Parte de la capacidad adaptativa del ser humano pasa por su adecuación a situaciones novedosas. Ante cambios significativos de las condiciones de vida, resulta necesario incorporar modificaciones en nuestros comportamientos que garanticen la subsistencia en el nuevo contexto.
Las guerras, los desastres naturales, las modificaciones del medio ambiente (naturales o artificiales) o las pandemias requieren en muchos casos transformaciones radicales de nuestros comportamientos.
Las formas de naturalización pueden constituir tanto una herramienta como un obstáculo para estos cambios, según si la situación que se afronta permite ser alterada con nuestros comportamientos o no.
Hoy en día es poco lo que el ser humano puede hacer para evitar un terremoto o el impacto de un asteroide, en tanto son fenómenos que, por lo general, no se encuentran determinados por los comportamientos sociales. Las pandemias suelen tener otras características. La aparición y formas de contagio del COVID 19 (así como su nivel de letalidad) sí dependen fundamentalmente de nuestros comportamientos. Han sido seres humanos los que generaron el salto entre especies, somos seres humanos quienes lo esparcimos en nuestros intercambios y somos también nosotros quienes podemos tomar distintos cuidados para disminuir o suprimir la presencia del virus, en los porcentajes de población afectada y en el número de muertes. A ello se suma que, a ciertos niveles, los sistemas de salud colapsan y se agregan a las muertes por COVID aquellas generadas por otro conjunto de afecciones que no llegan a ser atendidas correctamente (cardíacas, respiratorias, cerebro-vasculares, digestivas, accidentales, entre muchas otras).
El dólar baja, las muertes no
Paradójicamente, en el momento en que tenemos en Argentina el número de muertes diarias más alto desde que llegara la pandemia (con días cercanos a los 500 casos y un promedio que supera los 300 y con cifras acumuladas que se acercan con rapidez al 0,1% de la población total, número que posiblemente se superará antes de fin de año), las prácticas de cuidado se relajan cada día más. La baja de los contagios solo se va generando ciudad tras ciudad por saturación (el famoso “efecto rebaño” que implica que bajan porque nos vamos contagiando todos), estrategia que se ha revelado problemática ante los crecientes informes sobre la baja inmunidad que dejaría el virus (coherente con otros coronavirus y ratificada en la virulencia de las segundas olas que asolan Europa por estos días). Esto es, que aunque todos nos contagiemos este año con el número correlativo de muertes que ello implicará, es muy posible que todo comenzaría otra vez en marzo del año entrante, a menos que para ese momento se contara con una vacuna probada y exitosa que permitiera poner un límite al reinicio del ciclo, algo que todavía no se encuentra confirmado.
Siendo que, según los informes epidemiológicos, el grueso de los contagios ocurren en reuniones sociales en espacios cerrados o en ámbitos laborales que toman con laxitud los protocolos de cuidado, aparece como evidente que este alto nivel de muertes no tiene nada de inevitable y que, por tanto, las formas de naturalización no son estrategias adaptativas exitosas sino formidables maquinarias de negación, al servicio de legitimar la resistencia a la transformación de casi ninguna de nuestras prácticas sociales, algo que se aplica tanto a gran parte de las políticas públicas como a la construcción del humor social, dos niveles que se retroalimentan.
Con la información que se va recabando acerca de las formas de circulación del virus, hoy sabemos que, dada la transmisión por aerosoles, el mayor riesgo se encuentra en la reuniones por tiempos prolongados en espacios cerrados con mala ventilación, sean estos laborales o recreacionales.
Pese a ello, siguen sin desarrollarse campañas oficiales de reducción de daños (esto es, que permitan a la población comprender las formas dominantes de contagio e implementar otras modalidades de encuentro, reducir los mismos o la cantidad de personas en cada uno o aplicar cuidados que vayan más allá del uso de barbijo o el lavado de manos.
