Una jornada espléndida, a puro sol, sin una nube. Un día “peronista”. Dos escenarios: la Plaza de Mayo, que a partir del mediodía se fue llenando de simpatizantes dispuestos a escuchar el primer discurso de la presidenta María Estela Martínez de Perón, Isabelita, luego de una licencia por enfermedad que había durado treinta y tres días.
Algunos grupos llegaban a la Plaza cantando la consignan de la hora: “¡Si la tocan a Isabel, va a haber guerra sin cuartel!”. A treinta kilómetros, los jefes del Ejército y la Armada, el general Jorge Rafael Videla y el almirante Emilio Eduardo Massera, almorzaban por los canales del Delta a bordo del yate Itatí con el jefe de la Fuerza Aérea, Héctor Luis Fautario.
Los tres se conocían muy bien porque habían sido compañeros de promoción. Videla y Massera, que en aquel momento actuaban como si fueran una sola persona, ya habían tomado la decisión derrocar a la viuda del General; Fautario estaba en contra y siguió en esa postura luego de la comida. Tampoco Isabel Perón fue muy convincente en su discurso, a pesar de sus palabras medidas, dirigidas más a sus críticos que a las bases peronistas.
Detrás de la Presidenta aparece en las fotos de la época el virtual vicepresidente, Ítalo Argentino Luder, quien la había reemplazado durante su licencia médica en Córdoba; un personaje clave en el desenlace de aquella crisis política que derivó en otra ruptura institucional, el experimentado político que no quiso pasar a la historia como “el traidor de la señora de Perón”.
Es que Videla y Massera tomaron la decisión que inauguraría la dictadura más sangrienta de la historia luego de una cena realizada siete días antes, el viernes 10 de octubre de 1975, cuando el peronismo se quedó sin candidato para sustituir a Isabel Perón, muy debilitada por una mezcla letal de violencia, inflación, desabastecimiento y denuncias de corrupción.
Videla ya era el jefe del Ejército. “La decisión sobre el golpe -me dijo en una entrevista- toma un impulso decisivo cuando el senador Luder nos hace saber que él no aceptaba reemplazar a la Presidente. Cuando Luder viene con su negativa, pensamos con el almirante Massera: ‘Acá se acaba la línea legal; esto está perdido’”.
Hasta ese momento crucial, un sector importante del peronismo, al que podríamos llamar moderado o de centro, propiciaba una salida a la crisis que satisfacía a las Fuerzas Armadas: la sustitución definitiva de Isabelita por Luder, flamante titular del Senado, para completar su mandato constitucional.
También contaba con el apoyo del radicalismo, el principal partido de oposición, liderado por Ricardo Balbín, quien insistía en que la Argentina debía llegar a las elecciones del año siguiente “aunque sea con muletas y marcapasos”.
Las alternativas eran tres: que la viuda de Perón extendiera su licencia médica, renunciara o fuera desplazada a través de un juicio político a causa de presuntas irregularidades, como la firma de un cheque de un fondo asistencial -la Cruzada de Solidaridad Justicialista- para pagar una deuda privada de su difunto esposo con las hermanas de Evita.
El ministro del Interior, Ángel Robledo, presentó la idea a los tres jefes de las Fuerzas Armadas en una reunión reservada en su casa entre el 29 de septiembre y el 2 de octubre de 1975. Los militares le tenían confianza a Robledo desde su época de ministro de Defensa, en la que dejó una imagen de político inteligente y dúctil.
Videla afirmó que recibieron la propuesta con entusiasmo: “Esa idea era una cosa que cayó como llovida del cielo; nosotros le dijimos que sí, siempre que la Señora fuera sacada del gobierno por una causa contemplada en la Constitución y las leyes, como una enfermedad, por ejemplo”.
El problema se les presentó cuando, luego de un ataque de Montoneros a un cuartel en Formosa que dejó veinticinco muertos, el martes 7 de octubre Robledo viajó a Ascochinga bien temprano para reunirse con Isabelita y la encontró decidida a retornar a Buenos Aires, reasumir el gobierno y encabezar el acto central por el Día de la Lealtad.
Apenas volvió de Córdoba, lo primero que hizo Robledo fue avisar por teléfono a cada uno de los jefes militares la decisión de la Presidenta. Los tres comandantes se mostraron molestos por la novedad y Robledo los invitó a un encuentro con Luder en el departamento del presidente interino, en la calle Posadas, en la Recoleta, el 10 de octubre por la noche.
Hubo seis comensales en la casa de Luder: Videla, Massera y Fautario, por un lado, y el dueño de casa, Robledo y el ministro de Defensa, Tomás Vottero, los tres santafesinos que formaban el núcleo duro del gobierno, por el otro.
Son dos las versiones de ese encuentro.
Por un lado, Fautario me dijo que Robledo les preguntó: “Señores, ¿cómo seguimos?”, apenas los comandantes se sentaron a la mesa donde los esperaba una picada de quesos y embutidos. Antes de que los visitantes contestaran, Robledo enumeró una serie de problemas, entre ellos la violencia política, la inflación y la fuga de capitales.
