Durante el primer peronismo, el Congreso fue un lugar agitado. Se legislaron una enorme cantidad de leyes, varias figuras (en especial de la oposición) se dieron a conocer en el mundo de la política y se produjeron intercambios y reyertas como nunca antes.
Es necesario ser más específico, no era el Congreso. Se trataba sólo de la Cámara de Diputados. El Senado no conocía la disidencia: todos los escaños estaban ocupados por el oficialismo (por el sistema que establecía que el ganador de la elección se quedaba con los dos senadores de esa jurisdicción) ya que a los senadores de Corrientes, la única provincia en que no triunfaron los candidatos de Juan Domingo Perón, no se les permitió asumir y se rechazaron sus diplomas. En Diputados, sin llegar a la unanimidad, la preeminencia del oficialismo era, también, contundente. 109 diputados contra 44.
La Cámara de Diputados de esos años tuvo (mucha) mayor actividad que las actuales. Sus tareas legislativas se dividían, principalmente, en tres frentes. Debían revisar todos los decretos emitidos por el régimen que gobernó el país desde 1943 y decidir sobre su validez; también se elaboraron una gran cantidad de leyes sobre cuestiones laborales y sociales que no sólo fueron fruto de la nueva representación que significaba el peronismo, sino de una nueva realidad global: a la salida de la Segunda Guerra Mundial, se necesitaron instrumentos legales para regular nuevas situaciones y realidades; el tercer foco de actividad abigarrada fue el de los homenajes y honores a la pareja presidencial.
Luego del fraude conservador de la década del 30 y del golpe de estado del 43 hubo una renovación absoluta en la clase política. El advenimiento del peronismo significó una revolución que permitió que llegaran a ocupar bancas personas que nunca hubieran imaginado (sus votantes tampoco) estar en ese lugar. Entre oposición y oficialismo sólo eran 14 los diputados que contaban con experiencia legislativa. Esa ola, inédita, inesperada e imparable, que significó el advenimiento de esta nueva fuerza trajo consigo personajes de toda índole. Dentro de los 109 diputados había viejos sindicalistas (hombres duros, obreros, con poca preparación intelectual y escasa elocuencia pero con un largo historial de lucha y coherencia), políticos que recién empezaban, viejos yrigoyenistas, advenedizos, unos pocos intelectuales como John William Cooke -que destacaba en cada intervención y fue ganando protagonismo con velocidad- y varios que habían caído en su escaño por fuerza de la casualidad, empujados por la conmoción que generó Perón: todo resultó tan precipitado que ante la urgencia por cubrir cargos, varios se quedaron con ellos sólo por estar en el lugar adecuado en el momento justo.
Los opositores, el mítico Bloque de los 44, estaban liderados por Ricardo Balbín y Arturo Frondizi. La historia intelectual y social de estos no tenían nada en común con la de sus antagonistas. Gran poder de oratoria, énfasis y capacidad de reacción distinguían al bloque. Los roles estaban divididos. Algunos diputados se dedicaban a las cuestiones económicas, otros a las sociales; estaba quien se especializaba en las denuncias al gobierno (Silvano Santander) y quien era la espada verbal ante la mayoría abrumadora, Ernesto Sammartino, un personaje algo engolado, pulcro, con una oratoria bombástica. Hablaba con énfasis y era un artista consumado del agravio elegante. Estos 44 diputados según varios investigadores fueron el mejor y más preparado bloque opositor de nuestra historia parlamentaria.
Sin embargo, los antecedentes y la formación de este grupo de diputados no les impidió empezar su estadía en la Cámara equivocándose y no respetando la institucionalidad. En las sesiones preparatorias, por medio de una alocución de Frondizi rechazaron el resultado de las elecciones y se opusieron a la asunción del binomio que había triunfado basándose en que Perón había participado de la asonada del 4 de junio del 43.
En los años anteriores era una costumbre (justificada) que las sesiones preparatorias fueran un combate dialéctico, con gritos y algunos golpes lanzados al aire, ya que las discusiones sobre la validez de los diplomas de los diputados electos eran razonables en virtud del flagrante fraude electoral que reinaba. Sin embargo en las elecciones de febrero del 46 nada de eso había ocurrido. Los 44 tampoco concurrieron a la asamblea legislativa en la que Perón asumió la presidencia.
