Omar Reygadas está furioso. “No puede ser que no nos avisen”, le dice a su compañero, chofer del camión. Él, operador de carga frontal con 34 años de experiencia, sabe que esas operaciones se tienen que notificar antes: es parte del protocolo de seguridad. Son las 14:30 del jueves 5 de agosto y una explosión planificada en el interior de la mina lo enoja: la onda expansiva le tapa los oídos y le sopla las canas. “Apagá que nos vamos”. Dejan todo y se alejan, en una camioneta, dispuestos a entregarle la llave de la máquina al jefe de turno, Luis Urzúa. El polvo se adhiere al parabrisas y la visibilidad es nula. Las rocas crujen y las paredes arrojan piedras. El largo trecho hacia la rampa de salida se hace espeso. Su cólera se diluye cuando advierte el pasmo y la incredulidad de los otros mineros. Urzúa le jura que la explosión no fue planificada ni fue una explosión: una piedra de 70 mil toneladas y el tamaño de una Torre Gemela había caído sobre el camino. No era una detonación lo que había tapado sus oídos y soplado sus canas, sino ese bloque uniforme que ahora todos miran absortos.
Ya no está furioso, está apenado. “La pucha, otra vez”, refunfuña. Su primer pensamiento es de orgullo: él intuía que la mina, tarde o temprano, se iba a caer. Su segundo pensamiento es de desasosiego: su familia también lo intuía porque él se los había anticipado. “Me puse a pensar en ellos. Podía imaginarme su preocupación. ¿Cómo decirles que no nos había pasado nada y que estábamos bien?”, dirá diez años después. Pero ahí, en esa mina San José y en ese 2010, estudia la roca que les niega el paso hacia el exterior. La mira con cierta suficiencia. “Tranquilo, en tres o cuatro días estamos afuera”, le dice, a modo de consuelo, a un compañero.
Pronto sabrá que junto a él hay otros 32 mineros pensando las mismas dos cosas: su familia y cómo salir. Es cuestión de asimilar la catástrofe y coordinar la espera. Los primeros días (porque fueron varios días y varios meses) son los más difíciles. La comida es poca y la distancia hacia la superficie es mucha. Lo que sobra es agua. Tanto que descansan en el barro. Omar propone una solución: raspar el piso con la máquina, extraer la tierra mojada e instalar cañerías de drenaje para soportar la angustia en un lugar más habitable. La idea funciona con éxito. Los 33 están bien, secos, en movimiento y con la cabeza ocupada. Al mes del encierro, un minero intentará tranquilizar a su esposa por carta diciéndole que Omar, conocido como “el Tata”, “se encarga de que todos estemos bien”.
Solo hay galletitas, latas de durazno y atún para comer. La espera se tensa y la cena se posterga: primero comen dos cucharadas de atún cada 24 horas, después cada 72. “Ya con eso nos quedamos satisfechos. Empezamos a perder el hambre y a olvidarnos de la comida”. Pero la sed no, la sed permanece. A 720 metros de profundidad en el yacimiento San José, un prehistórico depósito de minerales estacionado 45 kilómetros al noroeste de la ciudad chilena de Copiapó, capital de la desértica región de Atacama, no importa el invierno sudamericano o el grado de nubosidad. Ahí abajo la temperatura supera los 40 grados y la humedad el 80 por ciento.
Para hidratarse y subsistir, todos beben el agua industrial que sirve para perforar las rocas. Es lo más parecido a veneno: el líquido mezcla aceite, petróleo, pedacitos de explosivos o, como dice Omar, “todas las mugres posibles”. En algunos días los encontrarán y les mejorarán la dieta: en un juego de paradojas, el agua potable, pura y mineral los enfermará. Para esos tiempos, habrá pasado lo peor. Sobre sus cabezas, ya escuchan el ruido de las máquinas acercándose.
