No interesa cómo fue que el general Juan José Viamonte se enteró. La versión más difundida fue que por 1827, al cruzar la plaza y pasar frente al Cabildo, reparó en el rostro de una negra harapienta que pedía limosna, y que le resultaba familiar. Sus criados le habían avisado que ella había ido a golpear la puerta de su casa en busca de ayuda, como confesaría en una sesión en la Sala de Representantes. Lo cierto fue que esa negra, vestida con lo que podía y que se alimentaba gracias a las sobras de los conventos de la ciudad, había arriesgado el pellejo como uno más en el Ejército Auxiliador primero y luego junto a los soldados que Manuel Belgrano comandó en el norte, en los tiempos en que en estas tierras habíamos decidido ser independientes.
Se llamaba María Remedios del Valle, tenía el cuerpo curtido con media docena de cicatrices, y todos la ignoraban.
La historia oficial dice que nació en la ciudad de Buenos Aires entre 1766 y 1767 y que su bautismo de fuego lo tuvo cuando colaboró en la lucha contra los británicos en las invasiones.
En los campos de batalla
Cuando a mediados de 1810 partió el Ejército Auxiliador al norte, en el que estaban enrolados su marido y sus dos hijos, uno de ellos adoptado, se les unió. Primero estuvo en la División de Bernardo de Anzoátegui, capitán de la 6ª Compañía del Batallón de Artillería Volante. Anzoátegui recordaría cómo María cuidaba de los soldados, suboficiales y oficiales, les lavaba la ropa y atendía sus heridas.
Cuando el ejército arribó a Potosí, estuvo a las órdenes del veterano coronel José Bonifacio Bolaños. Allí recibió 20 nacionales, su primera paga. Cuando ocurrió la derrota de Huaqui el 20 de junio de 1811, que supuso la pérdida del Alto Perú, ella bajó a Jujuy. Allí sería la última vez que Viamonte la vio.
No se sabe en qué batallas murieron su esposo y sus dos hijos. Ella continuó en el ejército, donde era conocida como “la tía María”. Fue testigo del Éxodo Jujeño. Se habrá sentido desilusionada cuando se presentó ante Manuel Belgrano antes del enfrentamiento con el ejército realista en Tucumán, y le pidió permiso para poder atender a los heridos.
Recibió una rotunda negativa.
No se dio por vencida, y se las ingenió para colarse primero en la retaguardia y luego en el campo de batalla cumpliendo su cometido. El creador de la bandera terminaría cediendo, y María sería la única mujer que podía seguirlo en el combate. Su admiración por su valentía lo llevó a nombrarla capitana del ejército.
También estuvo en Vilcapugio, y en Ayohuma Gregorio Aráoz de Lamadrid se admiró al verla, junto a otras dos mujeres, llevando sobre sus cabezas cántaros con agua fresca, ignorando el intenso cañoneo.
Luego de este combate, librado el 14 de noviembre de 1813, cayó prisionera. Y aún cautiva no se mantuvo quieta. Asistió a los maltrechos prisioneros patriotas, y a algunos los ayudó a escaparse. Fue castigada por orden de los jefes Joaquín de la Pezuela, Juan Ramírez Orozco y Miguel Tacón a ser azotada durante nueve días. Y estuvo siete veces en capilla.
Cuando logró fugarse, estuvo en las filas de Martín Miguel de Güemes y Juan Antonio Alvarez de Arenales.
Se le perdería el rastro hasta que años después fue descubierta en la ciudad de Buenos Aires. Vivía en un rancho, en las afueras y alternaba los atrios de las iglesias y la puerta del Cabildo para pedir limosna; algunos le decían “la capitana”.
El diputado Viamonte fue el que llevó su caso a la Sala de Representantes. “Ella tiene derecho a la gratitud argentina, y es ahora que lo reclama por su infelicidad”, decían. Ella había logrado que la representase Manuel Rico, un militar veterano del Ejército del Norte. Había pedido, sin suerte, una compensación de seis mil pesos, contando las actualizaciones desde la disolución del ejército del norte.
Víctima de la bucrocracia
En 1826 comenzaron las gestiones para otorgarle una pensión. El 24 de marzo de 1827 el ministro de Guerra mandó su expediente a la Sala de Representantes, para que resolviese qué hacer. Su pedido ingresó el 25 de septiembre pero recién se discutiría el 18 de julio del año siguiente. A través de los testimonios del propio Viamonte, Gregorio Aráoz de Lamadrid, de Tomás de Anchorena -quien fue secretario de Manuel Belgrano en el norte- y de Hipólito Videla, quien estuvo prisionero junto a ella, todos conocieron su historia y se asombraron de sus cicatrices, además de las marcas de los azotes que había recibido de los españoles. “Seis cicatrices feroces de bala y sable. Su caro esposo, un hijo y un entenado que han expirado en las filas de los libres”.
Propusieron llamarla “Madre de la Patria”. Por unanimidad se le otorgó un sueldo correspondiente al de capitán de infantería, a pagar desde el 15 de marzo de 1827, que es cuando había iniciado el largo trámite burocrático ante las autoridades. La Sala de Representantes también dispuso que se publicase su biografía en los diarios y se le erigiese un monumento. Nada de esto se cumpliría. Y la paga la recibiría salteada.
Sería Juan Manuel de Rosas quien el 16 de abril de 1835 la efectivizó como sargento mayor y se aseguró que recibiese sus sueldos como correspondía. En agradecimiento, ella le pidió permiso y se cambió el apellido, incorporando el de Rosas.
Su necrológica se resumió en un registro del ejército, fechado el 8 de noviembre de 1847: “Baja. El mayor de Caballería Doña Remedios Rosas falleció”.
Una calle, pegada a la autopista Perito Moreno, cerca del Parque Avellaneda y un par de escuelas, en la ciudad y en la provincia de Buenos Aires llevan su nombre. En su homenaje, desde 2013, el 8 de noviembre es el día del afroargentino y de la cultura afro. Pobre Remedios: cuánto tuvo que esperar, aún después de su muerte, con todo lo que había hecho en vida.
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