Nico había estado siempre. Había asistido a los Duarte en los años que vivieron en Junín, ayudó a Eva, a quien conocía de niña, cuando soñaba con triunfar en el ambiente artístico porteño y estaría junto a su lecho de muerte, en julio de 1952. Sin saberlo, Oscar Lorenzo Nicolini, un médico que no ejercía y que desde 1921 trabajaba en el Estado, aceleró el proceso de deterioro dentro del gobierno en el que el coronel Juan Domingo Perón era vicepresidente, ministro de Guerra y Secretario de Trabajo y Previsión.
El viernes 5 de octubre de 1945 Nicolini fue designado director de Correos y Telecomunicaciones. Desde el golpe del 4 de junio de 1943 era secretario privado del teniente coronel Aníbal Imbert quien, como Director General de Radiofonía, ejercería una fuerte censura sobre los medios. En la famosa velada del 22 de enero de 1944 en el Luna Park, a beneficio de los damnificados por el terremoto de San Juan, fue la silla vacía que de pronto dejó Imbert y que Domingo Mercante aprovechó para sentar a Eva junto a Perón.
Eva María Duarte había nacido en Los Toldos el 7 de mayo de 1919, quinta hija natural de Juan Duarte y de Juana Ibarguren. A los 15 años había llegado a Buenos Aires, donde incursionó en el teatro, la radio y en el cine, en el que hizo un solo protagónico, La Pródiga, que recién se exhibiría públicamente en 1984.
Para Evita, Nicolini era Nico, una persona de confianza. Y fue su insistencia lo que llevó a Perón a designar al amigo de su pareja. Para los militares, fue la gota que rebasó el vaso y fue una excusa más para desplazar al poderoso multi funcionario.
Los militares no toleraban la intromisión de la actriz de 24 años, que convivía con él en una situación considerada “indecorosa para el honor militar”. Así se lo hicieron saber, pero Perón se encogía de hombros. Mas de una vez, sus camaradas le criticaron el hecho de vivir con ella. “¿Y qué quieren? ¿Qué me enrede con un actor?”, respondía el coronel.
Muchos de ellos resistían la relación. En cierta oportunidad, un oficial de Ejército había protestado por “el descaro de esa mujer que a veces llegaba a límites inaguantables; por ejemplo, un día en que Eva se puso junto a Perón en el acto de juramento de un ministro, haciendo descansar un brazo sobre el respaldo del sillón presidencial”.
El jefe de la guarnición de Campo de Mayo, el general Eduardo Ávalos, le pidió que retirase el nombramiento y que pusiese en ese puesto al que se lo habían prometido, el teniente coronel Francisco Rocco, quien ya estaba ofendido por las idas y vueltas. En un primer momento, Perón restó importancia al asunto y dijo que, en definitiva, el nombramiento había sido firmado por el ministro del Interior, Hortensio Quijano.
Pero no dio marcha atrás.
En la noche del lunes 8 de octubre, Perón celebró su cumpleaños número 50 en el cuarto piso de Posadas 1567, donde vivía con Evita. Esa mañana había discutido fuerte con Ávalos en el ministerio de Guerra y luego fue a un brindis con los empleados de la Secretaría y Previsión. Los amigos que se habían dado cita por la noche se mantuvieron callados, mientras Perón despotricaba:
-¡Lo han catequizado a este boludo de Avalos a para hacerme la revolución! -protestaba Perón.
Evita, angustiada, iba y volvía reiteradamente. Hasta que explotó:
- Lo que tendrías que hacer es dejar todo de una buena vez y retirarte a descansar. ¡Que se arreglen solos!
A ella la habían afectado los rumores de que atentarían contra Perón y hasta habría llegado a la paranoia de probar su comida antes.
El martes 9, en su departamento de Posadas, cuando recibió a un oficial que le llevó planes para sofocar una hipotética insubordinación de la guarnición de Campo de Mayo, nuevamente irrumpió Evita:
-¡Salgamos de acá Juancito! ¡Vayamos a Uruguay, mandémonos a mudar!
-Mirá, ¡dejá de molestarme! -respondió furioso Perón.
Según el historiador Joseph Page, sería una de las pocas veces que él reaccionaría de esa manera hacia ella en presencia de otras personas.
Fue el presidente Edelmiro J. Farrell quien por teléfono le dijo que debía renunciar a todos sus cargos, ya que el sector militar le había quitado el apoyo. Y se las arreglaron para cortarle a Evita los contratos artísticos.
Como ya Perón era muy conocido por su labor desarrollada al frente de la Secretaría de Trabajo y Previsión, el gobierno accedió a su pedido de despedirse de los trabajadores, lo que hizo el miércoles 10 a las seis de la tarde frente a dicho organismo, en lo que hoy es la legislatura porteña. La despedida se transformó en un acto multitudinario de más de setenta mil personas que enfureció a la Casa Rosada.
Al día siguiente, Perón y Evita decidieron por precaución irse de la ciudad. Habían aceptado la invitación del abogado Román Subiza a pasar unos días en su estancia de San Nicolás de los Arroyos. Sin embargo Perón, que no estaba del todo convencido, cambió de planes y aceptó el ofrecimiento del alemán Ludovico Freude, quien puso a su disposición su casa de madera que mandó traer de Alemania, bautizada con el nombre de “Ostende”, y que había instalado sobre el río San Antonio, en Tres Bocas, en el Delta, lo suficientemente alejada de miradas indiscretas. Los asistiría un alemán, de nombre Otto, que apenas se defendía con el español.