A Mario Gómez el derrumbe también le llega como un soplido. Sus oídos, que no escucharon el estruendo, se llenan de aire. Está en el último nivel de la mina cargando rocas pequeñas en su camión cuando una roca gigante lo deja atrapado. No lo sabe ni lo imagina. “Me di cuenta una vez que empecé a salir, cuando vi una polvareda muy espesa de tierra que cubrió inmediatamente el parabrisas”. Maneja un camión nuevo con las ventanillas altas porque no puede desaprovechar el lujo de prender el aire acondicionado en el interior de una mina. El limpiaparabrisa es más lento que el polvo: la goma pasa, barre pero es inútil; la tierra vuelve a impregnarse automáticamente. “Era una cosa infernal”, dirá una década después de haberse salvado del infierno.
Tiene todo cerrado por eso no escucha nada. Y lo que ve es poco y confuso: distingue al jefe de turno moviendo frenéticamente los brazos. Baja el vidrio antes de bajar del vehículo y comprobar lo que le decían y no creía: “Cueteaba por todos lados. Miré bien las paredes y era como si se movieran. Parecían chicle”. Su pavor es igual al de todos. Su comportamiento es distinto. Tal vez por viejo y por zorro. Con 62 años es el más experimentado de los 33 mineros confinados. La primera vez que había entrado a una mina tenía 10 años: 1958. La primera vez que había entrado a la mina San José tenía 18: 1966. Por ese bagaje acumulado, un compañero le consulta: “Mario, no sé qué le pasa a la mina”. “La mina -le responde- se está hundiendo”.
El cerro crepita. El ruido es implacable. Entre el polvo y el encierro, la luz es un bien escaso: no se ve medio metro más allá. Las ópticas de los vehículos son haces difuminados que sirven de orientación. Pero Mario no teme. En la parte donde están se siente seguro y confiado. “No van a dejar de buscarnos, es un accidente muy grande. Estoy seguro de que arriba debe haber un montón de periodistas de todos los países”, sostiene en voz alta. Solo algunos le creen. “Nos van a buscar por sondaje, pero van a tener que tirar muchos de manera desordenada porque los planos de la mina están mal, la tipografía está mal. Ya van a ver”, vaticina.
Los ruidos y los movimientos en niveles superiores parecen darle la razón a Mario. Hasta que un día cualquiera, la mina se queda quieta y en silencio. La sensación es de desamparo. Los mineros empiezan a pensar lo peor. En ese trance, el presagio del experimentado chofer, perforador y operador de carga frontal es cuestionado por un compañero. “¿Dónde están tus sondajes?”, lo pregunta. El tono es amenazante. Es la primera vez que Mario tiene pánico. No de la fragilidad de la mina o del devenir del rescate, sino de los arrebatos de locura de sus pares. Con riesgo a ser golpeado, se embarca en una explicación: “Supongamos que las máquinas que tienen que traer ni siquiera están en el país, las tienen que transportar a la ciudad, prepararlas, cargarla en un camión y detrás de ese camión tienen que venir otros con el resto de las piezas que se necesitan. Es un trámite muy largo. Hay que tener paciencia”.
El martes 10 de agosto -al quinto día del cautiverio- la vida en pausa de los mineros se altera con el sonido que hace un instrumento metálico al penetrar una piedra. Están todos en el refugio. Mario se para, otros también se paran a su lado, como si creyeran que de pie se escucha mejor. Hacen silencio en el silencio. Identifica el ruido: es el trajinar de una sonda, el principio de la búsqueda. Está feliz por la noticia, pero más feliz lo pone haber tenido razón. Su augurio es acertado. No dice nada y espera que aparezca el desconfiado que lo había increpado. No hay suficiente luz para cotejar las reacciones y las miradas. No pasan minutos que un minero grita.
-Gómez, ¿dónde estás? ¿Estás escuchando?
-¿Qué cosa?
-¿Cómo qué cosa?
-¿Qué es lo que escuchas tú?
-Los ruidos, arriba.
-Ah, estás escuchando las máquinas -dice Gómez y se acerca los seis metros que los separan-. ¿Te acuerdas cuando te dije que nos iban a encontrar por sondas?
-Sí, me acuerdo.
-Bueno, ahí tenés las máquinas. Empezó el rescate, compañeros. Vamos a salir, vamos a volver a ver a nuestras familias otra vez.
