Cinco minutos antes de que finalizara su guardia de veinticuatro horas, cuando parecía que el trabajo había terminado y ya se veía en casa tomando mate con su pareja, el doctor Claudio Cirille escuchó el mensaje de una enfermera: “¡Hay una salida urgente!”. Contundentes palabras que a las ocho menos cinco de la mañana lo devolvieron a la realidad. Cirille se alisó la chaqueta azul con el logo del hospital José Formenti y salió a las apuradas en busca de la ambulancia. “Es en la casa de la Presidenta”, le contó el enfermero Pedro Corregidor cuando atravesaban el vallado de álamos y avanzaban por la calle Campaña del Desierto.
Todo queda cerca en El Calafate, la hermosa villa turística de casi 20 mil habitantes que Cristina Elisabet Fernández de Kirchner había entronizado como "mi lugar en el mundo", seguramente no solo porque es la puerta de entrada del imponente glaciar Perito Moreno, el desafiante Cerro Chaltén y otras bellezas naturales únicas, sino también por la colección familiar de inmuebles y porque allí se siente como una reina en su comarca. Y más cerca queda todo en un día feriado, como aquel soleado, apacible —sin ese viento tan habitual— miércoles 27 de octubre de 2010, cuando también los calafateños estaban por recibir la visita de las personas reclutadas para el Censo Nacional de Población y Vivienda.
No más de mil metros separaban al hospital municipal del suntuoso chalet de los Kirchner, de trescientos veinte metros cuadrados; en los pocos minutos que duró el viaje, Cirille nunca pensó que se trataría de algo muy grave. Hasta que vio que el portón de madera de la casona de dos plantas con subsuelo estaba abierto de par en par y que, luego de atravesar los primeros sauces, una pequeña manifestación de custodias y asistentes salía a recibirlos haciendo señas y clamando ayuda.
—Rápido, apúrense que Kirchner está muy mal —fue uno de los gritos que pudo escuchar.
La ambulancia estacionó frente a la puerta principal. El médico y el enfermero subieron las escaleras al trote y en un dormitorio del primer piso que les pareció amplísimo encontraron al ex presidente Néstor Carlos Kirchner tendido boca arriba en la cama matrimonial, vestido con un pijama azul. Parecía que dormía plácidamente, salvo por tres detalles: la sábana de la parte superior y la colcha habían sido retiradas y yacían descuidadas a un costado; además, Kirchner tenía un raspón en la frente, a la izquierda de su rostro.
El tercer detalle que completaba ese cuadro irregular era que Benito Alen González, uno de los médicos contratados para cuidar la salud de la familia presidencial, le hacía masajes cardíacos ayudado por un monitor portátil del tamaño de una tablet, que registraba la actividad eléctrica del corazón de la persona más poderosa de la Argentina.
Recién despertado, agitado, visiblemente nervioso, Alen González presionaba el pecho de Kirchner hasta que la voz impersonal del monitor le ordenaba: "¡Detenga maniobra!". El médico presidencial alzaba sus manos, fijaba la vista en la pantalla, pero nada: se iban las ondas y la línea volvía a estar recta; el corazón de Kirchner no latía por sí mismo, sin la ayuda de los masajes. Y Alen González continuaba con las maniobras de reanimación.
En contraste con el poderío y la riqueza del paciente, el cuidado de su gastado corazón era muy precario: Alen González no era cardiólogo sino especialista en cabeza y cuello, y ni siquiera contaba con un desfibrilador, un aparato portátil para revertir las arritmias cardíacas más comunes que cuesta entre 24 mil y 60 mil pesos. Y era el único integrante de la Unidad Médica Presidencial que esa semana había viajado al sur con los Kirchner, primero a Río Gallegos y luego a El Calafate.
Tampoco era el titular del equipo médico de la Presidencia, formado por dieciséis profesionales; el jefe, Luis Buonomo, un cirujano amigo de Kirchner que tenía rango de secretario de Estado, se había quedado en Buenos Aires porque su esposa estaba enferma. Buonomo no andaba con buen timing en su trabajo: el mes anterior, cuando el ex presidente se había sentido mal en Buenos Aires, él estaba justo en Río Gallegos.
