El escritor Stefan Zweig le dedicó una apasionada biografía al hombre que “realizó la más grande proeza en la historia de la exploración de la tierra; Fernando de Magallanes, quien salió con cinco diminutos cúteres de pescadores, de Sevilla, para dar la vuelta al mundo, la odisea más espléndida en la historia de la humanidad...”
En Magallanes, la aventura más audaz de la humanidad (Editorial Claridad, 2019), el novelista austríaco compara la travesía del Pacífico con el cruce del Atlántico de Cristóbal Colón. “Colón navega con sus tres carabelas recién botadas, aparejadas de nuevo y bien provistas, durante un total de sólo treinta y tres días”, dice. Además, una semana antes de tocar tierra, las señales son claras: aves terrestres, hierbas y troncos flotando alrededor de las naves son indicio de la cercanía de las “Indias”…
Magallanes en cambio, destaca Zweig, “se dirige absolutamente a lo desconocido, y no parte de una Europa familiar con sus puertos y su patria, sino que sale de la Patagonia extraña e inhospitalaria”. Es algo injusta la comparación, considerando que la incertidumbre con la cual navegaba Colón era inmensa en ese viaje inicial hacia lo desconocido, pero habla de la admiración que sintió Zweig al tomar contacto con la epopeya de Magallanes.
Cuando emprende la travesía del Pacífico, éste conducía tres naves ya desgastadas por un año y medio de viaje y mal abastecidas. Hacía semanas que no veían humanos; el último indicio de vida que atisban antes de salir al mar abierto son los fuegos que encienden los aborígenes y que lo llevarán a elegir el nombre de Tierra del Fuego para ese confín del mundo. Vienen de meses de espera entre San Julián y la desembocadura del río Santa Cruz. Un tiempo ensombrecido por motines y discordias, y coronado con la deserción de la nave más grande y mejor equipada de la flota.
En esas condiciones navegan desde el extremo sur de nuestro continente hasta las Filipinas, durante cien días, “tres veces el tiempo en que Colón cruzó el océano”, dice Zweig.
Ese cruce fue una verdadera agonía, con los víveres agotados y comiéndose hasta la suela de los zapatos, literalmente, “...irremisiblemente solos en ese despiadado desierto de agua…”, como poéticamente lo describe el biógrafo y admirador. Es casi imposible ponerse hoy en la piel de esos hombres que ignoraban distancias y mapas; el propio Magallanes, un experto navegante, con varias expediciones encima, conocedor del Lejano Oriente, tenía una idea muy errada de las dimensiones reales del planeta que iba a circunvalar.
Esta es la proeza que lamentablemente las autoridades argentinas decidieron ignorar en su 500 aniversario, ni más ni menos. El comienzo de la pandemia, con las medidas más estrictas de confinamiento, opacaron las celebraciones que la Iglesia argentina había previsto para evocar, el 1° de abril, la primera misa oficiada en territorio argentino, justamente por orden de Magallanes, en puerto San Julián (hoy provincia de Santa Cruz).
El pasado 21 de octubre, buques de las armadas de España y Chile confluyeron hacia la salida del Estrecho para un ejercicio conjunto de homenaje, que debía ser tripartito, pero del que la Argentina, pese a estar invitada, declinó participar “por razones presupuestarias” y por la “pandemia”. Se trataba sólo de enviar una fragata, aclaremos. En consecuencia, como puede verse en el video, en este acto sólo flamearon en el Pacífico sur las banderas chilena y española.
Es lamentable por otra parte que hoy la corrección política y la leyenda negra nos priven de repasar y conmemorar en su justa dimensión las hazañas de esos primeros aventureros.
El viaje de Magallanes y El Cano fue el más largo en tiempo y espacio: duró tres años y cruzó todos los mares, el Atlántico, el Pacífico y el Índico. De los 250 hombres que se embarcaron, solo regresaron 18.
“Una sola generación ha realizado tan grande obra -escribe Stefan Zweig en referencia a Colón y los demás conquistadores anteriores a Magallanes-; sus navegantes han vencido todos los peligros para las generaciones futuras; sus conquistadores tomado países y mares y sus héroes resueltos todos o casi todos los problemas. Sólo ha quedado por realizarse una misión, la última, la más hermosa, la más difícil [la vuelta al mundo]. Esta será la idea vital y el designio [de] Fernando de Magallanes”.
Esta hazaña le debe mucho a la férrea voluntad de Magallanes, que no se dejó vencer por obstáculos, pero también al apoyo incondicional que le dio Carlos I de España, luego Carlos V como emperador, quien siguiendo la tradición de sus abuelos, Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, hizo la apuesta de riesgo de equipar la incierta expedición de este portugués.