Raúl Bustos está interviniendo un equipo en los niveles intermedios de la mina: se habían pinchado los neumáticos y él, en calidad de mantenedor y técnico hidráulico, debe repararlo. La roca cae y siente que el cerro entero se cae. La sorpresa se traduce en una bomba a presión que lo sacude. Lo describirá, años después, como un desprendimiento de energía. Llueven piedras y el único refugio que encuentra está bajo el amparo de la máquina, que pronto empieza a quedar sepulcrada por las rocas. Con su grupo de trabajo decide dirigirse a las rampas de salida: “Éramos pollitos corriendo y tratando de que no se cayera nada encima nuestro”.
En la rampa certifica su sospecha: el camino está bloqueado por un bloque inmenso. Espera al resto de los mineros mientras intenta comprender la realidad: 33 hombres atrapados en una mina defectuosa, a 720 metros de profundidad, sin más que lo puesto. Mejor pensar en una salida alternativa. ¡Las chimeneas! Aunque hayan sido concebidas para ventilación o transporte de minerales, igual conectan con la superficie. Sube a una, siente un desprendimiento sobre su hombro izquierdo y desiste. Sube a otra, pero la travesía es arriesgada y el diámetro de la abertura, mínimo. Con la desilusión en la cara, informa a sus compañeros que “no queda otra alternativa que esperar”.
Lo dicho: al quinto día el ruido de las perforaciones les confirma que los están rastreando. La sonda los encuentra al decimoséptimo día. Les lleva esperanza, asistencia médica y psicológica, abastecimiento de agua y comida y la posibilidad de vincularlos con sus familias. “Estamos bien en el refugio los 33”, reza la frase pintada de rojo escrita a mano por el minero José Ojeda. “Fui más feliz ese día que el del rescate”, afirmará Reygadas. Bustos festejará cada aniversario con invitados, velitas y torta de cumpleaños. “El último 22 de agosto cumplí 10 años”, dirá el hombre que nació el 22 de julio de 1970.
El martes 12 de octubre a las 5:11 de la madrugada -en el día 69 de cautiverio- sale el primer minero de la cápsula Fénix 2. A las 13:00 aparece en el exterior Mario Gómez, el “Tata”, el noveno en ser rescatado. Hacen fila para abrazarlos su señora, sus cuatro hijas y sus once nietos. Omar Reygadas es el decimoséptimo minero en dejar la mina. Omar, uno de sus seis hijos, es camarógrafo de un canal japonés. “Escuchaba su voz pero no lo veía y había una cámara que me seguía por todos lados”. En las entrevistas y conferencias que dará después, repetirá que antes de abrazarlo, quería empujar a ese joven que lo perseguía con una cámara. Raúl Bustos emerge a la superficie el miércoles 13 a la 1:39 de la madrugada. Abajo solo permanecen los últimos tres. A las 2:55 ya no habrá mineros dentro del yacimiento San José.
Antes
Cuando Omar Reygadas dijo para sí mismo “otra vez” y para un compañero “en tres o cuatro días nos rescatan” estaba buceando en su memoria. Era la novena vez que quedaba atrapado en una mina. El encierro se le había hecho costumbre. Las experiencias anteriores no habían superado la media hora de cautiverio. “Era cuestión de esperar calmadamente que abrieran la salida para que pudiéramos salir”, relató. Lo tomó como algo normal y hasta lógico: hace doce años trabajaba en la explotación de la mina San José.
Estuvo los primeros dos años bajo la órbita de una empresa contratista que -según su lectura- trasladó las máquinas a otra faena por la precariedad de la mina. Los diez años siguientes fue empleado de otra firma tercerizada. Su tarea de siempre: operador de carga frontal. El riesgo de que el cerro colapsara no cambiaba. Luego de estar doce años agradeciendo su suerte, dijo que no iba a volver nunca más aunque le ofrecieran millones de pesos. Pero no pudo sostener su juramento. La compañía San Esteban le ofreció un sueldo de 900.000 pesos los primeros tres meses para luego percibir 1.200.000 pesos mensuales, el mismo ingreso de los operadores especializados. El salario mínimo en Chile es de 320.500 pesos brutos. Una propuesta demasiado seductora como para desperdiciarla.
