La noche del domingo 31 de octubre hacía frío en Córdoba. A Regina, de ocho años, le habían puesto camiseta de manga larga y un pullover Bariloche. Era un regalo de su papá, el comandante Mario Nello Zurro, que estaba a punto de partir junto a la promoción 31 de la Escuela de Aviación Militar en el viaje final de instrucción del año 1965, con destino final Estados Unidos. Al día siguiente tenía escuela pero como se despertaba fácil a la mañana, la dejaron ir.
Mario Zurro, “Kiko” para la familia, le dio un beso a ella, y cuando se despidió de su esposa Clyde, ella le puso en el bolsillo de su camisa veinte o treinta dólares, por las dudas.
Dándole la espalda a su familia, le ordenó a los suboficiales: ¡Muévanse, carajo! Es que no habían alistado aún las provisiones. Él era el encargado de la logística.
Esa misma mañana Cecilia, de nueve años, en la base aérea de El Palomar había despedido a su padre, el capitán Esteban Viberti, segundo piloto del TC-48. Esa noche el aviador sorprendió a sus padres, que vivían en Córdoba, y fue a cenar con ellos.
Ese domingo los aviones T-43 y TC-48, construidos en 1939, volaron al aeropuerto mendocino de El Plumerillo. En la provincia se encontraba el presidente Arturo Illia y, como se acostumbraba, los despidió en la pista. Luego, ambos aviones regresaron a Córdoba.
Desde que el Douglas DC-4 TC-48 despegó de El Palomar, notaron que sus motores hacían ruidos extraños, especialmente el 3 y el 4, y la misma anomalía la percibieron cuando aterrizaron en Córdoba. Aun así, a la medianoche del 31, partieron hacia Chile. El T-43, gracias a la presurización con la que contaba, pudo cruzar la cordillera de los Andes sin inconvenientes. Pero el TC-48, que carecía de ella, debía volar por debajo de los 3500 metros y pasar a Chile por Malargüe, donde el cordón montañoso es más bajo. A los cadetes no los dejaron dormir mientras se realizó el cruce y eran observados por los médicos, por las consecuencias por una posible falta de oxígeno.
Enseguida surgieron las guitarras y comenzaron a cantar. Estaban felices. Así lo describió Zurro en la carta a su familia. Detallista, la numeró con el 1. La despacharía de la ciudad de Lima.
Sería la única.
En la escala técnica en Antofagasta, se demoraron dos horas más de lo previsto porque los mecánicos debieron ocuparse de reparar los dos motores, ubicados en el ala derecha de la nave, y también revisaron fallas en el otro aparato. Estuvieron en Lima y el 2 de noviembre volaron a Panamá, con una escala técnica en Guayaquil. La siguiente etapa, a realizarse el miércoles 3, debía cubrir la base aérea de Howard, en Panamá, y el aeropuerto de San Salvador, en El Salvador. Pero nunca llegarían.
En ese trayecto, pasadas las seis y media de la mañana, el TC-48 emitió una alerta: el motor 3 se estaba incendiando y el 4 se había parado. Le notificaron al T-43, que iba unos kilómetros delante; su comandante se dio por enterado y continuó hacia su destino. Aún hoy no hay una explicación de por qué no regresó para acompañar a la máquina en problemas.
El pedido del TC-48 de un aterrizaje de emergencia fue captado por el piloto Alvaro Protti que volaba en un avión de LACSA (Líneas Aéreas de Costa Rica) a Miami. Protti les aconsejó que aterrizaran en Puerto Limón, una ciudad costera en Costa Rica, que disponía de una pista.
Luego, no hubo más contacto.
Mientras tanto, el primer avión aterrizó en Tegucigalpa. A los cadetes les ocultaron lo que estaba ocurriendo.
El 3 por la noche, los Zurro estaban en su casa en Córdoba. Les avisaron que se había perdido contacto con el TC-48 y que presumiblemente había caído al mar. Estaban avisando uno a uno, sin darles más explicaciones.
En la casa de los Viberti, esa tarde estaban viendo una novela, cuando se interrumpió la transmisión para dar la noticia. La esposa de Viberti, a quien todos conocían como Tita, atinó a salir a la calle a pedir ayuda. Vivían en el barrio militar en El Palomar y su primera reacción fue la de buscar a compañeros de su marido. En vano fueron a la I Brigada Aérea. Nadie los atendió.
Cecilia no entendía por qué el teléfono de su casa no paraba de sonar, ni tampoco por qué sus abuelos de Córdoba de pronto aparecieron en su casa. Corrieron la mesa del living y colocaron sillas alrededor del ambiente. Aún era muy chica para darse cuenta que habían armado una especie de velorio, pero sin cajón. A ella, todos la abrazaban y la besaban. No entendía por qué. “Es que el avión de tu papá se perdió”.
