Cristina a Néstor: “Caprichoso… me dijiste que ibas a vivir 102 años y me dejaste sola en el peor momento”

Sobre el final de su vida el ex presidente se mostraba obsesionado con la sucesión, insistía con volver a competir y buscaba minimizar ante sus interlocutores los mensajes inquietantes que estaba dando su salud. Retrato de ese tiempo frenético y del impacto de su muerte en su esposa, que lo vio morir. Lo que sigue es un extracto del libro “El último peronista”

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 Máxima, Florencia y Cristina
Máxima, Florencia y Cristina en el adiós a Néstor Kirchner (Presidencia de la Nación)

“No me jodas más con la reelección de Cristina. Si no me muero antes, el candidato soy yo.” Todos habían pensado alguna vez en secreto que a Kirchner podía sorprenderlo la muerte. Pero el “Chino” Navarro y Emilio Pérsico, los dos dirigentes del Movimiento Evita que escuchaban al ex presidente en Olivos el jueves 14 de octubre, no le dieron a aquella frase otra significación que no fuera política. Y la política, creyeron entonces como acaso todavía creen, vence a la muerte.

Un mes antes, la noche del sábado 11 de septiembre de 2010, después de haber sufrido un desvanecimiento y recibido las primeras atenciones en la clínica Olivos, Kirchner ingresó al sanatorio Los Arcos de Palermo con una obstrucción en una arteria coronaria. Allí lo sometieron de urgencia a un cateterismo y a una angioplastia para liberar la arteria y le insertaron un stent. Tras la intervención quedó internado en una sala de cuidados intensivos en el quinto piso de la clínica. Abandonó el lugar al día siguiente, al caer la tarde: “Estoy perfecto”, dijo hundido en el asiento trasero de un Audi. A su lado iba la Presidenta.

Era el segundo episodio de este tipo en el año. El 7 de febrero, Kirchner había sido intervenido en el mismo sanatorio luego de sufrir una obstrucción en la carótida derecha, una afección que los especialistas consideran bastante común: fue la misma cirugía a la que se sometió el presidente Carlos Menem en 1993. También en este caso se le colocó un stent. Kirchner dejó la clínica tres días más tarde. “Estoy 10 puntos”, dijo entonces. También iba acompañado de Cristina.

Habían transcurrido apenas siete meses entre las dos intervenciones y el peronismo abrió esa misma noche de setiembre, lejos de los oídos de Kirchner, un debate subterráneo y anticipado sobre la sucesión. ¿Estaba el ex presidente en condiciones de ser candidato en las elecciones de 2011?

El debate se saldó en Olivos en los días siguientes. Kirchner reafirmaba su decisión ante sus interlocutores. “Decía que Cristina no quería reelegir y que lo que realmente ella deseaba era que largaran todo y se fueran al sur”, contó un hombre de acceso a la quinta presidencial.

El Gobierno instaló la idea de que nada importante ocurría con la salud de Kirchner, una hipótesis expuesta por encumbrados funcionarios y sobreactuada por el mismo ex presidente. Kirchner apuró su regreso apenas dos días después de haber recibido el alta en un multitudinario acto de la Juventud Peronista en el Luna Park, en el que apareció lívido y silencioso, acompañado por los referentes de la JP y La Cámpora —la agrupación orientada por su hijo Máximo— y por la Presidenta. El contraste entre una especie de molicie que transmitía Kirchner y la energía de Cristina impresionaba. Como acertó el periodista Leonardo Míndez al día siguiente en Clarín, la convocatoria había sido pensada meses antes para homenajearlo a él, pero fue ella la que volvió esa noche a la juventud.

Voces del oficialismo cuestionaron las advertencias de la prensa sobre la precipitada reaparición del ex presidente. Los principales columnistas del diario La Nación fueron descalificados por haber insinuado que la biología se obstinaba en esas horas en levantar límites al proyecto kirchnerista. Límites que hasta entonces no había conseguido imponer la oposición.

Como sea, Kirchner volvió a su ritmo de trabajo desenfrenado. No había duda de que su proyecto de suceder a Cristina avanzaría, aun cuando las encuestas —que mostraban bajos índices de imagen positiva para el ex presidente— podrían sugerir la conveniencia de que la Presidenta fuera por la reelección.