Al segundo mes de su nuevo contrato, la mina se derrumbó. Unos días antes, Omar le sinceró a su pareja: “En cualquier momento se va a caer y no vamos a salir nunca más, vamos a quedar ahí para siempre, atrapados y aplastados como ratones”. Su análisis fue premonitorio. Siempre tuvo temor de que se cayera: lo único que rogaba era que no se le cayera sobre la cabeza. Un día perdido -contó- le entregó su máquina a un compañero (“un niño”) y a las horas el desprendimiento de una roca lo mató. La víctima no se había movido del lugar donde Omar había estado trabajando: la suerte de los desgraciados.
No se fue de la mina San José porque no sabía ser otra cosa que minero. Tenía 34 años en el oficio y 56 en la vida. Y, además, el trabajo le gustaba. Lo que no le gustaba era hacerlo en la superficie. “Mucho calor o mucho frío, los jefes están encima molestando, el tiempo se hace más largo. Adentro me sentía bien, me sentía a gusto, nadie me molestaba. Y con el tiempo el temor se pierde: los riesgos son parte del trabajo”, aceptaba.
Para él era natural que los techos escupieran piedras o que las paredes rechinaran. En su balanza de prioridades, había cosas más importantes que la eventualidad de una tragedia. Luciano, su hijo menor, conocía los peligros: había trabajado en el cerro San José como mecánico. Sabía que esa mina estaba mala. “Lo que no sabía era que yo seguía trabajando ahí -contó Omar-: pensaba que me había ido a otra faena. No se lo quería decir para que no se preocupara”.
Las cuatro hijas de Mario Gómez querían lo mismo. Le pedían que se retirara, que no fuera más a la mina. Pero no les hacía caso. Pesaban menos las probabilidades de una contingencia que los dos millones de pesos chilenos que cobraba por mes: muchos billetes más de los 500 mil pesos que ganaba un trabajador de su mismo rubro. Él, chofer de camiones de extracción, tenía un sueldo básico y ganaba un plus por vuelta: más entradas redundaban en mejor sueldo. “No paraba: trabajaba cuatro o cinco turnos seguidos sin volver a casa. Uno hasta se vuelve ambicioso y la ambición después se refleja a fin de mes cuando llegan los pagos”.
Prefería que a su familia no le faltara nada y que sus hijas estuvieran bien vestidas. Las promesas de una fatalidad y el deterioro de su salud no influían en su ecuación. Lo verdaderamente importante era llevar dinero a su casa. “Mucha gente me preguntó por qué no me iba. La necesidad tiene cara de hereje. Uno no puede decir que no a buenas y primeras. Uno no puede dejar de llevar el pan a su casa porque no se consigue trabajo de un día para el otro. Había que agachar la cabeza y arriesgarse”.
Ese jueves funesto había pensado en dejar de arriesgarse. Estaba dispuesto a iniciar su trámite de jubilación. Sabía que por su silicosis -la enfermedad de los mineros: se produce por la inhalación repetida de polvo de sílice, es crónica e incurable-, el Estado paga una indemnización digna. Hizo tres intentos para aventurarse en el proceso burocrático de su retiro hasta que se arrepintió y se fue a trabajar a la mina. Salía a las seis de la mañana y volvía a las nueve y media de la noche, todos los días. Su familia estaba al tanto del desprestigio de la mina. Él les decía: “El día que no llegue a las 21:30 esperen media hora más. Si no aparezco, sepan que algo ocurrió”. Esa noche no llegó a su casa. “Y bueno, volví a los tres meses”, dijo, antes de reírse.
El preaviso, la dilatación de la tragedia y la propia moral de Mario habían anestesiado el miedo de su familia: “Mi señora tenía confianza en mí porque se había casado con un minero de loma y tomo”. Y también porque él conocía la mina San José al derecho y al revés. En 1966 había entrado por primera vez. Regresó en 1990 y no volvió a irse. Era hijo del hijo de un minero. “Llevo la palabra minero en la sangre, viene de mis raíces. Me crié en la minería y vivo en una región netamente minera. Lo único que podía aprender de niño era trabajar en una mina”, reflexionó.
