Ninguno de los dos nació el 25 de agosto pero no importa. Las vidas cambian y las fechas importantes también. En 2010, cuando cumplieron cinco años, y en 2015, cuando cumplieron diez, se juntaron a cenar con familia y amigos. Para los quince años querían hacer algo más grande: un “fiestón”. Invitación masiva, vestidos largos, trajes, bailes, mesa dulce, fotógrafo. La pandemia les arruinó la torta de cumpleaños y terminaron haciendo algo más grande: una campaña solidaria para el Hogar Pereyra de Banfield, la casa donde vivían Braian y Alan antes de ser adoptados por María Emilia Rossi.
Ese 25 de agosto de 2005 fue jueves. Una semana antes los habían llamado de un juzgado de Lomas de Zamora, el que le tocaba por su domicilio en Avellaneda. Se habían postulado tres años -y al menos cinco intentos por fertilización asistida- atrás. En el apartado de cantidad y edad habían firmado “hasta cuatro hermanos de hasta seis años”. El primer contacto fracasó. El día que llamaron del juzgado María Emilia les cortó el teléfono. No sabe si fue angustia, susto, desconcentración o qué. Desconoce esa reacción. Al segundo ya estaba rezando que volvieran a llamar. Cuando lo hicieron, le dijeron que es algo normal que la gente corte la llamada.
En ese segundo intento les hablaron de “los gorditos”. En las comunicaciones siguientes, mantuvieron la denominación: les consultaban cuándo podían ir a conocer a “los gorditos” o les contaban que “los gorditos” ya estaban en el juzgado. Emilia, tal vez absorbida por la expectativa, no preguntó quiénes y cuántos eran “los gorditos”. En el fondo, tampoco le importaba tanto. Su primera vez en el juzgado imaginó que esas dos cabezas que se asomaban detrás del mostrador eran sus hijos. Hoy, descontracturada, curtida y con quince años de maternidad, reveló que cuando abrieron la puerta se dijo: “Chau, me vienen cuatro gigantes”. Eran dos: “Tenían 3 y 5 años y eran unos quilomberos”.
Pasaron tres días y cero noches con ellos. Es lo que correspondía por el período de adaptación, un procedimiento que consistía en retirarlos del hogar por la mañana y devolverlos por la noche. El protocolo del juzgado dice que los chicos deben dormir en el hogar al menos una semana después del encuentro con sus padres adoptivos. Pero a la tercera noche, Braian, el mayor, se aferró a su familia y a la puerta de su casa: no quería volver. Lloró y pataleó mucho más de lo que pueden soportar una madre y un padre.
“Es mentira -dijo Emilia-, nadie te acompaña en ese proceso, nadie te dice nada. Era una sensación horrible: teníamos que arrancarlo de la casa para dejarlo de nuevo en el hogar”. Esa noche de invierno, en rebeldía con los estatutos y los formalismos, Braian hizo fuerza para torcer su suerte. El berrinche llevó a que él y su hermano, con la aprobación del juzgado, durmieran por primera vez en su nuevo hogar. Ese jueves 25 de agosto de 2005 fue el primero de sus nuevos cumpleaños.
Pasaron quince años para Braian, Alan y Emilia. Querían vestirse de largo para su fiesta de 15, pero la celebración cayó en 2020 y en plena pandemia por coronavirus. La madre decidió modificar el propósito, no la dedicación, el esfuerzo y las ideas. Pensó en el Hogar Pereyra de Banfield por la gratitud de haber criado a sus hijos los años que no fueron sus hijos. “El mismo tiempo que íbamos a destinar para la organización del cumple lo hicimos para coordinar esta campaña”, precisó. Fundó una colecta digital que tituló “aniversario de familia”.
Se lo comunicó a la secretaria del instituto. Emilia recuerda aún su alegría y la modestia de su expectativa: una colecta que les alcanzara para comprar pañales y leche. Emilia aspiró a recaudar 20 mil pesos. “Al primer día juntamos 50 mil: ahí me puse en contacto con Tony (Antonio Dell Elce), el director, para avisarle”, rememoró. Automáticamente, la planificación cambió. Ella quería embellecer un lugar impersonal: la sala de juegos es un salón que no tiene más que ventanas, persianas, dos ventiladores, un televisor pequeño, colchonetas de gimnasio y pupitres. El resto es vacío, piso, paredes y techo. Emilia lo describió “desolado y frío”.
Quería invertir ese dinero en muebles, mesas, alfombras, una juegoteca, un microcine, una sala de lectura y de esparcimiento, un apartado del comedor diario, una tele más grande. Compró un televisor de 60 pulgadas a 55 mil pesos pero lo demás no. “Era medio boludo ponerle alfombra a un lugar que se le está por caer el cielorraso. La idea original era ponerle lindo, pero después nos dimos cuenta que le faltaban muchas cosas más importantes”, aceptó.
El director le contó que el arreglo estructural estaba suspendido porque se demoraba la ejecución de un presupuesto ya aprobado por un organismo estatal. Reconfiguraron el plan inicial: consultaron al arquitecto del hogar para que los oriente en un proyecto de remodelación del espacio. Lo repensaron como un lugar más interactivo, cercano y cálido. Lo que no viró fue la vocación: hacer un poco más feliz la infancia de 35 niños que esperan.