Kirchner había justificado la sucesión matrimonial de 2007 sobre la idea de que ese mecanismo garantizaría la continuidad y fortaleza de su proyecto en el tiempo. “Si ella hace un gobierno de cinco puntos, después vuelvo yo y gobernamos por lo menos otros cuatro años”, dijo a oídos amigos en aquella época.

El ex presidente confesó alguna vez a quien esto escribe que consideraba un error la reforma de la Constitución de 1994 —en la que participó junto a Cristina—, que había reducido de seis a cuatro años el mandato presidencial y habilitaba la posibilidad de una reelección. Kirchner creía que se debía regresar en algún momento al diseño de 1853: en un país con la tradición de desestabilización de la Argentina, decía Kirchner, el segundo mandato podría ser blanco de condicionamientos y, después de la elección de mitad de término, derivar en un presidente débil. Kirchner hizo cuanto tuvo a mano para evitar ese escenario.

La expectativa del ex presidente había crecido, sin embargo, respecto de la que mantenía sobre Cristina al comienzo de su mandato. En los últimos meses, la economía había dado muestras de fortaleza durante la crisis financiera internacional y el consumo volvía a ser el principal motor del crecimiento. Las fiestas de mayo por el Bicentenario, que lanzaron a millones de argentinos a las calles a celebrar, habían despertado por otra parte una euforia en el oficialismo que acaso no se correspondía con la estimación que recogía en definitiva el Gobierno.

En el imaginario de Kirchner, aparecían ahora los casos de Michelle Bachelet en Chile y Tabaré Vázquez en Uruguay. Ambos habían concluido recientemente sus gobiernos de perfil progresista —ninguno de esos dos países tiene reelección presidencial— con altos niveles de popularidad en las encuestas. “Cristina tiene que irse como Michelle”, sostenía Kirchner, quien creía que la Argentina se debía la posibilidad de despedir a un jefe de Estado con cierto orgullo. Presidente de la transición, Kirchner nunca pensó que ése hubiera sido su caso: era claro que su salida de la Casa Rosada no había significado el abandono del poder.

Si la decisión de ir por la presidencia para entonces parecía inalterable, tras su muerte no eran menos quienes creían que Kirchner en realidad trabajaba para la reelección de Cristina. Pesaban la resignificación de las palabras y los gestos del ex presidente que siguieron a la última y brutal reprimenda a Daniel Scioli por la inseguridad en la provincia de Buenos Aires.

Su independencia en todas las guerras abiertas contra Clarín, su discurso vacío y esquivo, su preservación: ninguna razón explicaba bien el motivo de la nueva descarga de fuego amigo contra el gobernador. Daniel Scioli encarnaba para Kirchner una necesidad. Lo había sido en la definición de la temprana fórmula en 2003, y en su martingala de 2007, cuando lo obligó a abandonar su consolidado proyecto porteño y lo candidateó a gobernador bonaerense. La última etapa de la relación confirma que nunca existió una corriente de verdadera confianza entre ambos, si es que esto es posible en política. Kirchner creyó descubrir planes ocultos de Scioli cuando la provincia parecía cerrarse a su proyecto 2011 e inició una tarea de disciplinamiento del gobernador según sus métodos. Advirtió que Scioli podría estar alentando una estrategia que le asegurara la reelección en el distrito —se alzaría con ella consiguiendo una ventaja de apenas un voto— sin que importara la suerte de la candidatura presidencial. Kirchner solía decir que él le hacía las obras en la provincia y Scioli se subía a ellas, las visitaba tres o cuatro veces y terminaba haciéndolas suyas. Así alentó la aparición de innumerables candidatos con la intención de debilitar al gobernador en una hipotética interna oficialista. De una lista inverosímil, sobresalía Sergio Massa, el intendente de Tigre, que había consolidado un acercamiento a Kirchner desde su salida de la jefatura de Gabinete de Cristina, en julio de 2009. Pero aun así también empezó a rodar el nombre de Kirchner.