No había otra manera de vivir para Mario. “Lamentablemente no había otra opción, no había otro futuro: era ser minero o ser minero”. Estudió hasta los 14 años, luego decidió empezar a trabajar. La herencia paterna había preestablecido su destino y el de sus siete hermanos. La situación económica de Chile a mediados de siglo no ayudaba. Tampoco el paradigma sociocultural de una familia de muchos integrantes debiendo ser solventada por un único proveedor. Así como su oficio estuvo preasignado, también su lugar. “Nací en Copiapó, aquí crecimos todos y creo aquí nos vamos a quedar”, graficó.
Desde Copiapó hasta Talcahuano hay más de mil kilómetros de distancia. Ahí vivió y vive Raúl Bustos, en una ciudad portuaria ubicada 430 kilómetros al sur de Santiago de Chile. En 2010 estaba trabajando en ASMAR, Astilleros y Maestranzas de la Armada: inspeccionaba desde motores a combustión de los barcos hasta generadores. El sábado 27 de febrero a las 3:34 de la madrugada un terremoto de 8,8 en escala sismológica de Richter sacudió la zona central y el sur de Chile, desencadenó un tsunami, afectó al 80% de la población, dejó 521 víctimas fatales, 52 desaparecidos y cerca de dos millones de personas damnificadas. Fue el segundo sismo más fuerte en la historia del país y uno de los diez más severos registrados en todo el mundo.
“Quedó la escoba”, dijo Raúl: la manera chilena de decir que solo quedaron los restos. Los contenedores de los astilleros se desplazaron de la costa hacia la plaza de armas de la ciudad. La tragedia doble lo dejó sin trabajo. Al mes le llegó una propuesta del norte del país para desempeñarse en un yacimiento minero dedicado a la explotación de oro y cobre. El sueldo lo convenció y se fue a hacer algo que ya había hecho durante ocho años: mantención de equipos de perforación en mina, de levante y movimiento de tierra.
Llegó a Copiapó en junio de 2010. Al principio trabajó en la superficie hasta que se necesitó el ingreso de un técnico porque los equipos ya no podían salir. Su experiencia fue traumática: “El primer día que entré al yacimiento empecé a buscar trabajo de nuevo: la mina estaba horrible, bastante inestable, no había buena iluminación ni buena ventilación, no se cumplían los protocolos, no se usaban zapatos de seguridad. Me di cuenta al tiro de que ese lugar estaba malo y empecé a mover contactos para irme, no quería seguir ahí”.
Trabajaba siete días y descansaba otros siete. Eran turnos de doce horas. Con otros ocho compañeros, alquilaban una cabaña en la ciudad y cada día viajaban los 29 kilómetros que los separaban del lugar de trabajo. El disconformismo era unánime, al igual que las necesidades. Lo único estable de la mina era el sueldo. A su familia no le dijo nada porque simplemente “esas cosas no se informan”.
El jueves 5 de agosto empezaba su semana laboral. Volvía de su descanso. El itinerario era el mismo: viajar para llegar la mañana del día anterior a Santiago de Chile y desde la capital tomar un micro hasta Copiapó para dormir ese miércoles ahí. Luego de una semana debía regresar a Talcahuano. La noche previa a su viaje, María Paz, su hija mayor que por entonces tenía cinco años, no quería que se fuera: “Nunca me hizo tanto escándalo como ese día. Se puso a llorar, me decía ‘no te vayas papi’. Me marcó mucho esa escena. Llegué al trabajo con una sensación rara”. Los del turno anterior les contaron que la mina crujía mucho y que no era recomendable entrar. “Pero se hicieron mediciones y no pasó nada -recordó-. Yo entré a las diez de la mañana. La mina se cayó como a la dos y media de la tarde”.
