Apenas 600 gramos para Agustina (18), y sólo un poco más -810 gramos- para Candela (18). Las mellizas Sapoznik nacieron con apenas 24 semanas gestación, en un parto de urgencia. Es decir, fueron catalogadas como prematuras extremas, como se llama a quienes permanecieron menos de 28 semanas en la panza de su mamá y tienen menos un kilo y medio de peso. Para la ciencia médica, la probabilidad de sobrevida en estos casos es mínima. Pero ellas estuvieron cuatro meses internadas en una UTI (Unidad de Terapia Intensiva) y lucharon para salir adelante. No sólo son parte de la estadística, que enuncia el nacimiento de 75 mil bebés prematuros por año en la Argentina, un diez por ciento del total de alumbramientos según cifras del ministerio de de Salud. Sino que toda la fragilidad que significó su llegada al mundo, la supieron convertir en fuerzas para alcanzar una vida plena.
Sus padres, Veronica Selem (45) y Damián Sapoznik (50), se conocieron hace casi 25 años, por intermedio de la ex novia del hermano de ella. “Me dijeron que tenían alguien para presentarme, me llamó por teléfono, coordinamos una salida... y nunca apareció, me dejó plantada. Dos años más tarde nos reencontramos, y ahí no nos separamos más”, le cuenta a Infobae.
Después de dos años de convivencia, ella se recibió de psicóloga, se casaron y decidieron ser padres. “Me diagnosticaron con ovario poliquístico, entonces buscábamos, buscábamos y el embarazo no llegaba. Nos sugirieron estimulación, lo hicimos y de una vacaciones en mayo a Bariloche nos fuimos dos y volvimos cuatro”, dice. Sin embargo, recién se enteró que estaba embarazada después de casi tres meses. “Tenía ciclos menstruales irregulares y largos. No le di bola a la ausencia de sangrado”, recuerda.
Algo similar ocurrió el día que supo que no iban a ser padres primerizos de un bebé, sino de dos. “Fuimos a la segunda ecografía y antes que el médico me lo diga vi dos corazones latiendo. Yo me empecé a reír, mientras veía que Damián se ponía pálido”.
Frente a la noticia de la llegada de las mellizas, la pareja salió del consultorio de Barrio Norte para compartir la felicidad con la familia. “Fuimos a un locutorio a pocas cuadras, agarré la libreta y llamé a mi madre, suegra, amigos y mi tía que era madre de mellizos…”
El embarazo transcurrió como lo planeado hasta la noche del 21 de noviembre 2001. Empezaba la semana 24 y la fecha de parto era recién para mediados de febrero de 2002. “Me estaba por acostar y sentí agua en las piernas, había roto bolsa. Sabía lo que era, pero como era primeriza no dimensioné el riesgo”, dice.
En un taxi y con un bolsito improvisado salieron hacia la clínica. Allí tomaron nota de la gravedad. El parto se había iniciado y le tuvieron que practicar una cesárea de urgencia. “Las vi salir de la panza y recién 24 más tarde las vi conectadas a todo el cableado. Fue angustioso”, recuerda.
Eso no era todo: los médicos no le daban pronósticos favorables. “Ambas estaban muy mal y no sabían si iban a vivir. Primero por el bajo peso que tenían. y eran muy inmaduras en su desarrollo. Así que precisaron de todo tipo de asistencia para mantenerlas con vida. Inclusive con distintas intervenciones quirúrgicas”.
La familia pasó un largo período de internación en la unidad de terapia intensiva. “Un día me avisaban que Candela evolucionaba lentamente, y festejábamos; al día siguiente que Agustina no... entonces era todo súper ambivalente. Fueron los peores meses de mi vida, el fantasma de la muerte estaba siempre presente”.
Uno de los desafíos más grandes a los que se enfrentan las madres de bebés prematuros es cómo darles el alimento fundamental para los chiquitos: la leche materna. “Me sacaba leche, pero no alcanzan ni a los 20 centímetros cúbicos. Así que tuvieron que hacer malabares. No voy a olvidar jamás a esas enfermeras y a esos médicos por su compromiso”.
El alta tan anhelado
Recién al mes de haber nacido sus hijas, Verónica pudo tener en brazos a Candela. Y los dos y medio, llevarla a su casa. Mientras tanto, Agustina quedó en neonatología, donde estuvo hasta los casi cuatro meses y medio, luego siguió con internación domiciliaria. “Ese periodo también fue complejo, ya que tenia que cuidar de una mientras la otra seguía internada, luchando”.
Verónica traza una analogía entre lo que vivieron sus hijas y la personalidad que ambas tienen en la actualidad. “Es loco pensar que hoy sucede lo mismo. Son las dos sanas, fuertes, amorosas, sensibles y amigueras, pero a Agus todo le cuesta el doble, y cuando menos te lo esperás lo revierte como lo hizo cuando estaba en neo”.
Se estima que los bebés prematuros, cuando atraviesan ese umbral de zozobras, recuperan su edad biológica natural a partir de los dos años. Con el tiempo, las mellizas pudieron ir a la escuela, recibirse, hacer deportes salir, y tener vida normal. “Claro que fui un poco obsesiva por los cuidados, porque no quería que les pasara nada”, reconoce Verónica.
Cada una terminó el colegio con excelentes notas, viajaron sin problemas a una experiencia de intercambio internacional y cursan el primer año de la universidad. Pero no tienen la misma vocación: Agustina estudia diseño gráfico, y Candela negocios digitales. Y ocho años más tarde llegó un hermano: Juan (11).
En esta pandemia, ambas se contagiaron de COVID-19, y transitaron sin grandes sobresaltos la enfermedad. Quisieron ir a donar plasma, aunque no lo pudieron hacer porque tienen sus venas debilitadas por tantas intervenciones quirúrgicas que soportaron de pequeñas. Tienen amigos, son felices y reconocen pocas huellas del pasado. Solo la fortaleza de guerreras que tuvieron cuando eran bebés. Hoy están a pocos días de cumplir 19 años: “Como un milagro”.
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