En una tribuna en La Boca que compartieron el 9 de septiembre con los intendentes bonaerenses, Kirchner censuró duramente un comentario de Daniel Scioli a la familia de Carolina Píparo, víctima de una salidera bancaria en La Plata, y le reclamó públicamente: “Pido al gobernador que diga quién le ata las manos” para combatir la inseguridad en la provincia, una cuestión de alta sensibilidad social, pero que aparecía siempre ajena a la agenda del gobierno nacional. “Apláudanme ahora, que no sé si después van a querer”, había advertido el ex presidente en cuanto alcanzó los micrófonos. Las crónicas de aquel acto reproducen un Kirchner en el límite del autocontrol.

“Cristina tiene que irse como
“Cristina tiene que irse como Michelle”, sostenía Kirchner, quien creía que la Argentina se debía la posibilidad de despedir a un jefe de Estado con cierto orgullo (NA)

Para muchos análisis de esos días, Kirchner puso a Scioli al borde de la ruptura y lo arrojó a los brazos del peronismo disidente. El ex presidente Eduardo Duhalde, por caso, aseguró en una entrevista con este periodista que Scioli rompería con Kirchner a finales de 2010, una vez que se asegurara los recursos para financiar el gasto provincial. Duhalde parecía hablar movido por el deseo pero también tenía información: a los pocos días, el gobierno bonaerense anunció la emisión de un bono por unos 550 millones de pesos, fondos frescos captados en el exterior a una tasa alta, de dos dígitos, pero que le garantizaban autonomía financiera del poder central.

“Yo he tenido la suerte de que el corazón me dio un aviso.” Kirchner reconfortaba a quienes le llevaban inquietud por su salud tras la intervención coronaria. A partir de entonces, el ex presidente no alteró en nada su rutina a pesar de las advertencias que, como trascendía incluso de voces del propio Gobierno, le habían hecho los médicos.

Como los emperadores chinos, todo bajo el cielo era de la incumbencia de Néstor Kirchner, para quien el poder se ejercía de manera absoluta o no se ejercía debidamente. Kirchner ocupaba al momento de su muerte una banca de diputado nacional por la provincia de Buenos Aires y la secretaría ejecutiva de la Unasur, pero sus actividades superaban largamente títulos y órdenes. La nómina de responsabilidades que se había impuesto el ex presidente es abrumadora: disponía de la estrategia parlamentaria del oficialismo; llevaba un exhaustivo control de las variables económicas; manejaba la sensible alianza con los gremios en manos de Hugo Moyano, un poder en franco ascenso; definía personalmente el pulso de la millonaria obra pública en todo el país y, mediante el manejo de esos recursos, la articulación con los principales jefes territoriales del peronismo en base a premios y castigos; disponía del armado electoral en cada distrito; diseñaba la política exterior y decidía en definitiva el rumbo estratégico. Para esos días, además, Kirchner comandaba una dura ofensiva sobre la Corte Suprema de Justicia, que se disponía a un pronunciamiento sobre el amparo presentado tiempo atrás por el Grupo Clarín contra la cláusula de desinversión de la nueva Ley de Medios (la composición de la Corte —sobre cuya designación se había impuesto limitaciones— había sido una de las medidas de mayor consenso del primer Kirchner). Su discurso giró bruscamente cuando, en un duro revés para el Gobierno, la Corte confirmó esa medida cautelar: pese a esto, el ex presidente ratificó su confianza en la independencia e integridad de los miembros del Tribunal.

Los primeros pasos del gobierno de Cristina sin él mostraron que se necesitaría un segundo gabinete para reemplazar la tarea de Kirchner.