Después
Mil millones de espectadores en todo el mundo siguieron por televisión el rescate de los 33 mineros. Ocho millones de argentinos observaron en directo cómo el capataz Florencio Ávalos -el primero en salir- aparecía en la superficie: la misma cantidad de personas que vieron, por ejemplo, las semifinales del Mundial de Fútbol de Alemania ese mismo año. 300 medios de comunicación se agolparon en Copiapó, hubo transmisiones en vivo en todo el mapa: el asunto chileno se volvió global. Y los mineros, prohombres, semidioses, héroes, símbolos, ejemplos, eminencias, estrellas de rock efímeras.
“Yo estuve con Bobby Charlton y Río Ferdinand en el estadio del Manchester United, planté un árbol en Israel, me bauticé en Jordania”, enumeró, presuntuoso, Raúl Bustos. Recorrió el planeta como minero rescatado pero siempre declinó esa idea de la fama. A los viajes por el mundo le sumó la invitación de empresas privadas para brindar charlas motivacionales. Dedicó un año y medio a los paseos exóticos y a las conferencias. Después, cuando la popularidad de los mineros mermó y la gesta se disipó, tuvo que volver a una mina. Estuvo ocho meses en el yacimiento San Fernando y se fue porque no le cayó simpático al supervisor. “Cosas que pasan”, resumió.
“A veces pasa que no nos contratan porque nos ven como personas mediáticas. Eso puede ser algo a favor o en contra. Por suerte en la empresa en la que estoy ahora (una firma que produce y exporta celulosa) me sacan el jugo, pero en otros lados los empleadores son más miedosos”, comparó. Solo unos pocos volvieron a trabajar en compañías mineras cuando el furor se apagó y las cuentas familiares exigieron una remuneración fija. El subsidio estatal -dice- no le alcanza. Con lo que percibe, Raúl solo puede pagar la televisión, Internet y el teléfono.
Pero con Juan Illanes fueron los únicos dos mineros atrapados en la mina San José que no demandaron al Estado chileno. “Lo encontraba descabellado, fuera de norma -explicó-. Demandar al ente que me devolvió la vida me parecía inapropiado. Porque fue el Estado el que nos sacó a nosotros”. Su posición inspiró cierta discordia que elige no profundizar: “Los entiendo. Es cosa de cada uno. Ellos ven el vaso medio vacío. Yo estoy agradecido con todos. Pero hay cosas con las que no tranzo. El dinero es una suma importante pero no me quita el sueño”.
El 28 de agosto de 2018 la jueza Lidia Poza Matus del Juzgado Civil número 9 de Santiago de Chile falló a favor de los mineros y ordenó al Estado pagar 80 millones de pesos a cada uno de los demandantes (un total de 2.500 millones). Dictaminó que hubo responsabilidad de órganos estatales por las negligencias en la fiscalización del Servicio Nacional de Geología y Minería (Sernageomin), la Inspección del Trabajo y el Servicio de Salud. El Estado apeló y el juicio se dirimirá en la Corte Suprema de Justicia. El coronavirus puso en pausa la resolución.
El Consejo de Defensa del Estado presentó en la Corte de Apelaciones un documento de 26 páginas donde sostiene que la sentencia es errónea. Expone que ninguno de los mineros quedó “incapacitado para desarrollar actividades lucrativas” y que el dictamen omite una serie de beneficios: las motos Kawasaki Ninja 250 que la marca japonesa les regaló a los damnificados, los 165 millones de pesos donados por el empresario Leonardo Farkas y los $34.919.705 aportados en concepto de solidaridad por el pueblo chileno. El texto agrega: “No puede pasarse por alto que si bien la experiencia traumática vivida por los actores probablemente quedará en su memoria para siempre, también en esa misma memoria estarán todos los viajes por el mundo que realizaron y a los que fueron invitados por autoridades e instituciones de la más variada índole, al igual que oportunidad que tuvieron de conocer a diversas personalidades del mundo del cine, la música, la política internacional y el deporte”.
