José Luis Boscardin se sorprendió al encontrarse con el vicecomodoro Héctor Gilobert en las calles de la ciudad que días más tarde se llamaría Puerto Argentino. “No sabe lo bueno que usted esté aún acá”, le dijo enigmático. Eso ocurrió el 26 o 27 de marzo de 1982. Es que hacía un par de semanas que el vicecomodoro, que se había desempeñado como representante del gobierno argentino, había partido al continente para asumir otras obligaciones y no se entendía por qué había regresado.
Desde marzo de 1981 Boscardin era uno de los encargados de la planta de YPF en la capital de las islas Malvinas. Estaba preparando su regreso a Buenos Aires. Su esposa y sus dos hijos ya habían partido y él tenía pensado hacerlo en el vuelo del 14 de abril, luego de que hubiera instruido a su reemplazo que llegaría el 7. Con su familia despachó la mayoría de su ropa, ya que él pensaba viajar unos pocos días más tarde.
Nunca imaginó lo que vendría.
Desde Bahía Blanca, donde vive desde sus 3 años, Boscardin, ahora de 72, relató a Infobae su experiencia como testigo privilegiado de la recuperación de las Malvinas.
En agosto de 1971, nuestro país y el Reino Unido firmaron la Declaración Conjunta referente a comunicaciones entre las Islas Malvinas y el territorio continental argentino, que suponía una serie de disposiciones tendientes a estrechar el vínculo con el archipiélago. Este acuerdo incluyó, por ejemplo, la construcción de un aeródromo, inaugurado al año siguiente, y la instalación de una oficina del correo, de Gas del Estado -que proveía gas natural a los isleños- y una planta y estación de servicio de YPF.
Vivir en las islas
A la planta de YPF, bautizada con el nombre de Antares, iban empleados solteros que se turnaban cada tres meses. En 1978, José Luis Boscardin se desempeñaba en la planta de Ingeniero White y le propusieron ir con la familia y durante un año. No respondió enseguida porque sabía que la vida allá era dura, con un clima hostil y una comunidad desconocida. Aun así se decidió y en marzo de ese año viajó junto a su esposa y a su pequeño hijo de cuatro años, que haría el jardín de infantes en las islas. Junto con él, viajó su compañero Luis Giménez.
Cuando llegó le llamó la atención que, a pesar de los fuertes vientos, no volaba tierra, era toda turba húmeda. YPF le alquiló una de las cuatro casas de material que había entonces en un pueblo que no superaba las ocho cuadras por tres. Era de planta baja y primer piso y aún se levanta sobre la calle principal, Ross Road, justo frente al muelle.
Era un trabajo conveniente, ya que prácticamente no tenía gastos. La empresa, además de la vivienda, le proveía de comida, se hacía cargo de los servicios y hasta podía disponer de un vehículo.
Por la mañana asistía a los aviones de Lade, que salían de Comodoro Rivadavia, y por la tarde, a través de su estación de servicio, YPF vendía nafta y kerosén a los kelpers. También enviaba por mar bidones de combustible hacia el interior de la isla para abastecer a los establecimientos rurales. El gas oil lo vendía la Falkland Island Company, la FIC.
El trato con algunos kelpers era cordial, siempre y cuando no se tocase la cuestión de la soberanía. Otros, directamente, al saber que era argentino, ni lo saludaban.
Boscardin regresó al continente en febrero de 1979 e inició una segunda etapa en Malvinas en marzo de 1981, acompañado por Carlos Degese. Ya tenía otro hijo.
Estaba bastante integrado a la comunidad, en la que residían otros argentinos. Con algunos kelpers tuvo una estrecha amistad, como ocurrió con Alejandro Betts, que trabajaba en Gas del Estado y Lade, alguien que siempre estuvo muy identificado con la postura de la Argentina.
Su vida social se circunscribió a jugar al fútbol los fines de semana. Lo hacía para el equipo Red Socks, uno de los tres que había entonces.
Fue muy amigo de Patrick Watts, que en 1982 era periodista y locutor en la radio local y que se destacaría como director técnico del Stanley Football Club. Era un fanático declarado del Tottenham y de San Lorenzo, y solía viajar a Buenos Aires para verlo jugar.
Semanalmente le enviaban a Boscardin las revistas Gente, El Gráfico, Siete Días y el diario La Nación, que se leían con mucha avidez. Y El Gráfico era ansiosamente esperado por Watts, que era viudo y criaba a dos hijas.
A pesar de que muchos de los nombres se borronearon en su memoria, contó que se hizo amigo de Ramón Miranda, un carpintero chileno que hacía las cruces blancas para el cementerio. De ese grupo recuerda a la esposa chilena del capitán del Monsunen, embarcación que tuvo un papel destacado durante la guerra. Dicho barco era llevado a Chile para realizarle el mantenimiento y así fue cómo su capitán la conoció. También mantenía una cordial relación con el jefe de los bomberos, vecino suyo.
Gracias a los vuelos de Lade, los isleños podían disfrutar de frutas y verduras frescas. La carne que se consumía era de cordero. Cada dos días, la Falkland Island Company dejaba en una suerte de caja con mosquitero, que se colgaba en el frente de las casas, un cuarto de cordero. Si uno no lo quería, debía señalarlo con una nota en esa caja. Y a fin de mes se pagaba lo consumido.