En Carlos María de Alvear 920, a trece cuadras de la cancha de Banfield, viven bebés de meses y chicos de diez años en un hogar convivencial. Son niños judicializados que tienen una medida de abrigo, cuyo fin es resguardar sus derechos durante los 180 días en los que debería resolverse su situación judicial. El plazo es un disfraz. Los habitantes del hogar renuevan su estadía sin estimaciones ciertas. Ahí vivieron y se criaron Braian y Alan, abandonados por su familia biológica de Lomas de Zamora. El mayor llegó con dos años, el menor con pocos meses. A Braian a veces lo iba a buscar su mamá. Después volvía al hogar.
Alan no tiene recuerdos del lugar. Era retraído y casi no hablaba cuando lo adoptaron. “Una vez me dijo que su hermano lo estaba cargando y le decía que él también era adoptado. ‘Yo no soy adoptado’, le respondía”, contó Emilia. Alan creía que había nacido ahí, en su segunda casa. En cambio, Braian sabía que había un pasado: la niñez en sus memorias no eran escenas felices. Pasó de pedir monedas a darle monedas a los chicos: esa diferencia lo partió. Con el tiempo se diluyeron los retazos oscuros de su crianza. Dejó de ahondar en eso. Sus únicos ratos buenos los tuvo en el consuelo y el resguardo del Hogar Pereyra. Ninguno de los dos volvió desde entonces.
Las primeras semanas en familia fueron una revolución. La inmediatez de la convocatoria del juzgado y el período de adaptación anulado no les había dado margen. La casa que compartía con su esposo (su relación se cortó año y medio después de la adopción) no estaba preparada: el cuarto era un ambiente a la expectativa. No hubo nueve meses de aclimatación, provisión y acondicionamiento. “Sacamos los ahorros y fuimos al Walmart de Avellaneda: los sentamos en el carrito y le comprábamos ropa, zapatillas. Se lo probábamos ahí mismo”, narró.
Una tele, dos camas, el placard completo, una visita a la peluquería. Adecuaron la dinámica en tiempo récord y de manera didáctica: la construcción de la familia estuvo llena de días divertidos. Eran dos niños que traían consigo sus historias, sus ropas, una bolsa con otra muda de repuesto y nada más. Tal vez, por eso, al principio pensaron “¿toda esa plata le vamos a dar?”. Toda esa plata fueron exactos $379.056, tras dos semanas de recaudación. “Después se entusiasmaron -dijo su madre-. Ahora están chochos. Son adolescentes, no me van a acompañar a comprar las cosas, pero sí vamos a estar juntos en la inauguración del espacio”.
Volverán al hogar después de quince años cuando las obras estén terminadas. Comenzaron el miércoles de la semana pasada. Es una refacción y puesta en valor: consiste en retirar el enchapado de madera perimetral, reparar las humedades existentes, revocar los sectores en mal estado, cambiar tres ventanas en aluminio blanco, cambiar la puerta de emergencia, pintar, construir el cielorraso nuevo, construir un mueble biblioteca con material seco y realizar la división funcional de ambientes destinados a esparcimiento y espacio de estudio. Se prevé que la semana próxima esté listo el lugar.
Reparado el cielorraso y la humedad, Emilia volvió a la idea original: embellecer el espacio. Y, envalentonada, emprendió una segunda colecta. En menos de una semana juntó 158 mil pesos. Compró dos sillones de dos cuerpos y dos de un cuerpo, diez silloncitos símil ratán blanco, seis puff grandes, dos mesas pizarrón con banquitos, cuatro mesas infantiles con sillas, cuatro alfombras de goma y veinte almohadones (cuatro fueron de regalo). Aún le queda dinero disponible en la cuenta: el director le confió la inversión en sus proyectos. Ahora planea completar el presupuesto en láminas para decorar las paredes, sábanas de personajes infantiles y cajones con ruedas para guardar los juguetes.
La campaña solidaria recaudó 537 mil pesos en dos etapas. La colecta es una retribución: lo ratifican los buenos recuerdos de Braian. “Cuando eran chicos no se les cruzaba por la cabeza volver, pero ahora tienen ganas de ir a visitar”, acreditó Emilia. No teoriza pero reflexiona: lo entiende como el curso natural de las cosas. Hace unos años preguntaron por la identidad de su madre biológica con la promesa de indagar en un futuro cercano, de incursionar en un vínculo.
Hace unos años los hermanos también volvían con notas bajas de la secundaria. “Nunca una alegría, nunca un buen boletín”, lamentó su madre, entre risas. Tuvieron psicólogos, psiquiatras, apoyo escolar. Pero no hubo caso: les iba mal en el colegio. “Cuando me llamaban de la escuela yo les decía ‘lo único que me importa es que los chicos sean felices’. Me querían matar”, relató. Braian concluyó el colegio en tiempo y forma: hasta se anotó en el Ciclo Común Básico (CBC) de la Universidad de Buenos Aires. Su proyección está suspendida por la pandemia: hoy trabaja en un kiosco. Alan, por su parte, estima que va a terminar la escuela en una nocturna el año próximo.
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