El 4 de mayo de 1982 la Escuadrilla de la Aviación Naval, con dos aviones Super Étendard provistos con misiles Exocet atacó por primera vez en combate al destructor Sheffield. Los misiles fueron lanzados desde aproximadamente 40 kilometros. Gran Bretaña suponía que los Exocet que Argentina acababa de comprarle a Francia no podían lanzarse. El presidente francés Francois Miterrand le había asegurado a la premier Margaret Thatcher que no habían cedido los coeficientes para la computadora del avión, imprescindible para hacer funcionar su sistema de armas. Sin embargo, los misiles hundieron al Sheffield. A partir de ese momento, si Argentina impactaba sobre los portaviones Hermes o Invincible, que transportaban aviones, helicópteros y material logístico para el desembarco británico, se pondría en riesgo la victoria militar británica. Entonces se decidió romper la propia zona de exclusión que había delimitado y atacar el continente con un grupo comando, para destruir los aviones, los misiles y matar a los pilotos. La operación, que se revela por primera vez, es parte del libro “La Guerra Invisible. El último secreto de Malvinas”, de Marcelo Larraquy.
Aquí, el anticipo de La Guerra Invisible.
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El 8 de mayo, en Chequers, la residencia de campo oficial de gobierno —el mismo lugar donde se había decidido el hundimiento al crucero Belgrano—, se ordenó el traslado de las tropas terrestres de la isla Ascensión hacia el Atlántico Sur y se estableció la fecha del desembarco entre el 18 y 22 de mayo. Thatcher también avaló la gestación de la opción más extrema: eliminar el poder de destrucción del enemigo, el sistema de armas del Super Étendard. Atacarlo en su punto de partida. Woodward suponía que en la base de Río Grande todavía había tres Exocet, de acuerdo a la información francesa —que ya no resultaba tan confiable—, pero seguía en la búsqueda de más misiles. Un informe de inteligencia, entregado por un enlace de la Comunidad Europea, aseguraba que la Argentina poseía diez misiles. Thatcher autorizó el ataque al continente luego de una proposición de la Marina Real.
La operación requería la participación de una fuerza especial que, en una acción de alto riesgo, eliminara los aviones, los misiles y también a los pilotos. Se estudiaron tres opciones: a) La invasión a la isla de Tierra del Fuego y, en consecuencia, a la base de Río Grande; b) el bombardeo a la base de Río Grande con aviones Hércules, y c) la toma de la base con una fuerza especial.
Cualquiera de las opciones rompía con la zona de exclusión y el derecho a la “legítima defensa”, con el que Gran Bretaña había justificado el traslado de sus naves al Atlántico Sur. Ahora ya no importaba que el ataque activara el TIAR, recibiera la condena del Consejo de Seguridad de la ONU o incomodara a Estados Unidos. Thatcher estaba decidida. Sabía qué quería, necesitaba saber cómo hacerlo. El Estado Mayor para la Defensa le ordenó al jefe del Special Air Service (SAS), brigadier Peter de la Billière, que estudiara alternativas para la operación.
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De la Billière pensó la maniobra en dos etapas. En la primera, una patrulla saldría desde la Fuerza de Tareas, se aproximaría a la base de Río Grande y recogería información de los objetivos: los aviones, los misiles, los pilotos del Super Étendard. Sería una maniobra de exploración que desarrollaría un comando infiltrado. Se llamaría Operación Plum Duff. En la segunda parte, con los resultados de la inteligencia previa, dos aviones Hércules C-130 despegarían desde la isla Ascensión, se reabastecerían en el aire y aterrizarían en la pista de Río Grande: sesenta hombres armados se desplegarían sobre objetivos y los destruirían. El plan de fuga preveía retornar a los aviones y volar hacia Chile. Se denominaría Operación Mikado.