Ese día 3, en el Caribe, hubo tormenta, y recién fue posible desplegar el operativo de búsqueda el 4, que finalizó el 7. Las autoridades argentinas les informaron a los familiares que daban por desaparecido al avión en el mar y que sus ocupantes habrían sido devorados por los tiburones. “Fue muy cruel”, se lamenta aún hoy Regina al recordar a Infobae el comunicado de la Fuerza Aérea dado a conocer el 3 de diciembre. Habían desaparecido 68 personas: 54 cadetes, 5 oficiales y los 9 miembros de la tripulación.
Les dijeron que se habían recuperado del mar botes salvavidas verdes, chalecos salvavidas y algunas gorras. Cuando los familiares tuvieron acceso a estas pruebas, comprobaron que los salvavidas correspondían a Prefectura, no coincidían los colores y mucho de lo rescatado tenía un fuerte olor a naftalina.
El 10 de noviembre, los Zurro recibieron la carta despachada por Mario desde Lima. “Una falla en el motor de nuestro avión nos demora dos horas. El otro avión también tiene sus fallas”, se lee al pie de la segunda hoja. Esa carta sería una prueba irrefutable que fue celosamente guardada. “Andaban desesperados por obtenerla”, remarcó Regina.
Era tal el estado del otro avión, el T-43, que en Panamá fue totalmente desarmado y vuelto a armar, antes de permitirle regresar. Otra hubiera sido la historia si se hubiese aceptado el ofrecimiento de Aerolíneas Argentinas, que había puesto a disposición dos de sus máquinas para hacer el viaje.
Clyde Pereira era uruguaya. Allí se había casado con Mario Nello Zurro, en Punta Carretas, el 11 de febrero de 1956. La familia de Mario provenía del Friuli y le habían puesto Nello por su abuelo. El aviador, opositor al gobierno de Juan Domingo Perón, se había exiliado en Uruguay luego del fallido golpe de 1951 y así el destino los había unido.
A lo largo de su carrera, Zurro había sufrido ocho accidentes. Cuando vio los aviones en los que harían el viaje, se mostró preocupado. “Los cadetes no pueden viajar así…”, le comentaba a su esposa. En una oportunidad, una adivina le había leído las manos y le anticipó que sufriría un accidente muy grande. El siempre tranquilizaba a la familia. “Yo me voy a salvar”.
Clyde, como otros tantos familiares, se negó a recibir el pésame de las autoridades de la Fuerza Aérea Argentina, que siempre insistieron en la versión de que el avión había caído al mar. Resultaba extraño que no hubiesen hallado manchas de aceite, vestigios de la máquina o aún restos humanos. Sentían que no les decían la verdad. En junio se entrevistó con el presidente de facto, Juan Carlos Onganía, quien le prometió investigar. Pero fueron solamente palabras.
La cédula de identidad
Antes de emprender el fatídico viaje, el cadete Oscar Vuitoz, que viajaba en el TC-48, le dio a un compañero del otro avión una bolsita con su cédula de identidad, un par de gemelos y cien dólares. Le pidió que se la guardara porque ellos llevaban la ropa y el equipaje colgado y tenía miedo de que la perdiese. Cuando ocurrió la tragedia, este cadete le entregó la bolsa a su superior. Y las autoridades argentinas anunciaron que habían encontrado en el mar la cédula de uno de los cadetes. En un primer momento, no la querían entregar porque decían que estaba mordida por los tiburones. Pero estaba intacta. Luego de dos peritajes realizados al documento, se comprobó que nunca había estado en contacto con el agua salada. Esta historia se conoció por una carta anónima que fue enviada a la familia Vuitaz. Los familiares se sintieron cruelmente engañados.
Clyde, de 33 años, y sus cuatro hijos dejaron su casa de Córdoba y se mudaron a Montevideo. Evitaron así la presión mediática y el tomar distancia le sirvió para mitigar el dolor que le causó el vacío que le hicieron los compañeros de su marido. No le hablaban. Llegaban a cruzarse de vereda, solo para evitar las preguntas de esa mujer rubia, de vivos ojos celestes que no se callaba y que la familia veía cada vez más flaca.
Los familiares decidieron encarar su propia búsqueda. Organizaron rifas, kermeses, juntaban dinero entre ellos. Fue así que el capitán Juan Tomilchenko, padre del cadete Juan Bernardino, y el suboficial Rubén Bravino, padre de Orlando Pedro, viajaron al Caribe. Primero recorrieron las costas, especialmente los lugares donde se suelen encontrar vestigios de naufragios, y luego se internaron en la espesísima e inconmensurable selva de Talamanca, que comparten Costa Rica y Panamá. Es que lugareños dijeron que habían visto pasar a un avión a baja altura y que se dirigía al interior. Pasarían semanas, meses y hasta años en aquel país buscando al avión y a sus hijos.