El descubrimiento de América, luego de cubrir de gloria a España, había traído cierta desilusión, cuando esas Indias a las que creían haber llegado no proveían las codiciadas especies; mientras que Portugal se seguía beneficiando de sus rutas hacia la India, bordeando el África. Recién cuando Hernán Cortés y Francisco Pizarro conquistan México y Perú y sus riquezas, empieza el Continente a ser visto con otros ojos. Pero cuando Magallanes planifica su expedición, el desideratum seguían siendo las islas Molucas y sus especies.
Fernao de Magalhaes era un portugués de noble cuna, nacido en 1480. Era marino y militar. Había participado de varias expediciones de exploración y de campañas de conquista con las cuales los portugueses, doblando el cabo de buena Esperanza, fueron abriendo y consolidando la ruta hacia las codiciadas especias. Tomó parte de las batallas contra los turcos por el dominio de las Molucas (actual Indonesia). A los 30 años ya era capitán.
También participó de una expedición a Malaca (Singapur) en 1509. De esa región trajo un esclavo, Enrique, que luego lo acompañaría en su aventura americana. Años después también luchó contra los moros en Marruecos.
Del Asia, de Japón, entonces llamada Cipango, de China (Catay), de la India y de las islas circundantes, llegaban a Europa la seda y otras telas más finas que las que se producían localmente, además de perlas, tapices, esencias y perfumes y, sobre todo, las especies: nuez moscada, canela, clavo de olor y la muy apreciada pimienta. A tal punto eran importantes estos productos que en el escudo que recibe Juan Sebastián Elcano al completar la vuelta al mundo, además de la frase “Primero en circundarme” aparecen representadas en la parte inferior el clavo de olor, las ramas de canela y las nueces moscada.
Decepcionado por la falta de reconocimiento del rey de Portugal a sus méritos, Magallanes decidirá ofrecer sus servicios a otra corona. Tenía entonces 35 años y, por sus conocimientos y sus viajes, estaba convencido de que las Molucas, o al menos una parte de ella, eran territorio español; sólo había que encontrar una ruta alternativa. Y para ello había que navegar hacia el oeste. En 1513, Vasco Núñez de Balboa había descubierto el Pacífico, que llamó Mar del Sur. El desafío era encontrar el paso navegable hacia ese mar y Magallanes creía saber dónde estaba, aunque sus cálculos se verificaría como muy errados en cuanto a la distancia que debía recorrer.
Se traslada a España en 1517. Allí, Diego Barbosa, otro portugués exiliado como él, lo ayudó a encontrar contactos y respaldo en la Casa de Contratación de Sevilla, y también lo convirtió en su yerno al darle la mano de su hija Bárbara. Castellaniza su nombre y pasará a la posteridad como Fernando de Magallanes.
“En un mes ha alcanzado en el extraño país de España, más que en su patria en diez años de abnegados servicios”, dice Zweig.
Las especies del este eran una carga muy valiosa y que ocupaba poco espacio: un comercio muy rentable, siempre que la ruta fuese segura. Y ese era el problema para España o para Europa en general. Parte de esa ruta estaba bajo control de los moros, por eso Portugal se dedicó a consolidar militarmente su hegemonía en la zona que el Tratado de Tordesillas, avalado por el Papa, le había concedido.
Inicialmente, la Casa de Contratación rechaza el plan de Magallanes. Pero él logra entrevistarse con el joven rey Carlos I. Le explica su certeza de que existe otra ruta a las Molucas, que, le asegura, estaban en la zona atribuida a España por el Tratado de Tordesillas de 1494; él encontrará navegando hacia el oeste una ruta libre de portugueses, un paso que uniría el Atlántico con el Asia.
Seguramente las bitácoras de viajes anteriores alentaban esta idea que, como se verá, era, si no falsa, como mínimo muy errada en cuanto a la ubicación de ese pasaje. Hasta el momento en que Magallanes emprende su aventura, la desembocadura del Río de la Plata era la más austral de las ubicaciones exploradas por los adelantados.
El 22 de marzo de 1518, Carlos I firma, en su nombre y en el de su madre, Juana la Loca, la capitulación por la cual concede a Magallanes la exclusividad por diez años en el recorrido que se propone hacer -en ese lapso no otorgará otros permisos-, y el título de adelantado o gobernador de los países e islas que descubra.
