduo examen físico. Hicieron misiones en Colorado, Kansas, Lincoln, Nebraska y Texas. Solo tres aprobaron. Wynne, entre ellos.
Después sobrevoló los cielos de Seymore-Johnson Field, en Carolina del Norte, lo enviaron a un campo de entrenamiento clandestino en el extranjero y en medio de un viaje a Brisbane, Australia, modificó su curso hacia Port Moresby, Nueva Guinea, hacia el teatro de operaciones del Pacífico Sur y el sudeste asiático. Le iban a dar un trabajo de oficina. Se quejó y lo transfirieron al Escuadrón 91° de Operaciones del Ciberespacio, en un laboratorio de revelado de fotos. Luego, en la Quinta Fuerza Aérea, le asignaron el Escuadrón 26° de Reconocimiento Fotográfico. Volaba sobre escenarios hostiles para localizar pilotos sobrevivientes y situar posiciones enemigas.
Estaba en Nadzab, al este de Papúa, en la isla de Nueva Guinea. Intentaba arreglar un auto cuando desde la vegetación escuchó ladridos tímidos: algo ínfimo que peleaba para sortear los yuyos y las hojas. Era marzo de 1944 y una perra desnutrida, esquelética, sucia, de dos kilos de peso, menos de 20 centímetros de estatura y un año de vida entraba en la Segunda Guerra Mundial. Un sargento del parque vehicular la había encontrado en unas trincheras a la vera del camino. “El sargento Dare le había cortado el pelo al perro porque hacía demasiado calor”, relató. El dueño, por su adicción al póker, se la vendió: dos libras australianas -menos de siete dólares- costó el héroe de guerra Smoky, un pequeño Yorkshire Terrier.
Bill la adoptó. No respondía órdenes en inglés ni reaccionaba a lo que le indicaban los prisioneros japoneses: su origen era un enigma. Él tocaba la armónica y la perra aullaba. Era inteligente, simpática y astuta. Su sola presencia había estimulado a la tropa. La adiestró: le enseñó trucos y actos de obediencia. La escritora Rebecca Frankel escribió en National Geographic que su repertorio consistía de comandos avanzados: “Cuando Wynne la señalaba con un dedo y gritaba ‘¡bang!’ Smoky no solo caería al suelo cuando se le ordenara, sino que también se quedaría allí tumbada, apática”. La perra también había aprendido a caminar en una cuerda floja y a “deletrear” su propio nombre: recogía con su boca las letras de su nombre mientras su dueño las nombraba.
Su mantención y comida dependían de lo que le suministrara el escuadrón: no era distinguido como un perro de guerra. Dormían y vivían juntos en la isla Biak con el tercer Escuadrón de Rescate Aéreo. Cuando Wynne contrajo la fiebre del dengue fue enviado al Hospital 233rd Station. Sus compañeros llevaron a Smoky a reencontrarse con su amigo. Las enfermeras, encantadas con la visita del animal, lo llevaban a pasear por el hospital para distender y animar a los pacientes. “Para los heridos, Smoky era una completa distracción, algo que los alejaba de lo que los enfermaba, algo que podían esperar con anticipación. En su mente, su capacidad para marcar la diferencia era realmente simple: ‘Ella era sólo un instrumento de amor’”, reparó Frankel. Estuvo cinco días renovando la atmósfera del hospital, hasta el alta definitiva del soldado.
Smoky y Wynne compartieron doce operaciones: vuelos de reconocimiento, misiones de rescate y saltos en paracaídas. Volaron sobre selvas, junglas, ríos, aldeas, archipiélagos remotos, líneas enemigas y cielos peligrosos. Soportaron el ruido de las ametralladoras, 150 ataques aéreos y el tifón Louise en Okinawa en octubre de 1945. “La llevé en esas misiones, por todas partes, a Borneo para cubrir el bombardeo de los yacimientos petrolíferos. Los chicos discutían sobre quién se llevaría a Smoky si yo me quedaba sin trabajo, así que dije: ‘Al diablo con ustedes, me la llevaré conmigo’”.
Se la llevó al Golfo de Lingayen, isla de Luzón, al norte del archipiélago de Filipinas. Fue la solución. Cavar para comunicar la base con los escuadrones era un ejercicio riesgoso y lento. Por debajo de la pista cruzaban las tuberías del drenaje: eran conductos de veinte centímetros de diámetro con una extensión de casi 22 metros. Smoky entraba y estaba entrenado. Le ataron al collar un hilo de barrilete que llevaba el cableado telegráfico. Bill la introdujo en una de las bocas y se dirigió al otro lado del tubo. “Smoky, vení, vení”, le dijo. “Pareció tardar una eternidad, pero pronto vi sus ojos ámbar brillando dentro de la alcantarilla a pocos metros de distancia”, escribió en su libro Yorkie Doodle Dandy: A Memoir.
El acto de Smoky fijó un sistema de comunicación en el aeródromo dominado por las fuerzas aliadas. Su epopeya, según los relatos históricos, impidió que se destruyeran 40 aviones de combate y de reconocimiento y que no murieran 250 soldados estadounidenses en tareas de excavación a la intemperie de bombardeos del ejército imperial japonés.
No hubo mucho más. La Segunda Guerra terminó y la permanencia de Estados Unidos en Filipinas también. Después de 18 meses de servicio, Wynne regresó a su ciudad con Smoky y en septiembre de 1946 se casó con Margaret. Fue entrenador canino, trabajó para la NASA, colaboró como reportero gráfico en un periódico de Cleveland y entre 1984 y 1989 regresó a la NASA para ser fotógrafo de investigación. Smoky se convirtió en una celebridad, la televisión local y Hollywood contribuyeron a su fama: solía recorrer hospitales y visitar la casa de los soldados en recuperación. Abandonó su exposición en 1955: el 21 de febrero de 1957, a sus catorce años, murió mientras dormía.
Lo enterraron en una caja de municiones de la Segunda Guerra Mundial y la sepultaron en la reserva Rocky River de Cleveland. Años después, los veteranos levantaron sobre su tumba un monumento en su honor. Hay otros diez homenajes de bronce en tres continentes: es el perro de guerra más condecorado en la historia de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos.
Margaret, la esposa de Wynne, murió en 2004. Estuvieron casados 57 años. Criaron nueve hijos: Joanie, Bill, Susan, Marcia, Bob, Donna, Pat, Meg y Jay. Bill, con 98 años, vive en el condado de Richland. Lo acompaña Smoky II, otro pequeño Yorkshire Terrier.
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