En 1966 Clyde viajó a Costa Rica. Dejó a sus hijos en Montevideo y entró a la selva. Se quedó hasta 1968 con la convicción de que era inminente el hallazgo del avión. Aún creía que su marido continuaba con vida. Cuando Rafael, un niño indígena fue internado de urgencia en el hospital local, dijo haber visto mucha gente igual, con pelo corto. Abría y cerraba sus manos para señalar la cantidad de personas que había visto. En su idioma, dio a entender que conocía la ubicación del avión, que de un rancho de hojas de banano estaba a una o dos jornadas de caminata. Dos días después falleció a causa de una peritonitis.
Hubo indígenas que le aseguraron a la maestra Talía Rojas que el avión estaba en una zona que ellos mismos no querían que nadie llegase. Y aparecieron los videntes y adivinos, así como algunos lugareños y aprovechadores que recurrían a cualquier engaño para quitarle dinero a los familiares que viajaban, ávidos de noticias y del mínimo indicio.
Regina maduró rápido. A los 12 años su madre le había enseñado a conducir, por si a ella le pasaba algo. Se recibió de contadora y de profesora de Ciencias Económicas. Ahora es inspectora en la Dirección de Adultos en Córdoba. Es la única de sus cuatro hermanos que no se casó.
Cecilia recuerda las miradas de lástima en la escuela y el ultimátum de la Fuerza Aérea para que la familia abandonase el departamento que ocupaban en El Palomar. En la escala que habían hecho en Lima, Viberti le había comprado a su esposa un medallón con un anillo. “Fue el último regalo del Chacho”. Se conserva en la familia como una verdadera reliquia.
“Buscadora de aviones perdidos”
En la década del 90, Cecilia decidió viajar a Costa Rica para emprender su búsqueda. A lo largo de los años se había mantenido al tanto de todo y llevaba su duelo en silencio. Abría la puerta del placard de la casa, donde se guardaba la ropa de su papá tal cual la había dejado, porque aún conservaba su perfume. Ella contactó a Wilfredo Rojas, un geólogo local que desde la década del 80 también busca el avión que, en Costa Rica, ya había alcanzado ribetes de leyenda. Porque se decía que la nave transportaba oro, también muchos dólares. Paradoja de la vida: en Argentina el mayor accidente de la Fuerza Aérea Argentina era un caso olvidado para las autoridades.
En el 2001 hizo el primer viaje. Haría tres y en dos recorrería la selva. Fue un esfuerzo muy grande. Cada búsqueda supone un desembolso de, por lo menos, mil dólares. Además, hay que plastificar mapas, armar botiquines con sueros, hasta secar carne para llevar como alimento.
El tiempo cuenta. Debían realizar tres días de caminata por lugares en donde no se ve el cielo, y se precisan dos para salir. En este tipo de expediciones, contaban con solo dos días para efectuar la búsqueda en una selva muy tupida.
Cuando hizo el primer viaje, los integrantes de la expedición no le hablaban, no querían saber nada con la presencia de una mujer. Cuando vieron que ella mantenía el ritmo sin quejarse, comprendieron que era uno más de ellos. Aprovechaban los lechos de los riachos y aún así demoraban ocho horas en recorrer un kilómetro en un ambiente en el que guía, antes de ingresar, le pide permiso a la montaña, y en donde está prohibido matar a cualquier animal.
Los períodos de búsqueda en la selva se resumían en la época de Semana Santa, en la que no llueve y un par de semanas en octubre.
Cuando Infobae le preguntó a qué se dedica, Cecilia contestó “buscadora de aviones perdidos. Es que se me fue la vida buscando”. Tiene la fuerza intacta y la pasión que transmite denota una persona que difícilmente se doblega. Ella toma como una bendición toda acción que ayude en la búsqueda, como que missing.aero, una organización que se dedica a la búsqueda de aviones perdidos, haya incluido en su agenda de trabajo al TC-48. O al argentino residente en Miami, Mariano Torres García, que se dedica a barrer el lecho marino con tecnología de última generación porque cree que la nave se precipitó al agua.
En los operativos Esperanza, desarrollados en los años 2008, 2009, 2010, 2012 y 2013, la Fuerza Aérea envió en cada expedición dos integrantes de sus fuerzas especiales con el propósito de localizar el avión. En una de las misiones, hallaron vestigios de una civilización precolombina.
En esa carta, Zurro se disculpó ante su familia: “Me hubiera gustado despedirme mejor”. Esa carta que Clyde conservaba bajo su almohada cuando falleció, en el 2011, ya vencida por un cáncer. A pesar de la lejanía, la selva y el olvido de muchos, por fin Kiko la había venido a buscar.
Fuentes: Regina Zurro; Alejandro Zurro; Cecilia Viberti; Horacio Garagiola
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