“Si tenés un ganado y contratás un pastor para que lo controle, el pastor te tiene que rendir cuentas. Tenés que saber si el zorro se comió una cabra. El pastor debe informar lo que pasa en su campo. Acá no se informaba nada y el Estado no pedía información. Por eso los demandados. No hemos demandado al gobierno que nos rescató. Si el Sernageomin hubiese controlado esa mina como correspondía, este accidente no hubiese ocurrido”, argumentó Mario Gómez, que dice necesitar el dinero para invertir en su recuperación.
“En noviembre cumplo 73 años y mi estado de salud es malo, malísimo. Tengo que andar con la máquina de oxígeno por todos lados, Me canso por cualquier cosa: me agacho y me canso”, lamentó. El más viejo de los mineros padece fibrosis quística pulmonar crónica severa y en combo con la silicosis su discapacidad pulmonar trepa a un 75 por ciento. La ayuda estatal le permite pagar los egresos fijos: no puede ahorrar ni comprarse los medicamentos para su enfermedad. Y por su edad, ya no volvió a trabajar. Su última vez en una mina fue ese 12 de octubre de 2010.
Mario dice que le quedaron secuelas del encierro: cualquier ruido lo asusta. “Quedé con pánico, con mucha sensación de miedo -reconoció-. Toda mi vida he sido un buen chofer, pero ahora no puedo manejar porque cualquier cosa me pone nervioso”. Omar Reygadas, en cambio, admitió que tiene noches imposibles en las que no puede conciliar el sueño, que teme cuando se queda solo y que le da vértigo permanecer en un sitio con la puerta cerrada.
Su día después (su 14 de octubre) fue el comienzo de un tiempo raro y frenético. Como a los otros 32, la vida le cambió en las acciones mínimas: “No podía salir de mi casa por la cantidad de periodistas. Tenía que pedirle a alguien que me comprara el pan”. Y en las acciones máximas: Omar, que en suerte había paseado por la capital chilena, anduvo por Grecia, Israel, Alemania, Inglaterra, Costa Rica, Panamá, Argentina, Brasil, Guatemala, Italia, Estados Unidos, México, Chipre, Turquía, Suecia, Canadá y otros nueve países que ya no recuerda.
Quince días después del rescate, un medio asiático le propuso volver a ingresar a una mina. Lo tomó como un desafío personal. Aceptó y se mandó: probó hacerlo sin lámparas ni cámaras, hasta donde lo acompañe la luz del sol. “Me sentí muy bien, como si volviera a mi hábitat natural”, dijo. Volvió a trabajar en una minera durante un año y medio no sin padecer antes el rechazo -o la discriminación- de sus empleadores: “Creen que vamos a ser un problema para ellos. Con el tema del accidente nos habíamos hecho muy conocidos, teníamos llegada a los medios y a las autoridades, piensan que si no cumplen con los procedimientos de seguridad los vamos a denunciar. Por eso nos dan el desvío”.
El proceso de marginación de los héroes lo llevó a trabajar en la venta de explosivos, en construcción y en albañilería. Hace una semana regresó a su puesto laboral, que se había detenido por la pandemia. Es chofer de una empresa de renta car: su tarea consiste en ir a buscar los autos a las ciudades donde quedaron post servicio. Sigue viviendo en Copiapó, en su casa de siempre, ahora diagnosticado con una diabetes que se le declaró luego de evacuar la mina. Dice que ya dejó de pensar en la plata del juicio después de lo que pasó con la película y el libro. La película Los 33, protagonizada por Antonio Banderas y estrenada en 2015, se basó en el libro En la oscuridad del escritor estadounidense Héctor Tobar. Los mineros, que negociaron la cesión de derechos de la historia a través del estudio de abogados Carey, creen que fueron estafados o que al menos no recibieron las ganancias que merecían.
Omar Reygadas se desligó del curso del reclamo. “Que sea lo que Dios quiera. Si la plata llega, mejor, si no, no importa, hay que seguir”. Porque de eso se trata: de seguir.
Este artículo fue elaborado durante el Taller de Periodismo Narrativo, dictado por Juan Mascardi, y que formó parte del programa Evolución 2020, organizado por Adepa con apoyo de Facebook Journalism Project.
Seguí leyendo: