El 24 de octubre de 1960, un espantoso olor a carne quemada y a combustible tiñó el aire de un sitio de la estepa soviética llamado Baikonur, donde actualmente se encuentra Kazajistán. Esparcidos alrededor del lugar donde había una rampa de lanzamiento, restos humanos -dientes, huesos calcinados- y objetos como medallas y llaves eran lo único que quedaba. Una bola de fuego que alcanzó los 3.000 grados de temperatura había evaporado en un chasquido de dedos el mayor orgullo de la carrera espacial de la antigua URSS: el misil R-16. En la explosión se desintegró -literalmente- uno de los más grandes héroes soviéticos de la Segunda Guerra Mundial y comandante de las Tropas de Misiles Estratégicos, el mariscal Mitrofán Ivanovich Nedelin. Y junto a él, la plana mayor de los ingenieros espaciales que estaban a su cargo. Ironía del destino, uno de los pocos que se salvó de morir quemado fue Mijaíl Kuzmovich Yangel, el que había creado el misil que explotó. El motivo fue trivial, y para él milagroso: estaba nervioso y se alejó para fumar un cigarrillo. Muchos de los que huyeron en llamas fallecieron días después, en los hospitales. En total -según las distintas fuentes- hubo entre 74 y 120 fallecidos.
Un segundo antes de la deflagración, el orgulloso militar estaba sentado en una silla a 15 metros del misil, mientras un ejército de técnicos trabajaba para solucionar los serios problemas que impedían su correcto despegue. Nedelin podría haber estado a salvo, a 800 metros del lugar, en el lugar destinado a los observadores. Pero acudió al sitio del frustrado lanzamiento porque quienes lo secundaban estaban temerosos: sabían que podía ocurrir lo que finalmente sucedió. No era sensato trabajar junto a un cohete preparado para el despegue y cargado con 130 toneladas de combustible hipergólico. ¿Qué significa esto? Que su contenido podía hacer combustión en forma espontánea. El mariscal los trató de cobardes, y caminó hasta el que sería su hoguera. No les quedó otra opción que seguirlo. Lo contrario, la desobediencia, se pagaba con el destierro, el gulag. Siberia. A Nedelin le urgían las llamadas que recibía del Kremlin y la cercanía con el 7 de noviembre, aniversario de la Revolución bolchevique, en el que se haría el anuncio de la nueva arma.
Apenas tres años antes, el 4 de octubre de 1957, desde ese mismo lugar había sido lanzado el satélite Sputnik, el primer objeto creado por el hombre que orbitó en el espacio. Pero en 1960, la Guerra Fría estaba en su punto máximo. Y esa catástrofe significó un duro golpe para el más ambicioso proyecto soviético: ganarle en la carrera espacial a los Estados Unidos y poner un hombre en la luna antes que ellos. Y, por qué no, utilizar esos misiles de largo alcance para destruir a su nación rival desde las bases ubicadas a decenas de miles de kilómetros.
La primera decisión del Kremlin, por entonces en manos de Nikita Kruschev, fue silenciar el episodio. La agencia gubernamental de noticias emitió un comunicado dos días después, diciendo que Nedelin había muerto en un accidente aéreo. Pero los servicios de inteligencia occidentales no se quedarían quietos. Desde el primer momento habían tomado conocimiento de una explosión en el cosmódromo de Baikonur, aunque sin mayores precisiones. Hubo que esperar 29 años para conocer la verdad.
La llegada de Mijail Gorbachov y la glasnost soviética -la transparencia informativa, básicamente-, hicieron que el expediente de la explosión fuera desclasificado. La catástrofe fue bautizada con el nombre del principal fallecido y responsable. Se la llamó “el desastre de Nedelin”. Y se supo qué había ocurrido.