La corona se compromete a armar cinco barcos con tripulación, provisiones y armamento para dos años. Todo parecía resuelto y sin embargo se abre entonces un largo período de un año y medio durante el cual se suceden las dificultades, naturales en una empresa de esta magnitud, pero también artificiales, porque Portugal hará todo lo posible por impedir el viaje. Cuando fallan los intentos de hacer volver a Magallanes por las buenas o de convencer a Carlos I de desistir de un viaje que lo enemistaría con el rey Manuel, empieza el sabotaje. Lo primero, incentivar el resentimiento nacional entre los capitanes que participarán de la empresa, que son todos españoles, predisponiéndolos en contra del portugués Magallanes; una siembra envenenada que, como veremos, dará su fruto diabólico en Puerto San Julián.
Magallanes queda en el medio de un tironeo entre ambas coronas -además, emparentadas por alianzas matrimoniales- y su empresa sólo verá la luz porque el joven Carlos I se pone siempre de parte del expedicionario cada vez que el sabotaje de Portugal o los celos de otros españoles ponen en peligro los preparativos.
Los portugueses llegan hasta a provocar una insubordinación popular en el puerto de Sevilla donde se están alistando las naves, que será rápidamente sofocada, pero que instala en Magallanes una profunda desconfianza de su propia tripulación que llevará a este hombre de carácter muy reservado a encerrarse más aun en sí mismo.
El rey Carlos limita al mínimo el número de portugueses en toda la tripulación para no enojar tanto al rey Manuel, y coloca a Juan de Cartagena como una suerte de veedor con el mismo nivel de mando que Magallanes. Una suerte de co-jefatura de la expedición obligando al navegante portugués a compartir con él toda la información y los planes. Esta decisión tendrá consecuencias funestas.
El embajador de Portugal, Álvaro da Costa, hace un último intento para evitar la partida de Magallanes: la amenaza. Se lo informa de puño y letra al rey Manuel: “Lo encontré [a Magallanes en su casa] ocupado en empaquetar provisiones… (...) Le expuse que el camino delante de él albergaba tantos peligros [y] cuánto mejor haría en regresar a su patria y a la gracia de Vuestra Majestad, con cuya benevolencia podía contar… Lo invité a reflexionar que todos los castellanos de rango en esta ciudad hablaban de él, sin excepción, como de un hombre de baja estofa y de mala educación… y que, en general, se lo consideraba como a un traidor desde que se ha puesto contra el país de Vuestra Majestad”.
Hipócrita, se dice preocupado por la seguridad de Magallanes, lo que implica que ya Portugal ha dado orden de tratar de interceptarlo. Algo que se reiterará cuando lo que queda de la expedición de Magallanes llegue a Filipinas y deba emprender la ruta de regreso pasando por zonas controladas por los portugueses.
Contra todos los pronósticos y boicots, tras casi un año y medio de preparación, el 10 de agosto de 1519 los cinco barcos con 265 tripulantes dejan el puerto de Sevilla y bajan por el río Guadalquivir hasta Sanlúcar de Barrameda desde donde se adentrarán en el mar. Antes de embarcar, en la Iglesia Santa María de la Victoria, Magallanes jura fidelidad al rey y recibe el estandarte real que promete defender con su vida.
Un joven veneciano, Antonio Pigafetta, se suma a la expedición como cronista. Su relato del viaje será una de las escasas fuentes directas de la expedición y por cierto la más completa dado que su autor es uno de los 19 que llegan a destino, completando la vuelta al mundo. La bitácora de Magallanes se perdió, posiblemente adrede, por los sobrevivientes del viaje a los que no dejaba bien parados.
Además de las provisiones para dos años de viaje y del armamento, los barcos llevan mercadería para el trueque con los nativos: espejos, cascabeles, cuchillos, tijeras, pañuelos de colores y joyas de imitación.
La expedición pone rumbo a las islas Canarias, se adentra en el Atlántico, en dirección de Río de Janeiro. Luego de dos semanas estacionados en Brasil, donde se reaprovisionan, toman la dirección del sur. Llegan al Río de la Plata el 10 de enero de 1520. “Anteriormente se había creído que esa agua no era la de un río sino un canal por el cual se pasaba al Mar del Sur -escribe Antonio Pigafetta, el cronista de la expedición-; pero se vio bien pronto que no era sino un río que tiene diecisiete leguas de ancho en su desembocadura. Aquí fue donde Juan de Solís, que andaba como nosotros descubriendo nuevas tierras, fue comido con sesenta hombres de su tripulación por los caníbales, en quienes se había confiado demasiado”.
La siguiente estación es en ya en la Patagonia, que le debe el nombre a esta expedición. “Llegamos (31.03.1520) a los 49º y medio de latitud meridional donde encontramos un buen puerto, y como el invierno se aproximaba, juzgamos a propósito pasar allí la mala estación”, anota Pigafetta en su diario, en referencia a la bahía y Puerto de San Julián, bautizado así por Magallanes. Decepcionado al comprobar que este sitio no es el pasaje tan esperado, decide pasar el invierno en el lugar, a sabiendas de que debe ir más al sur y que por lo tanto lo más sabio es esperar el verano.
Contra lo dispuesto por la Casa de Contratación, Magallanes no compartía sus planes con el veedor ni con los demás capitanes de las naves. Lo más probable es que el marino portugués no poseyera en realidad ningún dato certero sobre el paso, contra lo que había asegurado al Rey, a sus financistas y a toda la tripulación. De hecho, algunos de los mapas que circulaban por la época, mostraban a los continentes soldados en el sur. Lo de Magallanes era casi con seguridad sólo intuición, y no podía decirlo. Prueba de ello es su decisión de estacionarse por varias semanas en San Julián, cuando el paso que tanto busca está a solo 400 kilómetros al sur…
Impacientes ante el mutismo de Magallanes, al que no le encuentran explicación, los capitanes españoles, Juan de Cartagena, Gaspar Quesada y Luis de Mendoza, se amotinan.
El primer signo lo recibe Magallanes el 1° de abril. Es el domingo de Ramos, y el jefe de la expedición manda oficiar una misa -la primera en lo que será el territorio argentino- a la que invita solemnemente a los demás capitanes. Éstos lo desairan, exponiendo tontas excusas para no asistir. Están ocupados en su conspiración.
Los amotinados logran apoderarse de tres naves pero el marino portugués, más curtido que ellos en el combate y con un carácter evidentemente decidido, logra reprimir el movimiento.
Así lo relata Antonio Pigafetta: “En este puerto, el cual pusimos el nombre de San Julián, gastamos cinco meses, durante los cuales no nos acontecieron más accidentes que aquellos de que vengo de hablar. Habíamos apenas fondeado en este puerto cuando los capitanes de las otras cuatro naves formaron un complot para matar al comandante en jefe. Estos traidores eran Juan de Cartagena, veedor de la escuadra; Luis de Mendoza, tesorero; Antonio Coca, contador, y Gaspar de Quesada. El complot fue descubierto: se descuartizó al primero y el segundo fue apuñalado. Se perdonó a Gaspar de Quesada, quien algunos días después meditó una nueva traición. Entonces el comandante, que no osaba quitarle la vida porque había sido creado capitán por el Emperador en persona, lo arrojó de la escuadra y lo abandonó en la tierra de los patagones con cierto sacerdote su cómplice”.
Magallanes condenó a muerte a 40 hombres más pero no ejecutó la pena, al parecer disuadido por otros miembros de la tripulación. Sebastián Elcano, que había tomado parte activa en el motín, salvó así su vida. El destino le tenía reservadas otras tareas. Desde ese momento, tendrá perfil bajísimo hasta que en Filipinas las sucesivas pérdidas de oficiales lo convierten en jefe de lo que queda de la expedición y le corresponde a él la gloria de completar la vuelta al mundo.
Durante esos largos cinco meses en San Julián, la expedición toma contacto con los nativos, que Magallanes llamará patagones, y a los que encuentran extremadamente altos y describen casi como gigantes. Los ibéricos de entonces eran de talla pequeña, 1,50 o 1,60 promedio, y los patagones debían medir 1,80 o 1,90.
“Un día en que menos lo esperábamos -cuenta Pigafetta- se nos presentó un hombre de estatura gigantesca. (...) Al vernos, manifestó mucha admiración, y levantando un dedo hacia lo alto, quería sin duda significarnos que pensaba que habíamos descendido del cielo. Este hombre era tan alto que con la cabeza apenas le llegábamos a la cintura. Era bien formado, con el rostro ancho y teñido de rojo, con los ojos circulados de amarillo, y con dos manchas en forma de corazón en las mejillas. (...) Su vestido, o mejor, su capa, era de pieles cosidas entre sí (...). Llevaba en la mano izquierda un arco corto y macizo, cuya cuerda, un poco más gruesa que la de un laúd (...); y en la otra mano, flechas de caña, cortas, en uno de cuyos extremos tenían plumas…”.
