Tenía solo diez años cuando su tarde de siesta se vio interrumpida por explosiones, gritos y balas. Los Montoneros habían intentado copar el Regimiento de Infantería 19 de Formosa. Luego llegó el llanto por los caídos, las paredes del cuartel machadas con la sangre de los soldados, los cajones negros de los caídos y sus familias con el dolor desgarrándoles el alma.
El hoy teniente coronel de Infantería Rodolfo Santillán, fue aquel niño asustado que supo de la muerte demasiado temprano. Y nunca pudo olvidar esa tarde de sangre y fuego. Para homenajear a los caídos, envió esta carta a Infobae: “Quiero compartir con ustedes esta carta, la misma tiene la única intención de transmitirles un sentimiento, que late en mí, como en la mayoría de mis conciudadanos formoseños”.
La carta
El domingo 5 de octubre de 1975, era uno de esos cálidos días formoseños, donde toda la gente disfruta, se cruza de casa en casa, vecinos y amigos conversan, algunos se reúnen, otros juegan al fútbol con sus niños o simplemente descansan.
El mediodía engalanado con una rica comida, algunos comerán asado u otra comida típica, todo ello motiva la reunión familiar.
Yo Tenía en esa época 10 años y vivía con mis padres y hermanos en el Barrio Militar frente al Cuartel del Regimiento 29. Luego de la rica comida del domingo al mediodía, mamá nos mandó a dormir la siesta, ya que en ése horario reina como un silencio y un letargo característico de las provincias norteñas. De pronto comenzaron a oírse disparos. Eran cada vez más nutridos. Mi padre había salido... Siguieron los disparos acompañados de muchos gritos, ruidos de vehículos y movimientos de personas.
En mi corta edad sólo pensaba en mis padres, no los oía. Abracé a mis dos hermanos y pensé: ¿cuándo va a llegar alguien para sacarnos de aquí?, ¿qué sucede allá afuera?, ¿cómo finalizará todo?
Algunos disparos esporádicos marcaron el momento del fin de la contienda. Luego un instante de profundo silencio, como augurando el inicio de una larga tarea. Y entonces sí llegó el bullicio de las ambulancias que iban y venían por la avenida Marcial Rojas, soldados y civiles que corrían y que buscaban a sus compañeros. Mamá nos ordenó salir de la casa. Ese tiempo de 40 minutos o una hora que duró todo para mí fue eterno y muchos miedos pasaron por mi mente.
Luego la pregunta obligada: “¿Dónde está papá?”. Mamá nos dijo: “Ya está en el Cuartel, porque los extremistas (como les decían entonces) atacaron el Regimiento y a los soldados”.
Durante la noche llegó sorpresivamente mi padre, todos nos abrazamos y lloramos juntos. “¿Qué pasó, papá?”. Entonces, nos dijo: “Atacaron el Regimiento hijos, hay que rezar mucho porque hay heridos y muertos, se nos fue Víctor (Zanabria), el papá de Carlitos, recemos por él”.
Era tal la angustia y la tensión que me sorprendió la mañana escuchando la radio. Allí se pedía en forma permanente dadores de sangre, otras relataban los hechos e invitaban al pueblo de la ciudad formoseña a velar a sus muertos en el Regimiento 29.
A media mañana, tomado de la mano con mi hermano menor y desobedeciendo a mi madre, nos escapamos al Cuartel, que esta enfrente. Pasamos por el puesto 1, junto a la gente que entraba y salía en medio de mucha confusión. Había muchas huellas de impactos de balas en las paredes de los edificios y en los troncos de los árboles, había sangre en la Plaza de Armas, algunos vehículos civiles con impactos y toda la configuración del Cuartel era como distinta, triste, emotiva.
Nos dirigimos al comedor de tropa -allí donde otrora nos pasaban cine gratis-, entonces vimos a nuestros soldados muertos en combate. Allí estaban ellos, como dormidos, uno al lado del otro, orgullosos de la refriega, en sus féretros de madera al natural, sobre unos manteles blancos que cubrían las mesas grises del comedor. No importaba ya si el ataúd debía ser de caoba o de roble, con bronce o lustrado. Ellos ya eran héroes estaban disfrutando de haber cumplido con su juramento, con la misión. Verdaderamente defendieron a su Patria hasta perder la vida. Cómo me hubiese gustado haber conocido allí, en ése momento, al soldado Hermindo Luna, para con un abrazo decirle “¡qué grande sos, gracias por tanto coraje!”.
Ellos ya estaban ingresando a la historia de la patria.
Evadiendo la seguridad nos fuimos al casino de suboficiales, encontramos impactos de balas hasta en los armarios, huellas de explosiones en las paredes, sanitarios rotos y muchos rastros de sangre. Seguimos corriendo hasta la compañía "A", allí nos detuvo un soldado y nos dijo: “No pueden pasar”. Y luego agregó: “Aquí murieron el subteniente Massaferro y el soldado Sosa". En la entrada de la compañía había sangre en las paredes y en las escaleras... Hoy digo que estos soldados, combatieron como gladiadores; hicieron honor al coraje del Coronel Warnes y a su célebre frase: "A vencer o a morir con gloria” cuando arengaba a sus Tropas, antes del combate de la Florida.
Durante el velorio se comentaba que fue un combate atroz y que los Montoneros atacaron como cobardes, con un entregador, matando inicialmente a soldados desarmados. También escuchamos que un soldado se resistió a los tiros, mientras sus camaradas se levantaban: “¡Acá no se rinde nadie, mierdas!”, les dijo y abrió el fuego con su fusil, muriendo como un valiente. Era el soldado Luna.
El soldado Luna, como tantos otros conscriptos de esa época, llegó al Cuartel a incorporarse al Servicio Militar en el tren General Belgrano desde el interior formoseño, desde su querida “Las Lomitas”, con un bolsito de lienzo y lleno de esperanzas. Él venía a cumplir con lo que la ley mandaba. Antes ya defendía la patria trabajando la madera, yendo a la escuela primaria y a veces arreando vacas. En el Cuartel juró defender con su vida a la Patria y lo cumplió.
Hermindo no sabía de jóvenes intrépidos que se armaban para matar y robar armas, sólo porque no querían al gobierno de turno, Luna sólo sabía del trabajo de sol a sol, sabía de coraje, de sacrificios y de integridad.
Sus padres llegaron al Cuartel, ese 6 de octubre, a velar y retirar a su hijo, vestidos de luto, con humildad y destrozados, pero con una grandeza incomparable. Ellos eran dignos, como los otros padres que habían parido hijos para grandes causas; ellos ya eran héroes, se lo entregaron a la Patria, sin dudarlo.
Los padres del Soldado Hermindo Luna, siguieron viniendo todos los 5 de octubre al Regimiento de su hijo, para honrarlo, hasta que murieron en su lejana Las Lomitas, sin haber recibido un reconocimiento póstumo por su hijo.
A ellos, a ésa patrulla de doce bravos que entregaron sus vidas defendiendo el Cuartel del glorioso Regimiento de Infantería de Monte 29, representados en la figura del soldado Hermindo Luna, debemos reconocerlos ahora. Sabemos que la historia lo hará, pero más adelante. Debemos estar orgullosos, son nuestros y marcaron un rumbo plagado de convencimientos, de coraje, de sacrificios y de Gloria.
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