Se cuidaba de asistir a las tabernas y solo iba cuando llegaba alguna visita del continente. Tenía una a la vuelta de su casa, The Globe. Todas abrían a las 19 y cerraban a las 22. Se jugaba a los dardos y se tomaba, y mucho. Solían invitarlo y negarse era considerado un desaire. Ocurría que cuando Boscardin saboreaba el primer wkisky, sus acompañantes iban por el quinto. Entonces, para evitar una borrachera segura, llegaba quince minutos antes del cierre.
De las noticias del exterior se enteraba por las pocas estaciones de radio que se sintonizaban, especialmente las chilenas y alguna uruguaya. Para hablar por teléfono -Boscardin figuraba en la guía telefónica local de 1981 con el número 253- se debía pedir la comunicación a la operadora, que podía demorar hasta una hora. En los meses de verano los isleños mataban el tedio asistiendo a las carreras de caballos.
“Mañana recuperaremos Malvinas”
Boscardin recuerda que el 1 de abril de 1982 a las 9 de la mañana fue un día espléndido, y él y Degese lo dedicaron a hacer tareas de mantenimiento. Gilobert pidió hablar con él en un lugar reservado.
-Si no ocurre lo que voy a contarle, debe llevarse el secreto a la tumba -le advirtió el militar. Hizo una breve pausa y le anunció: mañana recuperaremos las Malvinas.
Boscardin no podía creerlo. Lo primero que se le cruzó por la mente fueron los amigos que había hecho. Con Watts no tuvo problemas. El mismo 2 de abril se encontraron y ambos coincidieron que todo era un problema entre dos gobiernos y que su amistad iba más allá.
-Hoy a la tarde debe ir al aeropuerto y verificar si hay marines -le indicó Gilobert ese 1 de abril.
Inventó una excusa para ir un día que no debían hacerlo porque no llegaba ningún vuelo. Fueron con el motivo de cambiar los matafuegos, instalados juntos a los dos tanques de combustible de 25 mil litros. Vieron un número inusual de soldados ingleses apostados en los alrededores.
Cuando regresó al pueblo, en la oficina de LADE volvió a encontrarse con el vicecomodoro quien, en un tono cómplice, le dijo al pasar:
-Se hace lo del departamento en Buenos Aires.
Esa noche, no pudo conciliar el sueño. Tenía la orden de presentarse en el aeropuerto a las 8 de la mañana. Pero a las 4 golpearon a su puerta. Era un kelper que hablaba español porque había estudiado en La Plata y con el que jugaban al fútbol. “Venite, José, vamos al Town Hall. Y traete una toalla”.
Aún hoy no comprende el porqué de la toalla. En el Town Hall, ubicado en un primer piso arriba del correo, ya estaban otros civiles. Pasadas las 5 y media ya se escucharon disparos.
A partir de ese 2 de abril el personal civil pasó a depender de la Fuerza Aérea. La vida continuó normalmente, despachando combustible y cuando les asignaron tareas adicionales, hubo un refuerzo de personal. Se ocupaban de los aviones de LADE y Aerolíneas, empleados para el transporte de tropas. Junto a ellos trabajaba un sargento de Ejército, Pedro Larrosa, quien falleció en el bombardeo del 1 de junio.
Boscardin alojó al personal de Policía Militar -muchos de ellos de Bahía Blanca- en los galpones de YPF y su vida transcurrió en esas seis cuadras que lo separaban de la planta, que estaba junto al cementerio.
Solía comprarles provisiones a los soldados argentinos, ya que éstos tenían prohibido ingresar a los comercios. Y años después se enteró que soldados del Regimiento 6, como fue el caso de Carlos Di Santo, de la compañía A, se llevaron del depósito de YPF tirantes y chapas acanaladas para reforzar su posición.
Un largo adiós
Cuando ocurrió la rendición, tramitó su partida de las islas. Le indicaron que debía esperar que primero embarcasen a los soldados. Mientras tanto, en su casa se amontonaron nueve civiles argentinos que esperaban irse. Nadie quería salir por temor a represalias y racionaron la comida que tenían. Por la ventana del living veían cómo los ingleses registraban a los soldados argentinos antes de embarcarlos. Todos los días los dueños de la casa, un matrimonio mayor, los presionaban para que la desalojasen.
En esa casa también estaban Alejandro Betts y su esposa, que ocupaban el dormitorio principal. “No te podés quedar en las islas, la vas a pasar mal”, le aconsejó. Betts luego se radicó en Córdoba.
El 22 de junio, representantes de la Cruz Roja vinieron a buscarlos. Solo debieron cruzar la calle y entrar al muelle. Salieron en dos tandas. Iban juntos y entre ellos, medio escondido, Alejandro Betts. Subieron a una lancha que los llevó hasta el Bahía Paraíso. De la cubierta del buque, tomó la última fotografía.
El 24 al mediodía llegaron a Puerto Belgrano. Para su sorpresa, su familia y el personal de YPF lo estaban esperando para darle la bienvenida que merecía.
Continuó trabajando en YPF en Ushuaia y Neuquén hasta comienzos de los 90. Nunca quiso regresar a las islas. Los que la visitaron le cuentan que la ciudad está cambiada. Nunca más habló con sus amistades kelpers. Incluso con Watts, con quien discutió amargamente el 14 de junio de 1982.
Cuando se entera de que alguien viaja, le pide que tome una foto del frente de su casa, hoy ocupada por una oficina municipal, con mástil y bandera inglesa al frente. Esa casa que es lo último que vio al partir para siempre y que aún hoy le trae recuerdos de una experiencia única que nunca olvidará.
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