A su regreso de Nueva York, adonde acompañó a la Presidenta a la Asamblea General de la ONU, Kirchner llamó a Scioli y lo convocó para que participara de un acto con gobernadores en Santa Cruz. El bonaerense le pidió tener un encuentro previo. El miércoles 6 de octubre se reunieron a solas en Olivos. Tomaron té, una costumbre que había acentuado Kirchner en los últimos tiempos y que repetía a toda hora. No era corriente que Kirchner le hiciera reproches en privado a Scioli: al gobernador solían llegarle en buen número, pero siempre mediante emisarios. Tampoco era usual que Scioli acudiera a Kirchner con reclamos. Hombres formados en la cultura de la adversidad, hacía ya cerca de un mes que no había diálogo entre ambos. En la cabeza de Scioli daban vueltas las duras críticas que leía en los diarios por su sumisión ante las humillaciones de Kirchner. También los consejos de amigos cercanos que le pedían que mostrara alguna reacción. Scioli avanzó y dijo haberse sentido dolido por el episodio al que lo había expuesto Kirchner en La Boca por el caso Píparo. Aclaró a qué se había referido ante la familia de Carolina con la figura de las “manos atadas” y apuntó a las responsabilidades incumplidas por la Justicia. Scioli defendió los réditos que le proporcionaba al proyecto de Kirchner su estilo no confrontativo y lo presentó como su identidad en política. Finalmente aceptó la invitación al Sur, pero le transmitió que creía importante preservar la relación con la Corte Suprema, “uno de los máximos logros de tu gobierno”. Kirchner escuchó y le respondió que su intervención en La Boca había sido necesaria porque no había quedado claro a quién hacía Scioli responsable del problema de la inseguridad en la provincia. Es decir que Kirchner, quien tenía fuertes reparos sobre la gestión del gobernador en la lucha contra el delito, asumía claramente que el blanco de Scioli había sido él. El ex presidente no se retractó ni pidió disculpas, no era de su estilo que el jefe hiciera algo así. La prensa especuló al día siguiente sin embargo con que Kirchner había dado un paso atrás.

Dos días después, el viernes 8 de octubre, Scioli acompañó al Sur a un Kirchner de excelente humor en el pequeño Cesna Citattion con el que volaba en los últimos tiempos el ex presidente. Viajaron con ellos los gobernadores de San Juan, José Luis Gioja, y de Entre Ríos, Sergio Urribarri. Catorce mandatarios justicialistas acudieron disciplinadamente al acto de “desagravio” al gobernador de Santa Cruz, Daniel Peralta, a quien la Corte había ordenado que repusiera en su cargo al procurador Eduardo Sosa, aquel fiscal echado por Kirchner quince años atrás y nunca restituido. La convocatoria, en el histórico Boxing Club de Río Gallegos, algo así como el patio trasero del ex presidente, fue sin dudas el acto de despedida de Kirchner de su provincia.

Kirchner defendió la autonomía de Peralta pero se mostró una vez más respetuoso de la independencia de la Corte, una decisión táctica que además coincidía con el pedido de Scioli. En un discurso de fuerte contenido emocional, imprevistamente anunció su radicación en Santa Cruz, a la que había renunciado en 2008 para competir por una banca de diputado bonaerense. “Volvemos por los fueros —dijo en lo que pareció un acto fallido—. He decidido volver a traer mi domicilio a Santa Cruz para pelear junto a ustedes.” Nadie escuchó ese día en Río Gallegos ninguna otra cosa.

No era fácil desentrañar por esas horas qué había detrás de esa decisión de Kirchner. “Me dijo que lo hizo por cábala”, aseguró un ministro, una razón que podría encajar en el personaje sin otro cuestionamiento. Pero tendría que haber habido más que eso. Se decía que Kirchner liberaba finalmente de presiones a Scioli para desalentar cualquier tentación de fuga. Se especuló con que renunciaba a su proyecto presidencial en favor de la reelección de Cristina. Con que abría una nueva apuesta a la gobernación santacruceña. Y con un golpe de efecto. No podía haber una única razón que explicara esa ficha dejada caer en el paño por el ex presidente. Pero sin duda Kirchner ensayaba un repliegue.

¿Estaba en condiciones de hacer frente al rigor de una campaña presidencial? La noche de la intervención en las coronarias al menos dos importantes hombres del oficialismo admitieron que el ex presidente debía reconsiderar sus planes a partir de entonces. Uno de ellos fue más lejos incluso y dijo que su fragilidad ponía en realidad en riesgo la continuidad del proyecto. “Este tipo un día está medio hinchado, otro día está amarillo, otro día está todo colorado. Al día siguiente, está perfecto…”, se desconcertaba esa fuente con los aspectos que presentaba el ex presidente. Esa postura fue abandonada con el correr de los días sin otras explicaciones.

¿Estaba en condiciones de hacer
¿Estaba en condiciones de hacer frente al rigor de una campaña presidencial? La noche de la intervención en las coronarias al menos dos importantes hombres del oficialismo admitieron que el ex presidente debía reconsiderar sus planes a partir de entonces. Uno de ellos fue más lejos incluso y dijo que su fragilidad ponía en realidad en riesgo la continuidad del proyecto (DyN)

No se conoció una versión única sobre el estado en que Kirchner abandonó la clínica Los Arcos. Se dijo que lo hizo en mejores condiciones de las que había ingresado —una fuente calificada del sanatorio sostuvo esta hipótesis ante este periodista—, aunque otras voces del ámbito político echaron a correr el dato de que presentaba una enfermedad crónica en las arterias. Kirchner no respondió, es verdad, a las últimas recomendaciones de los médicos, en especial a la primera de todas: abandonó la clínica antes de obtener el alta médica —ya lo había hecho en otras internaciones— y retomó de inmediato su ritmo desenfrenado. Además volvió a viajar en aviones y regresó al frío patagónico, dos cosas especialmente desaconsejadas para quienes sufren enfermedades cardiovasculares. Pero también es cierto que el ex presidente observaba un cuidado obsesivo sobre su salud. Kirchner era extremadamente metódico: jamás salteaba una comida, y procuraba compartir sus almuerzos y cenas —siempre frugales— con Cristina en Olivos. Nunca abandonaba su rutina diaria de ejercicios en la cinta y presumía de su rendimiento. Un ministro y un gobernador de trato frecuente coincidieron en que Kirchner se sometía a chequeos durante sus viajes anuales a Nueva York, todos los septiembr

es desde 2003. “Mirá, cuesta treinta lucas. Pero te lo hacés y te quedás absolutamente tranquilo”, le recomendó el último año a uno de ellos, con ese adverbio que era tan suyo. Esas prácticas nunca trascendieron.

Con el acto del Boxing Club Kirchner había iniciado un lento regreso a Río Gallegos después de años de distancia. Dos episodios lo habían alejado, ambos ocurridos durante su presidencia en 2007: el primero, en mayo, la agresión que había sufrido su hermana Alicia, ministra de Desarrollo Social, a la salida de un restaurante durante uno de los prolongados conflictos docentes que sacudieron a la provincia; el otro en agosto, cuando su antiguo ministro de Gobierno provincial, Daniel Varizat, embistió con su camioneta contra un grupo de manifestantes durante una protesta de los estatales dejando más de una decena de heridos. Los Kirchner vendieron poco después su casa de la calle 25 de Mayo; la ausencia en Río Gallegos se prolongó durante casi un año y medio. Kirchner vivió primero con resentimiento y luego con tristeza aquellas convulsiones sociales en su provincia y la distancia que lo separaba de la ciudad donde había nacido. En Río Gallegos estaba su vida, pero accedió a adoptar un nuevo refugio elegido por Cristina: El Calafate.

El viernes 22 Kirchner participó de su último acto, en Chivilcoy, la ciudad del ministro del Interior Florencio Randazzo que celebraba los 156 años de su creación. Decía estar en buena forma: allí reveló que dos días antes se había sometido en la clínica Olivos a un ecocardiograma stress, un estudio de diagnóstico con ultrasonido no invasivo que permite ver el corazón en movimiento, con óptimo resultado. Ese resultado fue confirmado más tarde por fuentes de la clínica. Después del acto voló a Río Gallegos; el matrimonio pasó la que terminó por ser su primera y última noche en la nueva casa de dos plantas del Barrio Jardín, donde Kirchner había prometido fijar residencia.

Al día siguiente Kirchner se sacaría su última foto, junto a Cristina y una joven pareja con un bebé, en el Hotel Santa Cruz, donde solía juntarse en el pasado a tomar el vermut con amigos. Esta vez también se detuvo allí, junto a su viejo profesor de Geografía del colegio República de Guatemala, Emilio García Pacheco y el empresario Osvaldo “Bochi” San Felice, amigo y administrador de la renta inmobiliaria de la familia. Una versión sostiene que Kirchner esa mañana pidió manejar un viejo Renault Laguna familiar que conducía su custodia y terminó encima de una vereda. El ex presidente nunca manejaba y se mostraba muy torpe al volante. Se lo esperaba esa noche del sábado en el festejo por el aniversario de la unidad básica Los Muchachos Peronistas, levantada por Carlos Zannini en 1982, en el barrio El Carmen. Allí estuvieron el secretario de Comercio Guillermo Moreno y la ministra de Producción Débora Giorgi, entre otros. Pero Kirchner no fue. Partió ese mediodía a El Calafate.

