Hace unos días, mientras la poeta Louis Glück bajaba de un auto, se le abalanzaron decenas de periodistas. Ella se sorprendió. Pero antes de que pudiera pensar, antes de que pudiera imaginar el motivo del súbito interés en su figura, uno de ellos le preguntó qué sentía ahora que era Premio Nobel de Literatura. El gesto de asombro se transformó en uno de disgusto. “¿En serio? ¡Por Dios!”, dijo hasta con pesar.
Algo así le sucedió a Luis Federico Leloir, el 27 de octubre de 1970, cincuenta años atrás. Por primera vez en décadas, los periodistas recorrían con libertad por los pasillos de su instituto, sus colegas no trabajaban, la calma se había perdido, y el clima pacífico pero reconcentrado se había esfumado: “Gané algo muy importante, pero perdí mucho: la tranquilidad. Hoy, por ejemplo, no pude trabajar”.
Sus hábitos eran espartanos. Fuera del trabajo en sus escasas salidas o en el trayecto hacia el laboratorio, Leloir vestía con extrema pulcritud. Trajes a medida, camisas planchadas con precisión arquitectónica, zapatos siempre lustrados y del mejor cuero, una buena corbata.
Pero en el trabajo su aspecto era otro. Una imagen icónica, rescatada por el ojo del fotógrafo de la revista Gente en esa jornada de 1970, condensó su figura para siempre. El delantal de trabajo gris, gastado, mezcla de colegial con portero, los hombros encorvados sobre la mesa (la tarima, para ser más precisos, de trabajo), un jean raído, zapatillas con agujeros que descansaban sobre un cajón de manzanas vacío y la silla. Esa silla de la que habló todo el mundo. Desvencijada, de paja, con sus patas unidas a la fuerza por un alambre que pasó el mismo Leloir para reforzarlas, para evitar que se descuajeringue.
Si alguien escribiera alguno de esos libros que tiene tanta difusión en el mundo anglosajón en los que se cuenta la historia de algo en 100 objetos, en una historia de la Argentina contemporánea uno de esos 100 sería la silla de Leloir (eran tiempos en que los reporteros gráficos de las revistas semanales lograban encerrar un mundo, mostrar más que lo imaginado en una foto: las secuencias de goles de El Gráfico, las corbatas de Lastiri, el conscripto llorando la muerte de Perón).
El otro símbolo de su ascetismo era su auto, un Fiat 600, un Fitito turquesa que pocas veces lograba llevarlo a dónde él quería.
Su rutina de trabajo se repitió a lo largo de cuatro décadas. Llegaba a las 9 en punto al Instituto Campomar y se retiraba a las 18. La entrada y la salida eran puntuales. Pero el trabajo seguía en su casa y los fines de semana. Estudiaba, leía todo lo que salía, corregía las investigaciones de sus colegas y discípulos.
La hora del almuerzo (estrictos 60 minutos en los que todos los científicos coincidían) era distendida, pero sólo día por medio. Los martes y jueves aprovechaban que todos estaban reunidos para que alguno brindara una conferencia con las últimas novedades científicas.
En el Instituto todo era frugal. Había poco espacio, los equipos no eran los más modernos, cuando eran muy caros ellos mismos los replicaban caseramente, la distancia entre las mesas de trabajo era escasa y las sillas, se sabe, estaban atadas con alambre. La exuberancia estaba reservada para la biblioteca. En tiempos en los que era muy complejo acceder a textos académicos en otros idiomas, allí parecía estar todo. Cada libro nuevo, cada revista científica de relevancia.
Cuándo le preguntaban de qué se trataba su descubrimiento, por qué había ganado el Premio Nobel, él decía que no era sencillo de explicar, intentaba hacerlo pero no cedía a la tentación de reducirlo a una fórmula sencilla. En términos sencillos pero con cierto rigor científico, le dieron el galardón por sus investigaciones sobre los nucleótidos de azúcar, y el rol que cumplen en la fabricación de los hidratos de carbono. Ese hallazgo permitió desentrañar la galactosemia, una enfermedad congénita
“Los que no son científicos no entienden a lo que me dedico de la misma manera que yo no entiendo de tantas otras cosas. Es muy difícil de explicar. Tiene que ver con el metabolismo, con el comportamiento de las células, con complejas estructuras químicas… Mire, es sólo parte de un camino hacia lo más importante: saber más”, decía ese 27 de octubre de hace cincuenta años.
Su descubrimiento, en el mundo de las ciencias, es conocido como Leloir’s Pathway, El Camino de Leloir. Posibilitó entender más los componentes de los procesos energéticos en los seres vivos.
La leyenda, sin embargo, le atribuye a Leloir otro descubrimiento, uno más sencillo de comprender y uno cuyo uso llegó literalmente a todas las mesas: la salsa golf. En la primera mitad del siglo en la Ocean de Mar del Plata (otros hablan del Golf Club), un mediodía, aburrido de aderezar los langostinos con mayonesa pidió que le alcanzaran lo que hubiera a mano y varios platos pequeños. Luego de una serie de pruebas (científico al fin) se inclinó por la mezcla de mayonesa y ketchup, con algo de tabasco y unos gotas de cognac. Había nacido (se insiste, según la leyenda) la Salsa Golf.