El intento de cumplir la orden de la Casa de Contratación de llevar “ejemplares” de nativos termina en tragedia: los dos indígenas atrapados mueren en la travesía pero además su captura es una agresión que pone fin a la buena convivencia inicial.
Para calmar la ansiedad de la espera, Magallanes envía a una de las naves, la Santiago, en misión de exploración. Sin suerte, ya que en la desembocadura del río Santa Cruz una tempestad destroza la embarcación. La tripulación es rescatada.
El 24 de agosto termina esta etapa sombría cuando Magallanes da la orden de retomar el viaje. Pero al llegar al río Santa Cruz, sin saber lo cerca que está de su meta, ordena otros dos meses de espera hasta bien entrada la primavera. La expedición se encuentra a sólo dos días de navegación del Estrecho que hará célebre a su capitán.
El 18 de octubre, antes de reanudar el viaje, ordena celebrar una misa solemne. Tres días después, el 21 de octubre, llegan a cabo Vírgenes. Los pilotos sugieren no adentrarse, pensando que nuevamente se trata de una vía muerta. Pero Magallanes intuye que no y ordena a dos de las naves iniciar un reconocimiento de cinco días y regresar.
A los cinco días, regresan ambas naves con la confirmación de la noticia tan esperada. El agua salada, el estrecho que se ensancha cada vez más y se vuelve más profundo… no hay duda, es el paso tan buscado. Empieza entonces el cruce de toda la expedición, las cuatro naves se adentran en el Estrecho que, por la cercanía de la fecha, Magallanes, que seguía el almanaque para todas las denominaciones, bautiza como “de Todos los Santos”.
El Estrecho, vale recordar, mide 500 kilómetros y tiene muchas bifurcaciones. Al llegar a una de ellas, Magallanes decide dividir la flota. Poco antes había mantenido, quizás por primera vez, un conciliábulo con los capitanes en torno al rumbo a seguir. Uno de ellos, Esteban Gómez, piloto de la San Antonio, único portugués, proponía volver a España y recomenzar el viaje con una flota nuevamente aprovisionada, en vez de continuar con la menguada carga que tienen. Pero Magallanes está decidido a seguir y ordena ocultar a la tripulación la escasez de víveres.
Siguen viaje y al tercer día ven al fin el Mar del Sur. Por primera vez, Magallanes deja ver sus emociones. “El Capitano Generale lacrimó per allegrezza”, escribe el italiano Pigafetta.
Pero entonces, una puñalada: la San Antonio, la nave más grande, la mejor y la más provista, ha desertado y, dando media vuelta, emprende el regreso a España.
Magallanes no desiste. Les lleva 36 días atravesar el Estrecho. El 28 de noviembre inician las tres naves que quedan el incierto cruce del océano que Magallanes llamará Pacífico y cuyas dimensiones desconoce por completo.
Tres meses y 20 días tomará la agónica travesía. Para llegar en primer término a una isla inhabitada.
Recién el 6 de marzo de 1521 arriban a otra isla que Magallanes cree forma parte de las Molucas, pero en realidad ha descubierto las Filipinas. El resto es sabido. Magallanes encontró la muerte en una de esas islas en un combate con tribus locales.
Había encontrado la ruta tan buscada, pero sobre todo, había cambiado la geografía de su tiempo. “Ha quedado superada definitivamente la cosmografía de los griegos y romanos, y para siempre desechadas (...) las ingenuas fábulas de las antípodas que caminan cabeza abajo. Se ha determinado para siempre la latitud de la tierra”, escribe Zweig.
Sólo 18 hombres de la tripulación inicial regresan a España 3 años después habiendo completado la expedición: “Gracias a la Providencia, el sábado 6 de septiembre de 1522 entramos en la bahía de San Lúcar... -escribe Pigafetta-. Desde que habíamos partido [hasta] que regresamos a ella recorrimos, según nuestra cuenta, más de catorce mil cuatrocientas sesenta leguas, y dimos la vuelta al mundo entero”.
Dos días después, una multitud se agolpa en el puerto de Sevilla para ver cómo 18 hombres andrajosos, hambrientos, prematuramente envejecidos, descienden tambaleantes de la nave Victoria, la única de las cinco embarcaciones de Magallanes que regresa al puerto de partida. Cada uno con una vela en la mano, peregrinan hacia la Iglesia de Santa María de la Victoria.
Y concluye Stefan Zweig: “En ese día histórico se levanta también gloriosamente el orgullo de la nación española. Bajo su bandera, Colón ha iniciado la obra del descubrimiento del mundo; bajo su bandera, Magallanes la ha concluido”.
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