En la villa la actividad del matrimonio transcurrió ese fin de semana, como tantas otras veces, intramuros, en la residencia del barrio Las Chacras. La Presidenta hizo público por vía Twitter que sufría una angina y decidió suspender una visita a Río Grande, Tierra del Fuego. La única actividad que concentraba la atención en torno al matrimonio era el censo nacional del miércoles 27.

Cristina Kirchner y Lázaro Báez
Cristina Kirchner y Lázaro Báez en el Mausoleo de Néstor Kirchner. Él cenó en la casa del matrimonio presidencial la noche antes de la muerte del ex mandatario. Fue el último, fuera de Cristina, de verlo con vida

Las crónicas que reconstruyen las últimas horas de Kirchner coinciden en que el martes trabajó sobre el armado de un acto previsto para ese jueves en Lomas de Zamora, al cumplirse un año del lanzamiento de la asignación universal por hijo, una de las iniciativas del gobierno de Cristina que produjo más adhesiones. El ministro Randazzo recibió tres llamados del ex presidente interesado en los preparativos.

Esa noche Kirchner habló también por teléfono con Hugo Moyano. Diferentes fuentes aseguraban entonces que se cruzaron en una discusión a raíz de la convocatoria, el día anterior en La Plata, del consejo provincial del PJ, que había pasado a liderar el gremialista semanas atrás, a raíz de la afección cerebrovascular de su titular, Alberto Balestrini. La versión hablaba de un supuesto malestar de Moyano, quien le habría recriminado a Kirchner haber propiciado el fracaso de ese encuentro. De lo que no hay duda es de que el ex presidente le había vaciado la reunión a Moyano: el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, quien se contaría entre los ausentes en La Plata, cumplió personalmente con instrucciones de Kirchner para ese fin. El matrimonio recibió a cenar en la residencia de Los Sauces a Lázaro Báez y a su mujer. Su antiguo adscripto en la intervención del banco de Santa Cruz, convertido entonces en uno de los principales empresarios de la nueva burguesía kirchnerista, fue, fuera de Cristina, el último en ver a Kirchner con vida.

Todavía en la cama, poco antes de las ocho del miércoles feriado Néstor Kirchner sintió una profunda conmoción. Buscó ponerse de pie pero en lugar de eso se derrumbó, fulminado por un paro cardíaco. Provocó un tremendo estrépito al golpearse el rostro contra la mesita de luz que estaba a su lado. Cristina dio un salto e intentó incorporarlo en medio de los gritos. Pidió con desesperación ayuda al médico presidencial, que descansaba en una vivienda calle de por medio junto con la custodia y los dos secretarios privados. Kirchner recibió en su cuarto las primeras atenciones el tiempo que demoró la ambulancia. No reaccionó cuando se sumaron los médicos recién llegados. Fue trasladado al hospital José Formenti, a diez minutos de distancia. Durante la larga hora que siguió, y en turnos de diez minutos, un equipo de quince médicos y enfermeros buscó reanimarlo con masajes cardíacos y drogas inyectables. Fue en vano; su corazón nunca despertó. Eran algo más de las nueve. Cristina permaneció a su lado todo el tiempo tomándole la mano, suplicando que regresara junto a ella, que no la abandonara. Nadie se atrevió a pedir a la Presidenta que dejara el lugar.

Ya de regreso en la casa de Los Sauces, ella pidió permanecer a solas con el cuerpo de su marido. Así fue hasta la llegada de su hijo Máximo y de Rudy Ulloa Igor, su viejo cadete en el estudio de abogado, su primer chofer y el hombre en quien más confió Kirchner en toda su vida. Cristina veló el cadáver hasta las diez y media de la noche. Ella misma lo vistió con las prendas favoritas del ex presidente, la camisa a cuadritos celeste y blanca, la campera de cuero negra de las campañas, los eternos mocasines.

“Caprichoso… me dijiste que ibas a vivir 102 años y me dejaste sola en el peor momento”, le reprochó en susurros. Antes de partir a Buenos Aires, se despidió de él con una promesa que decía mucho sobre los dos: “No voy a hacer nada que te avergüence. Voy a hacer lo que tenga que hacer”

*El último peronista. ¿Quién fue en realidad Néstor Kirchner?, Sudamericana.

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