Los soviéticos ya tenían un misil intercontinental, el R-7. Lo había diseñado un prestigioso ingeniero, Serguei Korolyov. Había un problema. La propulsión se lograba mediante dos elementos muy seguros: gasoil y oxígeno líquido. Pero este último elemento se evapora muy pronto a temperatura ambiente, y los jerarcas de la URSS necesitaban misiles que estuvieran listos para entrar en acción las 24 horas. El problema es que Korolyov se negaba sistemáticamente a utilizar combustibles hipergólicos, que llamaba “veneno del diablo” a esas mezclas de hidracina y tetróxido de nitrógeno. El que no tuvo problema fue Yangel, que ya había diseñado dos misiles de alcance medio, luego usados en la crisis entre Cuba y los Estados Unidos.
Finalmente, se decidió que las pruebas del R-16 se hicieran el 23 de octubre. El R-7 era claramente más confiable: tenía 2 etapas que se encendían en forma simultánea. El misil de Yangel necesitaba, en cambio, una precisión tecnológica que aún no había sido dominada en su totalidad.
El día señalado, el misil designado como LD1-3T, de 30 metros de longitud, fue llevado a la rampa en el sector 41 y elevado a posición vertical. Le cargaron el combustible hipergólico y sólo quedaba aguardar la cuenta regresiva. Pero comenzaron los problemas. Las válvulas que controlaban el pase del combustible a la cámara de combustión se dispararon en forma anticipada. Parte del líquido -que además de inestable era corrosivo- ingresó a los motores. Definieron, tras una discusión, que cambiarían las válvulas. Para colmo de males, el sistema de control de vuelo presentaba fallas. Aplazaron la partida para el día siguiente. ¡Pero no más!
La ansiedad por llegar con el misil probado antes del 7 de noviembre fue fatal. Lo recomendable hubiera sido regresarlo desde la rampa de lanzamiento al edificio donde fue montado, quitarle el combustible, desarmarlo y repararlo correctamente. Pero eso significaba un retraso inaceptable para Nedelin. Se decidió que los técnicos trabajarían directamente en la rampa, con el cohete cargado.
No sólo la negligencia de Nedelin en observar las medidas de seguridad fueron responsables de la trágica explosión. El día anterior, un error de programación había pasado inadvertido. El distribuidor eléctrico encargado de la acción de las válvulas que inyectaban el combustible y la separación de las dos etapas del cohete debía ser puesto en posición de despegue. Cuando el día 24 de octubre un técnico se dio cuenta del error faltaba apenas media hora para el despegue. Eran las 18.45 cuando comenzó a corregir la configuración.
A esa altura, con la plana mayor y el propio Nedelin sentados a escasa distancia, todo era febril y caótico alrededor del poderoso misil. Cuando el técnico comenzó la operación, no desconectó las baterías del cohete. Y como el despegue tendría lugar instantes después, los sistemas de seguridad se habían desactivado. No fue más que cambiar la configuración del distribuidor eléctrico, que las válvulas que daban paso al combustible para la segunda etapa comenzaron a funcionar. El motor se encendió, y la chispa de la ignición derivó en un incendio. La primera etapa del cohete, cargada de combustible, no soportó la temperatura y todo voló por los aires.
Enseguida, además de ordenar el encubrimiento mediático del incidente, el Kremlin designó una comisión para investigar el asunto. Al mando de la misma pusieron a Leónidas Brezhnev, luego Secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, que presidió el país desde 1964 hasta su muerte en 1982. Con Nedelin y Borís Konoplyov (quien diseñó el fallido sistema de control) muertos, no es difícil imaginar a quien echaron la culpa. Sin embargo, el pasado de Nedelin -que combatió desde la propia revolución bolchevique de 1917 hasta la Segunda Guerra Mundial, pasando por la Guerra Civil Española-, hizo que las acusaciones en su contra fueran leves. Oficialmente, el caso fue cerrado ahí. En cuanto al número de muertos hay discrepancias. El monumento ubicado en que los recuerda señala a 74 víctimas. Otras fuentes sostienen que hubo más, ya que una muchos murieron después, por las heridas recibidas. Algunos arriesgan hasta 120.
La explosión del misil R-16 fue un alerta sobre el uso de combustibles hipergólicos. Pero a pesar de todo, los soviéticos continuaron usándolo. Un año después, el R-16 entró en servicio. Y el mundo se volvió un lugar un poco más peligroso.
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