Era una pelea que no podía ganar. Que nadie puede ganar. La escritora Marta Lynch se enfrascó durante toda su vida en una lucha desigual. Y ese combate contra el tiempo, su obsesión por la propia vejez y las inevitables arrugas que regresaban tras efímeros éxitos la terminaron consumiendo. Nunca pudo evitar la angustia que la propia decrepitud le asestaba. Vivía con pánico el paso de los años.
Hay una muy buena biografía sobre su vida: La Señora Lynch. En sus páginas, Cristina Mucci cuenta que Marta les decía a sus hijos que a ella nunca la iban a ver con canas, que jamás la verían cumplir ochenta años. Se sometió en forma constante a cirugías estéticas y siguió múltiples dietas. El bisturí de los más afamados cirujanos plásticos de su época profanaron su rostro: Juri, Zelicovich, Pitanguy y varios más. En su casa estaban prohibidos los espejos. Los había vedado. No podía soportar la imagen que le devolvían.
Y una tarde no aguantó más. Los que la querían sufrieron pero no se sorprendieron. Sabían que alguna vez el teléfono sonaría y que una voz quebrada, con un eufemismo -como si eso atenuara el dolor- les daría la noticia.
El chofer de su marido pasó a buscarla para llevarla a su cita semanal con el psicólogo. Tocó un buen rato el timbre de la casona de Vicente López. Desde el despacho de su estudio jurídico Juan Manuel Lynch daba las instrucciones. Buscar un hacha, pedir ayuda al vecino. Cuando la puerta del dormitorio fue derribada, el cuadro fue previsible. Ella estaba tirada en el suelo. La camisa a cuadros y el jean que solía ponerse para escribir. La cabeza estaba apoyada en un pequeño lago rojo. La mitad de su cara estaba deformada: esa había sido tal vez su peor pesadilla. En el rodillo de la máquina de escribir un papel mecanografiado, su carta suicida dirigida a su marido: “Te amo. Te amo. Te amo pero no puedo soportar esta prisión. No puedo soportar esta vida”. Era el 8 de octubre de 1985. Marta Lynch había perdido de manera previsible la batalla contra el tiempo. Se había pegado un tiro en la sien con un arma que había comprado unos pocos días antes. Al día siguiente (en realidad esa misma tarde, en la Sexta de los vespertinos) se cumpliría su deseo y su vaticinio. La noticia de su muerte estaba en la portada de todos los diarios.
Marta Lynch (Marta Lía Frigerio era su verdadero nombre) nació un 8 de marzo. Se supone que de hace 95 años. Sin embargo es difícil precisar en qué año nació. Ella siempre mintió su edad y no sólo en la solapa de los libros y en las entrevistas. También a amigos y a familiares. Según el momento de sus declaraciones podía llegar a quitarse entre 5 y 7 años. Su marido Juan Manuel Lynch le contó a Mucci que en una de sus primeras salidas ella le dijo que mirara bien su cara, que no se olvidara de esos rasgos porque en cualquier momento esa lozanía ya no estaría más. Con 20 años tenía conciencia plena de que la decadencia la alcanzaría. Y no supo lidiar con ese ley natural.
Con Lynch se conocieron profesionalmente. Ella fue hasta su estudio porque quería divorciarse de su primer marido. Un matrimonio breve e infeliz. La pareja se enamoró. El segundo casamiento fue veloz. Tuvieron tres hijos. Dos varones y una mujer. Enrique Lynch, su hijo filósofo y radicado desde hace casi medio siglo en España, dijo: “Ella me introdujo en la cultura. Estaba comprometida en hacer de su hijo un intelectual. Pero mi madre fue decisiva en otro sentido. Era una mujer muy inteligente, y tratarla fue, en efecto, un privilegio. Aunque era quizás demasiado lista; y eso puede ser pesado de llevar para un hijo, porque las relaciones materno-filiales, por intelectuales que se pretendan, están por fuerza trabadas por sentimientos”.