-Si seguimos así, vamos a tener algún problema serio en cualquier momento. ¿Ustedes han pensado en tomar alguna actitud? -preguntó a los tres comandantes.
Era lo que todo el mundo quería saber en aquel momento: si los militares pensaban desplazar a Isabel luego de que trascendiera que ella quería reasumir la Presidencia.
-Luder, si usted quiere hacerse cargo y se busca un mecanismo legal, nosotros no nos vamos a oponer y el país va a salir adelante -lanzó Massera.
-Yo no me puedo hacer cargo porque me van a tildar de traidor y yo no voy a ser el traidor de la señora de Perón -contestó Luder, a quien le gustaba la idea de asumir la Presidencia en forma permanente, pero solo si Isabelita estaba de acuerdo.
La segunda versión de esa picada es la de Videla, quien me contó que Robledo les habló “acerca del ‘cansancio de la Presidente’ y la posibilidad de que mediante la utilización de la vía legal, sea Luder quien asuma el gobierno. Luder pide: ‘Déjenmelo pensar’. A los pocos días, y vía Robledo, Luder da su respuesta: ‘No le puedo ser desleal a la Señora’”.
El peronismo y el sindicalismo estaban divididos sobre cómo solucionar la crisis política. Había dos grupos muy enfrentados. En un rincón se agrupaban el “entorno” de colaboradores de Isabelita; Lorenzo Miguel y la mayoría de los sindicalistas de primera línea, y los menguados políticos “verticalistas”: sostenían que el único camino era “respetar la voluntad de Perón y del pueblo” y defendían la continuidad de la Presidenta.
El gobernador de La Rioja, Carlos Menem, se contaba entre los “leales”. En su casa en Buenos Aires, el ex presidente me dijo que el golpe de Estado no pudo ser evitado por las divisiones en el peronismo y por la influencia que José López Rega todavía conservaba sobre Isabelita.
“Habría sido excelente -señaló- que Isabel le transfiriera el poder a Luder para completar su mandato. No es que Luder no haya querido reemplazarla, sino que había muchos justicialistas que se oponían… Isabel tampoco quería ser sustituida; no ella sino que el que se oponía a cualquier tipo de cambio era López Rega: él seguía teniendo influencia en el gobierno, aun cuando vivía en España; las comunicaciones eran permanentes. Los leales hicimos lo imposible para sostener al gobierno hasta las elecciones. A Isabel le faltaba la capacidad de mando que debe tener un presidente o una presidenta, y la situación se tornó incontrolable”.
En el otro rincón militaban los “antiverticalistas” del Grupo de Trabajo, que reunía a 31 diputados del Frente Justicialista de Liberación: pensaban que la única manera de evitar el golpe era reemplazar a la Presidenta por una figura que permitiera llegar a las elecciones, que estaban a la vuelta de la esquina ya que habían sido adelantadas a octubre de 1976.
Figuraban allí la diputada Nilda Garré; el democristiano Carlos Auyero, Julio Mera Figueroa; Luis Sobrino Aranda, y el ex secretario de Cultura y ex titular del Comité Federal de Radiodifusión Julio Bárbaro. También pensaban así algunos sindicalistas, como el gobernador de Buenos Aires, Victorio Calabró, que controlaba varias seccionales importantes de los metalúrgicos en su provincia y en Santa Fe.
En esa línea, Lorenzo Miguel, que luego de la caída de López Rega se había convertido en la figura que más influía en el gobierno, repetía una frase famosa en el Movimiento: “Nadie debe sacar los pies del plato”. Él había logrado una posición de poder y no quería resignarla, pero también preveía que, si los militares volvían al gobierno, caerían los salarios, los gremios perderían fuerza, y él y otros dirigentes sindicales irían a la cárcel o serían, incluso, muertos.
Entre los jefes militares, Massera tenía un proyecto presidencial y, mientras planificaba qué hacer para lograr que el Ejército cumpliera sus promesas de otorgarle a la Armada un tercio del extendido aparato estatal y rotar al Presidente que surgiera del golpe, mantenía amables tertulias con Isabel y con diversos grupos políticos, entre ellos los “antiverticalistas”.
Bárbaro cuenta que “fuimos dos veces a comer a la Marina. Una vez, Massera nos dijo una frase sobre Isabel que no me olvido nunca: ‘Si la echan ustedes, gobiernan ustedes; si la echamos nosotros, gobernamos nosotros’. Estábamos Nilda Garré, Auyero, Sobrino Aranda, yo…”
Los diputados escucharon eso, dedujeron que se venía el golpe y corrieron a verlo a Luder. Bárbaro sostiene que “él estaba más al tanto que nosotros de todo eso”.
-Yo no voy ser el que traicione a la señora del General -les dijo.
-Ahí está el sillón de Rivadavia, y ahí están las rejas de la cárcel. No hay más para elegir -intervino Bárbaro.
-No, algún día seré Presidente con el apoyo de todo el peronismo.
Paradojas de la historia, Luder fue luego candidato presidencial de todo el peronismo, en 1983, pero terminó llevando a su partido a su primera derrota en las urnas frente al radical Raúl Ricardo Alfonsín.
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