Las discusiones en esa Cámara de Diputados eran dantescas. Algunos diputados tenían roles asignados y cumplían con ellos a la perfección. Por el lado del oficialismo había un legislador que tenía una misión especial y acotada pero en la que se había convertido en un experto a base de desparpajo. José Astorgano, del sindicato de taxis, pedía (y conseguía) el levantamiento de la sesión cuando los radicales insistían en sus reclamos o cuando su bloque estaba perdiendo dialécticamente (nunca podía perder en las votaciones). Hasta llegó a ponerse de pie y cantar a viva voz el himno (seguido por gran parte de sus compañeros) para callar a sus rivales.
Ya más avanzado el gobierno la fórmula se tornó más sencilla todavía; Astorgano levantaba la sesión al grito de “¡Viva Perón, carajo!”.
Pero los líderes de la bancada oficialista eran dos políticos avezados que provenían de diferentes sectores pero que compartían similar ambición y destreza para desenvolverse en el fango. Emilio Visca había sido hombre de Fresco y había tenido activa participación en los fraudes electorales del 30. Visca no conocía obstáculo que lo detuviera. Era el que hacía el trabajo sucio. Cada dos frases lograba colar una mención (siempre elogiosa) a Perón. Era un simpático y desbocado sofista.
“Visca era un increíble caradura, capaz de desarrollar cualquier tema sin tener la menor idea de él, ducho en el arte de sacar de las casillas a sus adversarios y de borronear con argumentos insólitos los argumentos más claros”, escribió Félix Luna.
Eduardo Colom, el otro personaje que se destacaba, había sido yrigoyenista y había dirigido La Época, uno de los pocos diarios que apoyó a Perón en campaña. En Diputados su facilidad de palabra y extroversión lo convirtieron en un personaje importante. Como los viejos políticos sabía tener gestos amigables con los opositores para luego castigarlos sin piedad. Era buen orador, rápido de respuesta y resuelto. Se hacía pasar por abogado pero sólo era procurador.
Por el otro lado quien más se destacaba en estas disputas era Ernesto Sammartino. En 1946 había sido suspendido tres sesiones “por desorden de conducta”. La causa real fue que comparó a varios funcionarios oficialistas con Panurgo, el ladrón creado por Rabelais en Gargantúa y Pantagruel. Les enrostró que “conocían las 40 formas del hurto”.
Pero un año después otra de sus invectivas, lanzada en medio de un discurso encendido, provocó una conmoción. Tanto que la frase quedó grabada en el inconsciente colectivo. La bancada oficialista no le perdonó la afrenta.
La sesión del 7 de agosto de 1947 se venía desarrollando con normalidad. Hay que aclarar: lo normal eran gritos, acusaciones, discursos encendidos, interrupciones, insultos solapados, puñetazos indignados sobre la tapa de los pupitres. Entre leyes que dotaban de nuevos derechos a la ciudadanía y otras que adecuaban al país a la nueva realidad mundial, se colaban con recurrencia homenajes a Perón y a Evita.
Sammartino presentaba un proyecto que acotaba estos homenajes. Recordó en su fundamentación a Mariano Moreno y su frase de “Ni ebrio ni dormido” en ocasión de que alguien hubiera propuesto un brindis por la esposa de Cornelio Saavedra.
Instó a recuperar la actitud de los padres de la patria. Con su perfecta dicción, el manejo de la pausa, el tono burlón y altanero, y el lenguaje alambicado recordó: “(...) la humildad de la Junta de 1810 que jamás extendía los agasajos a las esposas de sus miembros”. Apenas terminó la frase se produjo un estallido. Los 109 oficialistas comenzaron a vociferar, varios se levantaron de las bancas y con gritos agitaban, furiosos, sus brazos hacia el orador. A Sammartino no lo detenían unos gritos, ese era su combustible. Envalentonado por el impacto que había producido fue por más:
“El aluvión zoológico del 24 de febrero parece haber arrojado algún diputado a su banca para que desde ella maúlle a los astros por una dieta de 2.500 pesos. Que siga maullando, a mí no me molesta”.
El aluvión zoológico. Todo el desprecio en apenas tres palabras. Los triunfadores en las elecciones vistos como una masa animal, inferior a ellos. Así representantes y representados quedaban igualados en su inhumanidad.
Los radicales quisieron morigerar el efecto de la frase sosteniendo que los peronistas se indignaron porque lo que estaba en discusión eran los homenajes a Eva Perón. Luego adujeron que se estaba refiriendo sólo a los grupos más extremos. Los peronistas hablaron de falta de respeto a las decisiones democráticas y a las mayorías. Ambos contendientes apelaban a los valores institucionales sólo en caso de conveniencia. La tolerancia, la libertad y el juego democrático colisionaban permanentemente. Mientras el partido gobernante abusaba de su poder y le restringía el camino a los que no los acompañaban (y adulaban), la oposición se veía facultada a obviarse ciertos resortes democráticos con más frecuencia de la adecuada.
