Pedro Nolasco Castro Rodríguez mató a su esposa. Fue un femicida antes de que existiese una ley de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres. Fue un femicida antes de que existiese ese neologismo. A Rufina Padín y Chiclano la envenenó, pero como no se moría la remató con dos martillazos. También asesinó a su hija: también fue un filicida. A María Petrona, de diez años, la envenenó con el excedente del frasco de sulfato de atropina: agonizó tres horas, mientras su padre intentaba contener sus convulsiones y alaridos. Lo hizo porque sus existencias lo incomodaban. Ocurrió en Olavarría, la noche del 5 de junio de 1888, hace un montón (132 años) de tiempo.
Pedro Nolasco Castro Rodríguez, antes de ser un femicida y un filicida, fue un niño nacido en 1844 y criado en Santiago de Compostela, en la región de Galicia, en la provincia de La Coruña, en España. Se ordenó como sacerdote a muy temprana edad. Al menos eso esgrimieron sus certificados eclesiásticos cuando se embarcó al nuevo mundo, al otro borde del Atlántico.
Recaló en Montevideo, Uruguay, donde conoció al pastor de la Iglesia Anglicana, Mr. Thompson. Renunció al sacerdocio y al catolicismo, se adhirió al anglicanismo, una de las formas del protestantismo que en la Europa del siglo XVI había movilizado y segregado la religión cristiana. Thompson lo describió como un hombre “simpático, culto, de buen trato”. Se habían hecho amigos: Castro Rodríguez estaba en la búsqueda de prosperidad y estabilidad. El pastor lo llevó en el vapor América a Buenos Aires: año 1870.
Thompson pensó en llevarlo con el doctor Real: sus historias coincidían. Real también español y también ex sacerdote, aunque valenciano y doctor en teología. Algo pasó con Real. Escritos de época y reseñas modernas retratan versiones diversas: o Castro Rodríguez lo envenenó y mató con bicloruro de mercurio o intentó envenenarlo y matarlo. Los relatos coinciden en el desenlace: Castro Rodríguez no fue denunciado ni investigado pero sí debió alejarse -expulsado u obligado- de la iglesia anglicana.
Ya fuera del clérigo, ajeno a los hábitos y libre del celibato, conoció a Rufina Padín y Chiclano, hija de un jefe militar. Había cuidado a su madre en una era de alta mortalidad de fiebre amarilla. En esos tiempos aciagos, sirvió de consuelo y de sostén anímico. Se casaron el 10 de noviembre de 1873, dos años después de haberse conocido, en la Iglesia Episcopal Metodista. Thompson negó esta celebración dado que el novio había sido apartado de las instituciones religiosas: una de las hipótesis estima que el ex sacerdote montó una fachada para hacerle creer a Rufina la unión en santo matrimonio.
La vida no fue fácil: Castro Rodríguez no tenía trabajo ni dinero. “Fundaron un colegio en La Boca -escribió el periodista Diego Zigotto en su libro Buenos Aires Misteriosa 2-, pero tuvieron que cerrarlo al poco tiempo. Él pasó entonces varios meses desocupado y su mujer tuvo que trabajar en casas particulares para poder solventar los gastos del matrimonio”. El estatus aristocrático de la mujer se disolvió rehén de la emergencia económica. Se mudaron al pueblo de Ranchos, donde él incursionó como trabajador rural. Pero las finanzas familiares continuaron siendo magras.
Pedro Nolasco Castro Rodríguez le solicitó al cura párroco de Nuestra Señora de La Merced, Mariano Antonio Espinosa, ser readmitido en la Iglesia católica. Le suplicó perdón por su apostasía, lo conmovió con su pobreza y le ocultó su relación amorosa con Rufina. Ganó: “El arzobispo confió en los argumentos de Castro y decidió darle entonces una nueva oportunidad. Igualmente, lo envió a la Casa de Ejercicios Espirituales para lavar sus pecados. Finalmente, terminó rehabilitándolo como sacerdote católico”, relató Zigotto.
Ese mismo año -1877- y luego de meses para expiar sus faltas, fue enviado como teniente cura al pueblo de Azul. Al principio viajó solo, luego, ya establecido, empezó a convivir en la discreción y clandestinidad de la localidad bonaerense con Rufina. El 24 de julio de 1878 el cura tuvieron una hija: nació María Petrona Castro en secreto y absoluta reserva. Pero Castro Rodríguez no estaba dispuesto a sacrificar su cargo y su bienestar económico. Obligó a su esposa y su hija regresar a Buenos Aires con la promesa de visitarlas asiduamente y girarles dinero.