Otra prueba de su espíritu indagador aún en los aspectos más cotidianos la da la difundida anécdota de las flores. Una mañana mientras el estudiaba en el living de su casa, vio como su esposa ponía una aspirina en el agua de un florero. Cuando él le preguntó por qué hacía eso, ella le dijo que todo el mundo sabía que de esa manera las flores duraban más. Al día siguiente, Leloir llegó a su casa con dos ramos de flores idénticos. Los puso en dos floreros separados; en uno puso una aspirina, en el otro no. Previsiblemente para él, ambos ramos se marchitaron al mismo tiempo. Esa mañana, acariciando cariñosamente, el brazo de su esposa le dijo: “Ves Amelia, la ciencia derribó, una vez más, otra verdad universal”.
Solía decir que él y la bioquímica habían nacido juntos. En 1906, el año de su nacimiento, se publicaron los primeros trabajos sobre el tema. Luis Federico Leloir nació en París. Sus padres habían viajado a Francia para que su progenitor fuera operado por un reconocido médico. Tal vez era como él decía y sus estudios e investigaciones, su voluntad por investigar, por saber más, por empujar los límites del conocimiento se cifren en virtudes pero también en sus limitaciones:
“Han pasado unos 50 años desde que me dediqué a la investigación. He presenciado el maravilloso desarrollo de la bioquímica y el haber contribuido a él, aunque en forma modesta, es para mí un motivo de placer. No sé cómo ocurrió que seguí una carrera científica. No era una tradición familiar ya que mis padres y hermanos estaban principalmente interesados en las actividades rurales. Mi padre se graduó como abogado pero no ejerció la profesión. En nuestra casa siempre hubo muchos libros de los más variados temas y tuve la oportunidad de adquirir información sobre los fenómenos naturales. Supongo que el factor más importante en la determinación de mi futuro fue el recibir un grupo de genes que dieron las habilidades negativas y positivas requeridas. Entre las habilidades negativas podría mencionar que mi oído musical era muy pobre y por lo tanto no podía ser un compositor ni un músico. En la mayoría de los deportes era mediocre, por lo tanto esa actividad no me atraía demasiado. Mi falta de habilidad para la oratoria me cerró las puertas a la política y al derecho. Creo que no podía ser buen médico porque nunca estaba seguro del diagnóstico o del tratamiento”.
Sus habilidades eran evidentes. Curiosidad, disciplina, esfuerzo, talento para ver lo que otros no podían, inteligencia y capacidad para trabajar en equipo, para aceptar aportes de otros.
Sostenía que su mayor mérito era haber perseverado en el laboratorio. Aclaraba que la mayoría de sus experimentos habían resultado un fracaso. Y que los aciertos habían sido pocos; o tal vez ni siquiera se habían tratado de aciertos sino de errores adecuados.
Luego de un paso por la escuela nada memorable se inclinó por la arquitectura pero duró poco. Rápidamente se volcó a la medicina. Al poco tiempo de recibirse un encuentro casual con otro gigante de la investigación científica terminó de sellar su destino. Mientras iba de visita a la casa de Victoria Ocampo, prima suya, se cruzó con Bernardo Houssay quien a partir de ese momento se convertiría en su mentor y maestro.
“El tratamiento médico en esos días sólo era un poco mejor que aquel ejemplificado en el cuento francés en el cual el doctor ordenaba: ‘Hoy vamos a sangrar a todos los que se encuentran del lado izquierdo de la sala y vamos a dar un purgante a todos los que se encuentran del lado derecho’. Cuando practicaba la medicina, podíamos hacer muy poco por nuestros pacientes, a excepción de la cirugía, digital y otros pocos remedios activos. Los antibióticos, drogas psicoactivas y todos los agentes terapéuticos nuevos eran desconocidos. No era por lo tanto extraño que, en 1932, un joven médico como yo, tratara de unir esfuerzos con aquellos que querían adelantar el conocimiento médico” explicó en la década del setenta.
Luego vendrían años de estudio y preparación. Estadías en el exterior y el contacto estrecho con varios Premios Nobel lo fueron formando intelectualmente y mostrándole un modo de trabajo, una ética del rigor.
En 1943, Houssay firmó junto a otras personalidades una carta contra la neutralidad argentina en la Segunda Guerra y la inclinación germanófila (o nazi) del régimen de Ramírez. A Houssay lo echaron y la gran mayoría de sus discípulos renunciaron en solidaridad a sus cargos. Leloir se fue a trabajar al extranjero. Volvió dos años después. Luego vendría la Fundación Campomar, financiado por un empresario textil. Cuando los costos se encarecieron, llegó un aporte de la Fundación Rockefeller. Leloir era conocido en todo el mundo científico. La admiración por su trabajo y su precisión y por las condiciones adversas en los que lo realizaba. Estuvo cerca de ganar el Premio Nobel de Química a fines de la década del 50. El Premio llegó, finalmente, en 1970.
En el país su figura no era tan reconocida. A eso ayudaba su recelo con el periodismo. Pero con el Premio todo cambió. Aunque todavía la mayoría no entendiera su trabajo, la magnitud de su aporte, era puesto como ejemplo en cada oportunidad. Una ama súbita e impensada llegada una mañana de 1970 desde Suecia.
El 2 de diciembre de 1987 pasó sus nueve horas habituales en el laboratorio. Cuando llegó su casa se sentó a descansar mientras revisaba unos trabajos científicos. Allí sufrió un ataque cardíaco definitivo, el segundo en unos pocos meses. Tenía 81 años.
La investigación científica para otros pudo tratarse de una tarea tediosa. Para él era una ventura fascinante, un viaje por lo desconocido. Leloir, al fin y al cabo, no era más que un expedicionario, una aventurero que viajaba hacia mundos remotos en delantal gris y montado en una silla a punto de vencerse.
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