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La misión Plum Duff la desarrollaría el Escuadrón B del Regimiento 22. Era un escuadrón creado en 1951, cuando el SAS había enfrentado una insurrección comunista en Malasia; luchaban por la liberación del territorio colonial británico. El nuevo escuadrón había comenzado a entrenarse en áreas selváticas, como lo hacían sus enemigos, por períodos cada vez más largos, y demostraron que podían adaptarse a esta nueva geografía. Desde entonces, sus patrullas empezaron a integrarse con tres o cuatro hombres. Tres días después del ataque al Sheffield, el Escuadrón B comenzó a movilizarse en su base de Hereford. Ese día, el 7 de mayo, Gran Bretaña había extendido la zona de exclusión total hasta 12 millas de la costa argentina. No era difícil interpretarlo como la señal de un ataque al continente. Al día siguiente se presentó el primer plan, todavía en discusión. Había que delinearlo, pero la matriz era la siguiente: se formarían dos patrullas de exploración e inteligencia, una para la base de Río Grande y otra para la de Río Gallegos. Llegarían en helicópteros. Esta sería la primera fase. La segunda fase, la Operación Mikado, consistía en el vuelo apenas por encima del nivel del mar de dos Hércules que aterrizarían en la pista de Río Grande y de los que irrumpirían comandos en vehículos con ametralladoras pesadas. Matarían a los pilotos —que suponían alojados en la base—, destruirían aviones y misiles, y luego abordarían las aeronaves para refugiarse en Chile.
Ninguno de los que habían planeado la operación formaría parte de ella, ninguno estaría en la bodega del avión al momento de llegar al continente. Este era un punto ríspido, que molestaba en el Escuadrón B. Y además: ¿cómo aterrizarían dos Hércules sin ser detectados por radares de la base? No se sabía.
La duda era una sensación que concernía a la naturaleza de las operaciones bélicas. Pero el terror a un segundo ataque argentino con Exocet trascendía las dudas. Ahora la flota británica comenzaba a tener una percepción más real de la guerra. Hasta el ataque al Sheffield, se actuaba con profesionalismo pero no se vivía la tensión que supone el peligro inminente, la vulnerabilidad constante frente al enemigo, la exposición a un riesgo mayor, la pérdida de vidas no como hipótesis sino como hecho factible, real.
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La Operación Mikado entró en estado de incertidumbre. Pero se avanzó con la misión que la antecedía, la Operación Plum Duff, que era la que debía realizar la inteligencia sobre la base aeronaval. De la Billière confió la conducción al capitán Andy Legg. Era el hombre elegido. Acababa de cumplir 28 años. Después de enrolarse en el Ejército, Legg había realizado un máster en Matemática aplicada en la Universidad de Reading, aunque su propósito siempre era integrarse al Regimiento de Paracaidistas, como paso previo a su ingreso al SAS. Un oficial de enlace universitario, en cambio, le recomendó unirse al Royal Hampshire, un regimiento militar local, para perfeccionar su formación. Legg tomó en cuenta el consejo, y aplicó en el curso de un año de entrenamiento en la Real Academia Militar de Sandhurst. En su momento también lo había realizado Winston Churchill. Al finalizar, alcanzó el grado de segundo teniente, con antigüedad anticipada por su máster universitario. Pero nunca abandonó su idea de ser miembro del SAS.
En 1980, dos años más tarde de lo que había proyectado, superó las pruebas de selección y se integró al Escuadrón B del Regimiento 22. Ya había servido en una operación en Omán, en las montañas de Dhofar, y también en la selva de Belice, colonia británica en América Central, y se disponía a viajar a Canadá cuando le encomendaron la jefatura de un comando que debía infiltrarse en el continente argentino con la guerra iniciada. Legg había recibido la siguiente instrucción: “Esto será difícil, hágalo con firmeza, muévase lentamente y efectúe una buena observación de los alrededores antes de hacer algo. Realice la inteligencia a medida que avanza”, le recomendó su superior inmediato.
El capitán Legg pensaba que un acceso por Chile, con una exploración lenta hacia el objetivo, podría dar mejores resultados para elaborar un mapa de inteligencia que el ingreso por la costa a una distancia reducida del blanco. Además, desde Chile tendrían menores posibilidades de ser detectados. Pero su inquietud no encontró la atmósfera adecuada ni se abrieron posibilidades de discutir la viabilidad de la misión, como solía suceder. No había tiempo ni voluntad para generar cambios radicales en el diseño de la Operación Plum Duff.