Colom se levantó de su banca y quiso agarrar a trompadas al radical, quien seguía profiriendo complejos agravios a los oficialistas. Varios legisladores se interpusieron. La confrontación seguiría al día siguiente pero ya lejos del Parlamento.
Esta frase goza, también, de un dudoso privilegio: es de las últimas que dio lugar a un duelo caballeresco. Para mediados de la década del cuarenta, el duelo era ya una institución en desuso. Había tenido su apogeo a fines del Siglo XIX y a principios del Siglo XX emparentado con la concepción reinante en ese tiempo del honor y la virilidad
Al día siguiente Colom y Sammartino se encontraron en la quinta de Héctor Sustaíta Seeber para lavar su honor. Por el lado del radical los padrinos eran Gregorio Pomar y Dellepiane; los del diputado peronista eran Antonio Benítez y el dentista Héctor Cámpora, que en el período siguiente presidiría la Cámara y llegaría dieciocho años después a la primera magistratura del país. Floro Lavalle, el juez de la contienda caballeresca era un hombre de la alta sociedad, al igual que el dueño de la quinta: si bien se trataba de un nuevo tiempo, las viejas costumbres era mejor dejarlas en manos de expertos. Lavalle debía cumplir con una formalidad, debía invitarlos a reconciliarse.
Ambos se negaron enfáticamente. No podía ser de otro modo. Toda la sociedad estaba enterada del encuentro, habían movilizado a mucha gente y hubiera quedado como una cobardía, perdía todo valor la bravuconada. Ambos contendientes subieron la apuesta. Le dijeron al juez que si fallaban el primer disparo hubiera un segundo intento pero sólo a diez pasos de distancia; de ese modo se aseguraban acertar, insistieron. Floro Lavalle les dijo que eso era avalar un asesinato.
Pero mientras se preparaban y envalentonaban los duelistas, el tiempo pasaba y la luz se esfumaba de a poco. Quien debía traer las armas arribó al lugar varias horas después del momento en el que había sido citado. Según testigos, el armero lo hizo adrede para impedir que el duelo se consumara. Pero tomó una precaución más: sobrecargó de pólvora las armas para que los tiros se desviasen.
Entre la oscuridad y la inoperancia de las pistolas todo se convirtió en una inofensiva parodia. Sin embargo, Sammartino y Colom no se conformaron. El peronista, mientras los padrinos lo alejaban del lugar no sin cierto alivio (todos sabían que nada grave pasaría pero nunca se tenía la convicción plena en esas situaciones), a los gritos, pedía proseguir el duelo. Nada de eso sucedió.
La ambulancia que había enviado Presidencia de la Nación regresó ociosa, el Dr. Taiana guardó el instrumental que había preparado ante alguna eventualidad, los testigos privilegiados entre bromas se retiraron hacia algún restaurante del Centro. Colom se dirigió a la residencia presidencial dónde Perón lo esperaba para felicitarlo. Sammartino, por su parte, se abrazó con Frondizi y se fueron a cenar juntos.
Como era de esperar, las versiones posteriores fueron incompatibles. El radical acusó a Colom de haber coimeado al armero para que llegara tarde y sin las armas en condiciones; el peronista dijo que Sammartino tuvo miedo y no aceptó proseguir con sus armas personales.
El tema no quedó solucionado con el simulacro de duelo. La bancada oficialista abusando de su mayoría logró expulsar a Sammartino. En su último discurso en la Cámara durante la sesión en que se votó su expulsión, Sammartino dijo: “Esto no es una boite de moda, ni un club social. Esta es la Cámara libre de un pueblo libre. Y el presidente de la República no puede hablar como el jefe de una tribu al compás de los tambores de guerra para despertar el odio o la adhesión de las turbas ululantes. ¿Hemos planteado, acaso, alguna cuestión cuando el 23 de junio, el presidente dijo que había diez millones de vagos o cuando expresó que este es un pueblo de acomodaticios?”.
Sammartino no fue el único diputado expulsado por la mayoría peronista. Sólo fue el primero de varios molestos radicales que debieron ver cómo perdían su escaño y luego exiliarse en Uruguay. Ese camino lo siguieron Rodríguez Araya, Atilio Cattáneo y Ricardo Balbín.