No solo no habían montado una mínima estructura para cuidar la salud de una persona con gravísimos antecedentes ya que Kirchner había sido intervenido en septiembre, en el segundo episodio cardíaco en apenas siete meses. Tampoco se preocuparon por avisar a los médicos del hospital local que habían llegado ni —obviamente— cuántos días estarían allí y en qué condiciones.
"Creo que eso es lo que más me llamó la atención y lo que aún hoy llama la atención a todo el mundo: en la casa no tenían nada de nada; el monitor era solo eso, un monitor para registrar si había o no actividad cardíaca. No tenían posibilidad de hacerle una desfibrilación o una cardioversión", sostiene Cirille.
"En el barullo del momento —agrega Cirille— apenas nos presentamos. Para no interferir en lo que él estaba haciendo ni molestarlo, yo me fijé en las pupilas, que es el indicio más certero de si hay daño cerebral o no. Las pupilas ya estaban dilatadas. Estaban fijas. Es una señal muy determinante. Desde el punto de vista neurológico, aunque el corazón hubiera vuelto a funcionar, ya no había mucha alternativa".
—Las pupilas; ya las tiene completamente dilatadas —le informó a su colega. Eran las ocho y diez.
—Vamos a hacerle una adrenalina intracardiaca, ordenó Alen González.
A Cirille, le llamó la atención. "Es algo que en muchos protocolos ya no se usa, pero es como dice el dicho: ´Donde manda capitán…´".
Corregidor —el enfermero— abrió su maletín y cargó la jeringa con adrenalina para que el médico presidencial la inyectara directamente en el corazón de su ilustre paciente. Pero, con un gesto, Alen González le indicó a Cirille que se la aplicara él.
Así fue que Cirille alzó la jeringa y la clavó entre las costillas del ex presidente, al nivel del ventrículo izquierdo. Un momento crucial: los tres confiaban en que el monitor les informara que el corazón del hombre fuerte del país volvía a funcionar; "arrancaba", en la jerga médica.
"Pero, no hubo respuesta de ningún tipo; el monitor no registró nada", cuenta Cirille.
—¡Vamos al hospital! —propuso el médico local.
Alen González estuvo de acuerdo. A esa altura, el chofer de la ambulancia ya había avisado al hospital que el paciente era nada menos que Kirchner, que su condición era crítica y que le estaban haciendo masajes cardíacos. Y los esperaba fuera del dormitorio con la camilla, como se hace en estos casos de urgencia. Los cuatro alzaron a Kirchner así como estaba, en pijamas y descalzo, y lo bajaron por la escalera mientras algunos guardaespaldas les abrían camino.
La Presidenta se les unió en la puerta de entrada; Cirille la había visto "de refilón, cuando subimos corriendo las escaleras, pero la mantuvieron todo el tiempo fuera de la habitación. Luego, me olvidé de ella; uno se enfoca en lo que debe hacer".
Cristina Kirchner vestía calzas negras, una remera blanca y zapatillas; era una de esas raras ocasiones en las que se presentaba sin maquillaje, a cara lavada aunque parcialmente cubierta por anteojos de sol. Sin decir una palabra, subió con los médicos y el enfermero en la parte de atrás de la ambulancia; Alen González y Cirille siguieron con los masajes cardíacos mientras el chofer avisaba por radio que estaban volviendo y los llevaba al hospital aún más rápido de lo que habían llegado.
Corregidor colaboraba con el uso del ambú: cuando Alen González y Cirille interrumpían los masajes, el enfermero se ocupaba de presionar la bolsa de goma para ventilar al paciente a través de la mascarilla que le cubría la boca y la nariz. La secuencia era así: masaje de un médico, masaje del otro, ventilación manual, y vuelta a empezar.
"No hubo respuesta a ningún estímulo; su corazón nunca arrancó. Kirchner permanecía con los ojos cerrados; teníamos que abrirle los párpados, pero las pupilas nunca reaccionaron", recuerda Cirille.
Cristina Kirchner hizo todo el viaje sentada en una butaca frente a su esposo; lo agarraba de los pies y le hablaba en un tono de voz no muy fuerte. Le escucharon repetir dos frases durante todo el corto trayecto:
—¡Vamos, Néstor! ¡Fuerza! —lo animaba.
—No me dejes, por favor, no me dejes —le rogaba.
Cuando la camilla que llevaba a Kirchner atravesó la puerta vaivén color marrón del shock room —la sala de emergencias del hospital— eran las ocho y media de aquella mañana frenética, según calcula Cirille. A esa altura, habían llegado varios médicos y enfermeros locales con el director, Marcelo Bravo, a la cabeza.
En la Guardia, algunos funcionarios municipales y políticos locales que ya se habían enterado de la novedad pedían más detalles a los asistentes de los Kirchner. Ninguno de ellos pudo entrar al shock room, un espacio lógicamente reservado a médicos y enfermeros. Solo ingresó la Presidenta; detrás de la camilla, acompañando a su marido. ¿Quién se iba a atrever a decirle que se retirara?
Eduardo Mikulik, el jefe de enfermería de la Guardia, la vio sentada discretamente en el suelo de goma aislante cuando entró a la sala de emergencias. Él no estaba de servicio aquel día, pero fue despertado por teléfono a las ocho y media por una de sus colegas.
Los médicos y enfermeros consultados coinciden en que repasaron todas las maniobras de reanimación hasta tres veces más de lo que prescribía el protocolo. Pero, nada dio resultado. Cada vez que los médicos interrumpían los masajes para verificar si el corazón de Kirchner había arrancado, la línea del monitor volvía a aplanarse.
A los cuarenta y cinco minutos de iniciadas todas esas maniobras, el médico Rodrigo Sabio consultó con la mirada a los médicos y a los enfermeros. No hubo necesidad de que nadie hablara: todos coincidieron en que Kirchner estaba irremediablemente muerto. Y que había que decirle a su compañera y esposa —a la Presidenta—, que seguía allí, sentada en el suelo.
La médica Patricia Pérez volvió a acercarse donde estaba Cristina Kirchner.
—Doctora, hemos hecho todo lo que hemos podido. Ya no hay nada más que hacer, lamentablemente.
Eran las nueve y cuarto. Cristina la miró, le agradeció y se paró.
—Ya está, déjenlo, no lo toquen más a Néstor. Les agradezco todo lo que hicieron, pero no hagan más nada —les dijo.
Fue un segundo: todos alzaron las manos y quedaron como paralizados ante la orden que esperaban. Quienes masajeaban el pecho del ex presidente hasta dieron un paso atrás.
—Sáquenle todo lo que le pusieron —ordenó la Presidenta en referencia al suero, los electrodos y el tubo.
—Y salgan todos de la habitación. Quiero estar un minuto a solas con mi marido.
Los médicos y enfermeros enfilaban hacia la salida cuando Rudy Ulloa entró a los gritos. No era solo una persona de total confianza de Kirchner; también funcionaba como puntero político mayorista y empresario de medios periodísticos ultra K. Un hombre de pelea, el jefe del grupo de choque de Kirchner en Río Gallegos, un "lupinero" de la primera hora, casi un hermano menor para el ex presidente.
—¿Cómo es que nadie está haciendo nada? ¡Vamos, reanímenlo! ¡No sean tan hijos de puta! —les ordenó.
—¡Pará de gritar, loco! Fui yo quien les dio la orden; ya no hay nada que hacer. ¡Y mandate a mudar de acá! —lo cruzó Cristina Kirchner, que nunca le tuvo mucho aprecio, al igual que a otros miembros del círculo íntimo de su marido.
A la hora de la verdad, tanto poder y tanto dinero no le habían servido de mucho a Néstor Kirchner. El hombre que movía los hilos del poder en la Argentina, que se había convertido en una de las personas más ricas de la Patagonia, terminó sus días en la camilla de un modesto y perdido hospital de pueblo.
Él también era mortal.