Luego de publicar algunos cuentos que pasaron desapercibidos participó en un importante concurso literario. No ganó pero el jurado recomendó la publicación de La Alfombra Roja, un libro que hablaba de la política argentina, de un líder inteligente e inescrupuloso y de una mujer fuerte (basada en su relación con Arturo Frondizi). El concurso fue ganado -merecidamente- por Sudeste de Haroldo Conti. Pero su novela, con esa promesa de revelar entresijos de los influyentes, la trastienda del poder, se convirtió en un enorme éxito. Luego publicó otra docena de libros. Muchos de los cuales llegaron al tope de la lista de best sellers. Entre ellos La Señora Ordoñez y La penúltima versión de la Colorada Villanueva. No siempre la acompañó el fervor crítico.
Tuvo muchos amoríos. Era otra de las maneras en las que desafiaba al paso del tiempo. Sus amigos cercanos certificaron varias de esas historias. Otras, contadas por ella misma, fueron puestas en duda. Su tendencia a fabular, a agrandar la realidad y hasta a desmentir lo que ella misma había afirmado poco antes, conseguían situar esas relaciones, esos encuentros furtivos en presencias nebulosas: como, tal vez, corresponde a las relaciones clandestinas.
El ex director de la Biblioteca Nacional Alberto Manguel era compañero de secundario de Enrique, el hijo de Marta. El aspirante a escritor y lector consumado y la novelista exitosa entablaron una amistad. Compartían lecturas, conversaban sobre literatura y ella solía contarle sobre alguno de sus varios affaires amorosos. Durante casi cuatro años ella lo invitó a comer, cada domingo, con su familia. Uno de esos almuerzos ocurrió unos días después de la salida de La señora Ordoñez, tal vez la novela más exitosa de Marta gracias a su posterior adaptación como telenovela. En la perturbadora tapa había una cabeza de muñeca. Dejemos a Manguel terminar la historia: “Le dije que me gustaba mucho la tapa y me puse a buscar el nombre del maquetista. Era un tal Hans Linke y, muy ingenuamente, delante de toda su familia, dije: ‘¡Ah, miren!: Linke es un apellido curioso. En alemán quiere decir izquierdo.’ Ahora bien, existía toda una historia sobre el amorío que ella había tenido con un tal Héctor Izquierdo, que trabajaba como maquetista para la editorial. Evidentemente se trataba de la misma persona… Alrededor de la mesa, todo el mundo bajó la cabeza y Marta me miró, me tomó de la mano y me dijo: 'Querido, no sabés la idiotez que has hecho.’
El vínculo con su marido, Juan Manuel Lynch, era tormentoso pero indestructible. Él sabía de sus aventuras. Se permitían esas libertades. En el caso de Marta, esa libertad era condición de su felicidad, o, cuando menos, de su estabilidad.
Además de Héctor Izquierdo, se le atribuyeron amoríos con el poeta peruano Abelardo Oquendo, Roger Pla, Mario Vargas Llosa, Rogelio Frigerio (con quién no lo unía ningún vínculo familiar), Arturo Frondizi y Emilio Massera, entre otros.
Claudio Uriarte en Almirante Cero, la extraordinario biografía que escribió sobre Massera (posiblemente la más notable biografía política argentina) cuenta que “las cosas no pasaron de unos pocos encuentros sórdidos en el propio despacho del almirante, aunque la escritora quedó prendada y no perdía la oportunidad de insistir en su relación con él. Al parecer, la insistencia llegó a hacerse tan pesada que Massera debió pedirle que le enviara todas sus cartas y mensajes por medio de un emisario, ya que Lili (Delia Vieyra, esposa de Massera) estaba celosa y los almirantes desaprobaban la amplia publicidad que recibía su escandalosos estilo de vida”.
A Marta Lynch siempre la sedujo el poder. Frondizi fue el tema de la novela que la lanzó al conocimiento público, La Alfombra Roja, su primer éxito y su primer deslumbramiento con el poder. Massera sería el último. Esa fascinación la llevó a ponderar al espeluznante marino en público y a participar de su proyecto político (ese ciclo lo narró en otra novela Informe bajo llave). Con el regreso democrático, su cercanía con Massera hizo que recibiera fuertes críticas y que fuera excluida de ciertas círculos y honores. Aunque el éxito no la abandonó. Fue en esos primeros tiempos alfonsinistas el impresionante suceso televisivo de La Señora Ordoñez. La reedición vendió decenas de miles de ejemplares. Lo mismo sucedió con No te duermas, No me dejes, su último libro de cuentos.