En 1880, el monseñor Espinoza lo ascendió: Castro Rodríguez se convirtió en el primer cura párroco de Olavarría. “Se instaló junto a la iglesia San José, frente a la plaza principal, en una casita sencilla, con techos de madera y zinc. Según cuentan, el hombre era muy estimado por los feligreses por su carácter jovial, su cultura y sus modales. Por entonces, muchos habitantes de las estancias cercanas a la ciudad paraban a almorzar en la casa del cura, o incluso, si a alguien le sorprendía la noche, sabía que podía contar allí con un lugar donde dormir”, narró Zigotti en su libro donde repasa crímenes, leyendas y fantasmas de Buenos Aires.
Dos años después, el 7 de julio de 1882 fue nombrado sacerdote del pueblo por el monseñor León Federico Aneiros. Su primer bautismo se celebró once días después. Se había hecho cargo de la parroquia, un edificio que aún se mantiene en pie y donde hoy se levanta el Teatro Municipal. Castro Rodríguez era un hombre querido, respetado y valorado por la comunidad, mientras que en Buenos Aires su hija crecía y su mujer demandaba más atención. Las visitas eran esporádicas y conflictivas: Rufina sospechaba que su esposo, el sacerdote, le era infiel. Una serie de absurdos absolutos.
La mañana del 5 de junio de 1888, Rufina y su hija tomaron un tren desde Constitución hacia Olavarría. Se desconoce si fue con la conveniencia y conformidad del sacerdote. Con su familia prohibida en viaje, Castro Rodríguez debía hacerse cargo de la visita. Las esperó esa tarde en la estación del pueblo. Llegaron a las 17:30. Las llevó a la casa parroquial, al lado del salón principal del templo. Allí cenaron. Rufina había tomado una decisión determinante: había vendido una propiedad en Buenos Aires por $24.000 y depositado el dinero en la cuenta de Pedro en la sucursal de Azul del Banco Provincia. Su proyecto era comprar una casa en el pueblo, instalarse y rearmar la familia.
El cura no. La mudanza significaba una trasgresión, un incordio, porque comprometía su función eclesiástica y complicaba la continuidad de sus otros amoríos. La suma depositada en su cuenta también le resultaba tentadora. Discutieron y se calmaron. Esa noche, cuando las mujeres se fueron a dormir, ideó un plan. Se escapó hacia la “Farmacia del Siglo” de Ventura Esteves, donde en un descuido de los empleados robó un frasco de sulfato de atropina. Cuando volvió a su casa, Rufina se había despertado: lo acusó de haber tenido una cita romántica. Su esposo se lo negó y le argumentó que había ido a comprarle un calmante a la farmacia.
Se lo mostró y se lo suministró.
Castro Rodríguez habrá pensado que la dosis sería más letal. El efecto no se demoró y se tradujo en temblores, gritos y convulsiones. El espamento podía levantar sospechas. Necesitaba terminar con el martirio y los alaridos: tomó un martillo y, con Rufina tendida en la cama, le dio dos fuertes golpes en la cabeza. La mujer murió. No obstante, la escena despertó a la pequeña María Petrona. De nuevo, los gritos. El sacerdote estaba decidido a terminar con el rastro de su pasado: le dio veneno a su hija y la acompañó, durante tres horas de agonía, en sus espasmos de muerte.
Ya había cometido la primera parte del plan. Restaba la segunda: deshacerse de los cuerpos, simular que nada había sucedido y enterrar sus pecados en el olvido. Lo primero que hizo fue solicitar un permiso de inhumación en la Municipalidad. Nadie podía desconfiar de la investidura del sacerdote del pueblo. Presentó documentación adulterada que informaba la llegada del cadáver de una tal Indalecia Burgos y que debían hacerle un certificado de defunción porque en donde había muerto no había médicos. Y al carpintero le ordenó con urgencia la construcción de un féretro grande porque el cadáver era el de una mujer obesa que ya venía hinchado por la putrefacción.
“A la noche llevó el cajón a la iglesia, y luego se dirigió a su casa a buscar los cuerpos -narró Zigotto-. No tuvo fuerzas para cargar el de Rufina, por lo que fue necesario arrastrarlo hasta el templo. Se dio cuenta de que la sangre seguía manando de las heridas en el cráneo de su mujer. Envolvió entonces la cabeza con una toalla, pero notó que la sangre rápidamente manchaba el género y dejaba un reguero en el piso. Más tarde volvió por el cuerpo de su hija”.