Como Perón no se sentía bien, la noche del 11 la pareja se trasladó en su Chevrolet a pasar la noche en la casa del mayor Alfredo Arrieta, marido de Elisa, una de las hermanas de Evita. Su mamá Juana Ibarguren estaba en Junín cuidando a su otra hermana, Blanca, que estaba enferma.
En Tres Bocas estarían solo una noche y parte de la mañana siguiente, ya que el arribo de una lancha que llevaba al coronel Aristóbulo Mittelbach, jefe de la Policía, interrumpió esa pausa a solas que se habían dado. Bajo la lluvia, Mittelbach le dijo que Farrell había ordenado su arresto, pero le aclaró que era para salvarlo, porque había gente que lo buscaba para matarlo.
Cuando supo que sería alojado en un buque de la Armada, Perón se negó y exigió permanecer en jurisdicción del Ejército. Pidió que lo consultasen con el presidente, mientras él iría a su domicilio, en la ciudad.
En el auto de Mercante, la pareja se dirigió a su departamento de la calle Posadas. Al rato, llegó el subjefe de Policía, el mayor Héctor D’Andrea. Mientras le informaba a Perón que sería conducido a la isla Martín García, apareció Eva:
-¿Qué pasa? ¿Qué han venido a hacer? -preguntó angustiada.
Perón le explicó lo que ocurría, mientras ella lo tomaba del brazo para que no se fuera. D’Andrea insistió que debían partir. Aún cuando ya habían cerrado la puerta del ascensor Evita, llorando, había hecho un intento por abrirla.
Cuando iban al puerto en auto, Perón le susurró a Mercante: “Cuidela a Evita”.
Liberar a Perón
Esa noche, no quiso quedarse sola y fue a la casa de la actriz Pierina Dealessi, una amiga muy cercana a la que había conocido en 1937 y la que le había dado su primer trabajo en el teatro. Eva le dijo a su amiga que no sabía qué había ocurrido con Perón. En esos días, durmió allí.
Recibió una carta de Perón, que le acercó el doctor Ángel Mazza, médico militar y amigo de Perón, con quien había estado ese día. “Te encargo que le digas a Mercante que hable con Farrell para ver si me dejan tranquilo y nos vamos al Chubut los dos”.
¿Fue sincero o esta carta era parte de una maniobra de distracción?
Ajena a estos manejos, Evita le escribió a Mercante y le pidió que hiciera lo imposible para liberar a su pareja.
Cuando el 16 se enteró que Perón había sido internado en el piso 11 del Hospital Militar Central, ella permaneció oculta en un auto, estacionado sobre Luis María Campos, acompañado por su hermano Juan. Intentó verlo, sin suerte, aunque Perón le sugirió, en una breve llamada desde el teléfono de la recepción del hospital, que lo esperase en el departamento de Posadas.
Entre el 13 y el 14, Eva había contactado a varios abogados para que presentasen un hábeas corpus que le permitiera a Perón dejar el país. Cuando habló con Juan Atilio Bramuglia, abogado de la Unión Ferroviaria, recibió una respuesta lapidaria que nunca olvidaría:
“A usted lo único que le interesa es irse a vivir con el coronel a otra parte y para eso apela a los hombres del movimiento, cuando lo que hay que hacer es retener a Perón y juntar a la gente para defenderlo, antes de dar esta batalla por perdida”.
En el primer gobierno peronista, Bramuglia sería canciller, aunque él aspiraba a ser titular de Trabajo. Sus disputas con Eva y con otros miembros del gabinete lo llevarían a renunciar en 1949.
¿Estuvo o no?
En este punto, los relatos difieren notoriamente. Unos dicen que Eva junto con su amiga Isabel Ernst, Cipriano Reyes, Filomeno Velazco y Domingo Mercante recorrieron diversos sindicatos en el auto de la cantante española Conchita Piquer, convocando a la movilización. Y otros aseguran que estuvo en la casa familiar de Arias 171 de Junín, a la que había llegado el 16 por la noche, y que no tuvo ningún papel en la jornada del 17, ya que para los dirigentes sindicales era una persona desconocida.
También se dijo que Evita, apenas detenido Perón, pretendió irse a la casa de Subiza, en San Nicolás. Y que cuando el taxi que la llevaba iba por Avenida Las Heras y pasaba frente a la Facultad de Ingeniería, el chofer les gritó a los estudiantes que estaban en la puerta “¡Mi pasajera es Eva Duarte!”, y la golpearon en la cara, tal como lo señala el historiador Félix Luna.
Recién a las nueve de la noche del 17 Perón y Evita pudieron hablar brevemente por teléfono. Dos horas después, Perón apareció en los balcones de la Casa Rosada, con una Plaza de Mayo colmada, mientras ella siguió las alternativas por radio.
Cuando finalizó el acto Perón, en las primeras horas de la madrugada, pidió volver a su departamento de Posadas. Hacía cinco días que no veía a Evita. Se irían a San Nicolás. Antes pasaron por el Hospital Militar a saludar a Mercante que estaba internado por un problema de úlcera. Aún se escuchaba corear a la gente, mientras se desconcentraba: “Mañana es San Perón, que trabaje el patrón”.
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