Ella habló maravillas de Alfonsín pero eso no bastó para que fuera incluida en la corte de intelectuales alfonsinistas (alguien la llamó La Patota Cultural). Jorge Asís le dedicó su Cuaderno del Acostado, una especie de diario en el que cuenta su propia caída (quizás el mejor libro de Asís). Ese gesto de Asís, además de amabilidad esconde una especie de señalamiento a la sociedad, de culpabilizarla por el suicidio de Marta; y es también una manera sutil de asociarse con ella en ese ostracismo que sufría Asís en ese momento.
Marta Lynch tuvo una abrumadora coherencia política: siempre fue oficialista. Fue frondizista, peronista (viajó en el charter que trajo a Perón de regreso al país), pro Montoneros, defensora de la Junta Militar, Masserista y por último alfonsinista. Sólo el suicidio le impidió convertirse en menemista. La fascinación que el poder ejercía sobre ella era cegadora.
Marta era una presencia constante en los medios. Aparecía con frecuencia en los diarios y en las revistas semanales. Ya era un personaje. Supo reconocerlo y lo explotó en los medios. Las entrevistas podían versar sobre una gama de temas disparatadamente ridícula. Desde la conveniencia de Mar del Plata como lugar de veraneo hasta su última novela, pasando por alguna circunstancia política, el papel de la mujer en la sociedad, las posibilidades de la Selección en el siguiente Mundial o la importancia del dulce de leche para la identidad nacional. A ella le gustaba opinar de todo. Tenía, como diría Nabokov, opiniones contundentes. No solía dudar -al menos en público-. Además, le gustaba aparecer, que la atención se centre sobre ella. Eran otros tiempos. En las (muchas) revistas de actualidad de las décadas del sesenta y setenta, en cada número, en cada semana había una entrevista a un escritor. Borges, Sábato, Bioy, Mujica Láinez, Silvina Bullrich, Beatriz Guido, Dalmiro Sáenz, Marco Denevi, alguna Ocampo y muchos otros más. Se los consultaba sobre una amplia variedad de temas, se buscaba su opinión.
Fabián Casas, en uno de sus ensayos, con acierto, percibe que la situación cambió: “En la Argentina el escritor no ocupa ningún lugar, a nadie le importa lo que dice un poeta o un novelista, ni hablar de los filósofos. Este ninguneo es una bendición, sirve para que los escritores se pongan a escribir con la boca cerrada, sólo pensando en sus trabajos”.
A pesar de su exposición pública muchos aspectos de su vida siguen constituyendo un misterio. La clave puede encontrarse en un fragmento de su Biografía a mi manera: "Las cosas verdaderamente importantes son incontables y las que pueden tener estado público, una vulgaridad. La verdadera biografía, el yo total, está en nuestros libros. A ellos debe acudirse para conocer -entre líneas- nuestra naturaleza".
“Mi madre fue en vida una mujer muy famosa. Salir con ella era como ir del brazo de un anuncio de la Coca-Cola. Algo molesto, la verdad. Pero a ella esa notoriedad la hacía feliz. Alguna vez la oí decir que le hubiera gustado ser vedette del Maipo, lo que por supuesto era una boutade, pero con un fondo de verdad”, contó su hijo Enrique.
Esa tarde de octubre 1985, Marta tenía sesenta años. Y no lo soportaba. La nariz ya había recibido un par de cirugías de reconstrucción debido al daño de las estéticas anteriores, la boca caía hacia un lado. Su cara había perdido simetría y naturalidad. Las arrugas ganaban espacio. Su física evidenciaba el paso del tiempo. Carnes caídas, estrías. Añoraba la firmeza de sus piernas. Durante años convivió con la depresión. Pastillas, terapias, tratamientos. Se veía fea. Se había vuelto invisible para los hombres. La belleza y la juventud eran para ella condiciones indispensables de la felicidad. No quiso, no supo vivir sin ellas.
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