El Escuadrón B del Regimiento 22 dirigido por Legg continuó su preparación. Era el único escuadrón que todavía no había sido enviado al Atlántico Sur. Primero entrenaron en Gales con tiros de rifles, emboscadas nocturnas y marchas forzadas. Luego se desplazaron a Wick, en el extremo norte de Escocia, para ensayar aterrizajes con el Hércules desde baja altura, a poca distancia del mar.
Cuando regresaron a Hereford, el 14 de mayo, De la Billière los reunió con las novedades: las dos patrullas de exploración se fusionaban y, si se daban las posibilidades, también deberían atacar la base de Río Grande en una operación de acción directa. Por esta nueva planificación, debían llevar explosivos y detonadores por tiempo y resignar ropa y comida en su mochila. La base de Río Gallegos se había descartado como blanco. El capitán Legg conduciría una patrulla única de siete hombres que llegaría a Río Grande y exploraría y destruiría la base. Ese era el nuevo objetivo. Todavía no existía una planificación final, se iría conociendo con el correr de los días. Podrían desembarcar desde una fragata, un submarino o un helicóptero. Esta última opción era la más probable. Lo único cierto era que debían volar hacia Ascensión al día siguiente para iniciar la maniobra. (…)
(…) En Ascensión, antes de cruzar el hemisferio, Legg sostuvo una comunicación satelital con De la Billière. El brigadier le dio algunos detalles del lanzamiento al océano y le informó que probablemente volarían al continente con un Sea King. La posibilidad de que la operación se cancelara y que a él lo reasignaran para unirse al resto del Escuadrón del SAS con la Fuerza de Tareas se acababa en ese momento, pensó Legg. Sintió que ya no había forma de escapar. Hubiera preferido un submarino o una lancha rápida para llegar a la costa, en todo caso. El ruido del Sea King representaría un seguro boleto de ida. Le preguntó a De la Billière qué sucedería con el helicóptero después de que los dejara en tierra. Temía que, si quedaba visible, se intensificara la búsqueda de su patrulla. “Tenemos activos que eliminarán la evidencia. No es un tema de su incumbencia”, fue la respuesta exasperada del brigadier. No hubo más preguntas. Antes de cerrar la transmisión De la Billière les deseó suerte. Esperaba verlos en su regreso a Londres, le dijo.
El 16 de mayo, siete horas después del despegue, a 17 mil pies de altura, el Hércules fue acoplado por la sonda de otro Hércules y tras dos intentos fallidos logró cargar combustible. Faltaba la mitad del viaje. El piloto les anticipó que había un poco de brisa desde el oeste. Nada de qué preocuparse. El tiempo era bueno. Seis horas después se colocaron su paracaídas y sus salvavidas y los ocho hombres saltaron desde 370 metros junto a sus armas y las mochilas. Desde el avión después les tiraron las cajas con pertrechos de guerra, que recuperaron en el mar.
La Operación Plum Duff cruzaba al hemisferio sur por primera vez. Estaban dispersados por las olas, a 60 millas al norte de Puerto Argentino, pero todavía lejos del continente. El rescate se demoró. Esperaron más de media hora la llegada del buque de auxilio Fort Austin para levantarlos del agua congelada. Legg lamentó no haber pedido trajes de neoprene para su grupo.
Desde el Fort Austin volaron en helicóptero hasta el Hermes. En el portaviones se conformaría la tripulación que los trasladaría al continente. Se les ofreció a los pilotos del Sea King postularse como voluntarios. Algunos acababan de regresar de la isla Borbón y mantenían el entusiasmo por el éxito de la operación. Pero, si para esa misión habían vuelto al Hermes, la misión Pluff Duff no tenía la posibilidad de llegar al continente y regresar. Era lo más parecido a un sacrificio humano. Y también material. El almirante Woodward ordenó que utilizaran el modelo más antiguo del Sea King. El piloto de mayor graduación del escuadrón de transporte aéreo, Bill Pollock, lo convenció de que les permitiera utilizar la versión más moderna, el Sea King 4. Legg entendía que en el vuelo al continente se sacrificaría a tres pilotos, al Escuadrón B, además del helicóptero. Pero la superioridad creía que este sacrificio no representaba un costo alto frente a la posibilidad de poner en riesgo el resultado de la batalla. Aunque el éxito de la misión fuera mínimo, el sacrificio debía realizarse.
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