Del mismo modo, continúan habilitados en gran parte de las jurisdicciones nacionales los ámbitos cerrados de reunión de personas (bares, restaurantes, gimnasios, entre otros), en lugar de pensar soluciones económicas específicas para el sector, que sin dudas las requiere para afrontar las necesarias medidas sanitarias que podrían frenar el nivel de contagio.
Las formas de trazabilidad posibles en nuestro país (por ejemplo, los centros de rastreo con dirección universitaria que comenzaron a abrirse en provincias como Buenos Aires, Córdoba o incluso a nivel nacional) se ven dificultadas por los altos números de contagios, que hacen muy trabajoso, si no imposible, el seguimiento epidemiológico de los casos y de sus contactos estrechos.
Del mismo modo, sectores crecientes de población han decidido que el “encierro” ya resulta insostenible (algunos lo decidieron ya en marzo en el AMBA pero semana a semana se suman nuevos casos) y van recuperando más y más encuentros sociales, lo cual de algún modo resulta comprensible. Dado que no existen guías claras para los mismos, cada quien implementa los cuidados que puede y quiere, en una especie de caos informacional que pone en el mismo plano a las recomendaciones científicas (cambiantes, en función de los nuevos conocimientos, que no eran los mismos en marzo que en noviembre) con la circulación inescrupulosa de falsas soluciones, en muchos casos peligrosas en sí mismas, como el dióxido de cloro o la ingesta de lavandina. Incluso se dan cotidianamente situaciones contradictorias como la obsesiva limpieza de superficies en el contexto de una reunión familiar de varias horas en un lugar cerrado y sin utilizar barbijos, que se retiran ante la costumbre de compartir la comida.
Modos distintos de “naturalizar”
Un tipo inteligente de naturalización de esta crisis podría ser la transformación de nuestros hábitos como forma de adecuarnos al principio precautorio que surge de la aparición de un virus desconocido (al día de hoy todavía no tenemos claras las secuelas que puede dejar, la duración de su inmunidad o la efectividad de las vacunas que se encuentran en experimentación, pero sí sabemos de su alta contagiosidad y de su alta letalidad en personas mayores o con obesidad, problemas cardíacos o respiratorios, entre otros). Se trataría de una forma de naturalización adaptativa, como lo fue la adopción masiva de los barbijos en muchos países orientales a partir de las epidemias de comienzos del siglo XXI.
Pero otro tipo de naturalización, que es la que parece imperar entre nosotros, se asienta en una manía negacionista, que pretende seguir viviendo como si el virus nunca hubiera llegado. Esto transforma a las cifras de muertos en una variable más que no podemos controlar, un número anónimo que aparece cada noche, equivalente al parte meteorológico. Me surge la metáfora del valor del dólar o de la inflación, pero en estos dos casos también hemos naturalizado las consecuencias de comportamientos sociales, aunque ello daría para otro artículo. Tampoco el valor del dólar ni el de la inflación son consecuencias de la naturaleza y son nuestros comportamientos, también naturalizados, los que inciden en sus cambios. Se parece más de lo que creemos a la situación de esta pandemia.
Los seres humanos somos capaces de ambos modos de naturalización: aquel que permitiría transformar nuestros comportamientos (naturalizando los nuevos hábitos de cuidado) o aquel que busca insistir de modos compulsivos en no cambiar nada bajo la ilusión de que “siempre que llovió, paró”. Efectivamente es posible que en algún momento una vacuna, un tratamiento exitoso, un “rebaño” que sí resulte efectivo o cualquier evento impredecible haga retroceder al virus. Pero no sabemos cuándo llegará ese momento y no creo que estemos orgullosos del tendal de muertes que dejará tras de sí, una vez controlado. Y, sobre todo, tampoco sería un buen antecedente para el próximo desastre, sea del tipo que sea.
La desensibilización ante la muerte es un camino difícil de detener. Ya aceptamos en nuestra sociedad muertes por hambre, por frío o por enfermedades evitables. No aceptemos con la misma despreocupación sumar a las miles de muertes evitables por el COVID 19.
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