Debió hacer presión en los cuerpos para que cupieran en el ataúd. También en esas maniobras quedaron rastros de sangre en el piso que no advirtió. A la mañana siguiente, el servicio fúnebre que llegó a la iglesia también notó que el féretro chorreaba sangre. Pero Castro Rodríguez se mantuvo inerte en su montaje y argumentó una razón suficientemente sólida para que nadie sospechara. Luego acompañó el entierro para cerciorarse de que su macabra faena se haya cumplido con éxito. En el templo debía borrar las huellas del doble asesinato: limpió los pisos, las gotas, el reguero de sangre y se deshizo de todo elemento que lo comprometiera. Eduardo Agüero Mielhuerry, escritor e historiador azuleño, escribió en su crónica El asesino menos pensado que decidió esconder el martillo “ante cualquier recuerdo perturbador que pudiera provocarle”.
Lo único que no reparó el sacerdote fue en la integridad del sacristán de la parroquia, Don Ernesto Perín. El asistente había advertido la presencia de dos mujeres en la casa parroquial, un vestigio de sangre y un sospechoso proceso de inhumación. El semblante del sacerdote había cambiado. Cuando Perín preguntó, le devolvió una amenaza. En Olavarría se hizo silencio. Pero la conciencia del sacristán estaba alterada. Dos meses después del hecho, viajó a La Plata para denunciar el caso ante el comisario Carlos Costa, a cargo de la Jefatura de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.
En el libro Crímenes sorprendentes de la historia argentina, su autor Ricardo Canaletti cuenta en el capítulo “El extraordinario caso del cura asesino” el diálogo que tuvo el sacristán con el comisario: “Vine a verlo personalmente porque estoy en conocimiento de un hecho de una gravedad inusitada, y como advierto que en Olavarría, pues es allí donde ha ocurrido, nadie hace nada y ya pronto se cumplirán dos meses de estos terribles hechos, me decidí a relatarle a usted personalmente lo sucedido. Señor Costa, yo soy un simple sacristán. Este… lo que vengo a decirle es que el cura párroco de Olavarría, Pedro Castro Rodríguez, envenenó a su mujer y a su hija de 10 años en la propia iglesia”.
Costa le creyó y diagramó una visita al pueblo junto al médico Marcelino Aravena, el comisario inspector Adolfo Massot y un grupo de agentes de policía. “Al llegar a la estación de Azul, llamó telegráficamente al Comisario del pueblo donde habían acontecido los crímenes y le ordenó la inmediata detención de Castro Rodríguez. Cuando recibieron la noticia, los policías olavarrienses no podían dejar de mirarse sorprendidos... ¿Tenían que detener a Castro Rodríguez? ¿Había matado a su esposa y a su hija? ¿Pedro Nolasco Castro Rodríguez? La noticia corrió como reguero de pólvora. ¡Nadie podía creerlo!”, describió Mielhuerry.
El sacerdote lo negó. Hasta que el comisario lo acorraló: el 29 de julio decidió proceder a la exhumación del cadáver de la supuesta Indalecia Burgos. La maniobra destruyó la coartada del asesino, que confesó entre lágrimas el crimen de su esposa y su hija. Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, llevaron al detenido hacia La Plata en tren. Le quitaron el hábito y lo vistieron como una persona de campo, con sombrero y poncho. Cuando el ferrocarril paró en la estación de Azul, Pedro Nolasco Castro Rodríguez fue blanco de insultos y escupitajos. El cura asesino que había corrompido el celibato desató la furia de vecinos y fieles.
La iglesia de Olavarría estuvo cerrada un año. En 1898, una década después del doble homicidio, se inauguró la iglesia San José. La primera parroquia del pueblo fue una cafetería y una concesionaria antes de erigirse el Teatro Municipal. El cura asesino fue condenado a cadena perpetua, luego de que un funcionario gubernamental intercediera en su fusilamiento. Murió en la celda trece en el Penal de Sierra Chica la mañana del 27 de enero de 1896. Tiempo después, el doctor Juan Basílides de Peñalba y Aranda, gobernador de Salta, pidió exhumar su cuerpo y extraer su cráneo para ser estudiado.
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