Ariel regresó el primer día de marzo: un domingo. Un día antes River había empatado 1 a 1 con Defensa y Justicia en el Monumental por la anteúltima fecha de la Superliga y Donald Trump había anunciado la primera muerte por coronavirus en los Estados Unidos. Ingresó al país por Ezeiza en vuelo de Alitalia el día que Ecuador informaba su primer contagio, Brasil sumaba dos infectados y el Museo del Louvre en París cerraba sus puertas por precaución. En su valija había un barbijo sin usar. “Cuando salí para Milán ya estaba al tanto de la enfermedad, pero cuando llegué no vi nada raro, estaba todo normal”, relató.
El miércoles 19 de febrero había partido hacia Italia. Visitó el norte del país, recorrió una exposición de telas a la que va todos los años, se paseó por Nápoles, se trasladó a Barcelona. Su viaje culminó diez días después. Europa era el epicentro de lo que entonces calificaba como epidemia. “Nunca sentí nada alarmante”, advirtió. Su vuelo de regreso fue en primera clase. Lo fue a buscar su hermano al aeropuerto y lo acompañó hasta su casa, donde vive solo. Esa noche, Ariel de 43 años, fue a la clínica Swiss Medical Center en el cruce de las avenidas Pueyrredón y Santa Fe porque tenía 39 grados de fiebre, tos y dolor de garganta.
Ahí filmó un video que resultó pedagógico. Una enfermera vestida con un mameluco descartable celeste, guantes de látex, barbijo y protección ocular enseñaba parte del protocolo de prevención sanitaria. Y él, recostado en la cama, le preguntaba cuándo iba a cenar y qué había para comer: “¿No sabés a qué hora me traen la comida, no? ¿Sushi hay?”. Las noticias relativas al virus y a una sopa de murciélagos de Wuhan dejaron de importarse del exterior: la fabricación de eventos comenzaba a ser regional.
El lunes 2 de marzo empezaron las clases en 19 provincias y Luis Lacalle Pou asumió la presidencia en Uruguay mientras Ariel permanecía aislado en el sanatorio Agote del barrio de Palermo, otro establecimiento privado de salud de la Ciudad de Buenos Aires al que había sido trasladado la noche anterior. Le tomaron muestras de sangre que fueron remitidas y analizadas por la Administración Nacional de Laboratorios e Institutos de Salud (ANLIS) Dr. Carlos Malbrán. Al día siguiente debería estar el resultado.
El martes 3 de marzo a las 15:43 en la sede del Ministerio de Salud de la Nación el ministro Ginés González García ratificó las sospechas: “La convocatoria de hoy es para informarles lo que ha sucedido. Tenemos el primer caso de coronavirus confirmado en nuestro país”. En una conferencia con resabios de la vieja normalidad, una imagen pre pandémica sin barbijos, distanciamiento y en una sala poblada, habló del caso “cero”. Lo describió como un contagio importado, alguien que traía el virus de Italia. A su derecha, Fernán Quirós, ministro de Salud porteño; a su izquierda, Carla Vizzotti, secretaria de Acceso a la Salud, destacaron el seguimiento epidemiológico y la baja probabilidad de haber contagiado a contactos estrechos.
Los síntomas de Ariel duraron un día. Se sintió mal la primera noche, después valoró su estado de salud como perfecto. Le hacían controles cada tres horas para constatar su evolución. Al décimo tercer día de internación, el jueves 12 de marzo, recibió el alta hospitalaria. Había sido el primero en el país en enfermarse por coronavirus, luego de más de veinte casos sospechosos que dieron negativo. Cuando se convirtió en el primer recuperado, ya eran 31 los contagios confirmados en el país. Entre ellos, Guillermo Abel Gómez, el primer fallecido por COVID-19 en Argentina y en América Latina.
Tenía 64 años cuando falleció el sábado 7 de marzo en el Hospital Argerich. Para entonces, los contagios confirmados en el país eran ocho: seis en la Ciudad, uno en la Provincia de Buenos Aires y el restante en Córdoba. Él no era uno de esos casos. El resultado de su análisis dio positivo luego de que falleciera. Se había muerto por coronavirus el primer argentino, el primero de muchos; un hombre que se infectó por haber sido un exiliado político.
Guillermo, habitante de Villa Soldati, trabajaba como recolector de basura y era militante social y político. Sus campañas solidarias en el Movimiento Villero Peronista durante la década del setenta lo comprometían: la Triple A lo secuestró y torturó. Se salvó de morir porque lo creyeron muerto: lo arrojaron a un basural de Villa Lugano. Antes habían hecho lo mismo con Nelly, “la Turca”, su compañera de vida. En 1975, antes de consumarse el golpe militar, decidieron exiliarse en Francia, donde tuvieron una hija y una nieta. Él trabajó como lavacopas y después como ordenanza en un organismo público. En 2015, luego de que se jubilara, emprendieron el regreso al país, pero su hija decidió quedarse allí.
Por eso, en el último febrero, Guillermo estaba en Francia. Su salud ya era precaria: padecía diabetes, hipertensión, bronquitis crónica e insuficiencia renal. El martes 25 había regresado al país. Tres días después empezó a percibir los primeros indicios, la sintomatología básica: fiebre, tos y dolor de garganta. Se había instalado en San Telmo. El Hospital Argerich del barrio de La Boca le quedaba cerca. Lo devolvieron dos veces. Al tercer intento, el miércoles 4 de marzo y con 40 grados de fiebre, quedó internado. Había llegado en taxi por la demora de la ambulancia, había permanecido casi cinco horas en sala de espera: un guardia de seguridad le tuvo que prestar su silla para descansar. Murió el sábado por la mañana en un box dentro de la unidad coronaria sin saber que el coronavirus había provocado su deceso.
Nueve días después, con 45 casos confirmados y la curva epidemiológica en franco ascenso, el Ministerio de Salud de la provincia de Chaco informó que uno de los cinco contagios locales tenía cuatro años de vida. El primer menor de edad con coronavirus en Argentina era también el primer niño infectado en América Latina. Salvo uno de los casos -el del ingeniero y profesor de la Universidad Nacional del Chaco Austral (UNCAUS) César Cotichelli, la segunda víctima fatal del virus en el país-, los otros cuatro diagnósticos positivos derivaban de la misma raíz infecciosa: una travesía familiar por España y Rusia.
El viernes 28 de febrero ingresaron a Resistencia vía terrestre desde Asunción dos mujeres provenientes de España: una médica pediatra jubilada de 71 años y su hija, de 34. Al día siguiente, la hija, una becaria de investigación de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional del Nordeste con servicio activo en el Departamento de Geografía de la Facultad de Humanidades, recibió en la casa que comparte con su pareja, un hombre de 38 años, a los hijos de él: uno de cinco y otro de cuatro.
Hizo vida normal: también visitó su trabajo y compartió encuentros con sus compañeros docentes. El viernes 6 de marzo madre e hija se presentaron en el consultorio privado de una médica infectóloga aduciendo síntomas de resfrío, tos, odinofagia, malestar general y diarrea persistentes desde el lunes. El lunes 9 de marzo la Dirección de Epidemiología de Nación informó el positivo de ambas: fueron las pacientes “cero y uno” de Chaco. Bastó que se sucedieran los días para comprender el saldo de su comportamiento. Para entonces, ya habían contagiado al menos a diez personas de su entorno, entre ellos un niño de cuatro años, que cursó la enfermedad sin complicaciones.
De esa cadena de contagios fallecieron cuatro personas. Ambas mujeres quedaron procesadas por violar los artículos 202 y 203 de Código Penal, que refiere a “propagar una enfermedad contagiosa y peligrosa para las personas por imprudencia –modalidad culposa-, teniendo como resultado enfermedad y muerte”.
El miércoles 2 de septiembre la Cámara Federal de Apelaciones de Resistencia, en un fallo de once hojas firmado por las juezas María Denogens y Rocío Alcalá, dictaron el sobreseimiento de culpa y cargo al considerar que la imputación por supuesta propagación era extrema y precipitada.
El primer contagio, el primer muerto y el primer caso de un menor ocurrieron antes del comienzo del aislamiento social, preventivo y obligatorio, anunciado la noche del jueves 19 de marzo.
Se sucedieron, con estadísticas más difusas por el avance estrepitoso de la pandemia, otras primeras veces del coronavirus en el país: el primer paciente autóctono, la primera muerte de un menor, el primer contagio de un trabajador de la salud, el primer caso en Formosa -la provincia que soportó 82 días sin el virus-, el primer caso de una reinfección.
Se sucedieron, a su vez, los números redondos: el primer mes de la cuarentena y los primeros cien días de aislamiento; las cien, mil y diez mil muertes; los mil, cien mil y 500 mil contagios. Entre el “caso cero” y el “caso un millón” pasaron 230 días y se perdieron 26.716 vidas.
Seguí leyendo: