En un mensaje institucional dado el 25 de abril de 1995 entre otros aspectos, el Ejército puntualizó: “Nuestro país vivió en la década del ´70 un período signado por el mesianismo, la ideología y una violencia que se inició con un terrorismo contra el Estado, que no se detuvo siquiera en democracia en el período 1973/1976, que desató una represión atroz instaurando un terrorismo de Estado que aún hoy estremece”.
En ese contexto, el domingo 5 de octubre de 1975, la organización armada “Montoneros” cometió uno de los hechos más emblemáticos y criminales del triste período de la lucha fratricida del siglo XX. Sorpresivamente, en una operación minuciosamente planeada denominada Primicia, intentaron copar al Regimiento de Infantería de Monte 29, sito en la ciudad de Formosa. El número de insurgentes se aprecia en 80. La reacción ejemplar de los dignos infantes —que ofrecieron inesperada resistencia— impidió el copamiento, y se inmolaron en la defensa del cuartel el subteniente Ricardo Massaferro, el sargento Víctor Sanabria y los soldados conscriptos Antonio Arrieta, Heriberto Dávalos, José Coronel, Dante Salvatierra, Ismael Sánchez, Tomás Sánchez, Edmundo Sosa, Marcelino Torales, Alberto Villalba y Hermindo Luna, que estaban cumpliendo con el Servicio Militar Obligatorio. Además, en circunstancias colaterales, también murieron el policía Pedro Alegre, y los vecinos Felipe Ibáñez, Celso Pérez y Marcelino Cáceres. El número de heridos se estima en veinte soldados. Los muertos de los atacantes fueron doce, pero entre ellos no figura ninguno de los mentores del irracional intento.
Al día siguiente, Ítalo Luder, presidente provisional del Senado, en ejercicio de la presidencia por licencia por razones de salud de la entonces presidenta de la Nación, en acuerdo general de ministros, promulgó el Decreto 2772/75, ordenando: “Las Fuerzas Armadas, bajo el comando superior del Presidente, que será ejercido a través del Consejo de Defensa, procederán a ejecutar las operaciones militares y de seguridad que sean necesarias a los efectos de aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio del país”.
El hecho ocurrió en jurisdicción del Cuerpo de Ejército II, comandado por el general Genaro Díaz Bessone; el segundo al mando era el general Otto Paladino. Ellos y los ex jefes del Ejército, generales Jorge R. Videla y Leopoldo Galtieri —condenados tres décadas después por gravísimos delitos de lesa humanidad— evidenciaron un incalificable olvido de los bravos infantes del regimiento formoseño, pero el Ejército siempre los tuvo y los tiene presentes. En tributo a ello, en 1994 se instituyó el 5 de octubre como “El día de los muertos del Ejército en la lucha fratricida”. En aquellos años, el acto central se realizaba en la plaza principal de la ciudad de Formosa, con la presencia de las más altas autoridades provinciales y municipales. En 1996, en uno de los actos, el Ejército tomó conocimiento, por unas madres de los soldados inmolados, que nunca habían recibido ningún resarcimiento ni pensión alguna. De inmediato, la Dirección de Bienestar comprobó lo manifestado y regularizó la situación —dentro de las normas vigentes— que encanecidas y olvidadas madres merecían desde dos décadas atrás.
La Plaza San Martín de la ciudad de Buenos Aires espera la incorporación del nombre de ellos, y de todos los militares que durante gobiernos constitucionales y sin mácula alguna sobre el deber y el honor militar ofrendaron su vida en defensa de las instituciones republicanas, en el período 16 de junio de 1955/ 3 de diciembre de 1990. En particular, los jóvenes soldados que cayeron mientras prestaban el Servicio Militar Obligatorio, acorde con las leyes de la Nación. Su concreción sería un pequeño paso más hacia la ansiada reconciliación de todos los argentinos, dejando atrás un pasado controversial para avanzar hacia un futuro compartido.
Todos los intentos de copamiento de unidades militares en períodos constitucionales no contribuyeron a una transformación revolucionaria, y sí a desastrosas consecuencias para sus autores y para la sociedad argentina. El atentado que recordamos, aceleró el golpe de Estado cívico-militar que ya se estaba gestando.
El irracional hecho que recordamos marcó en su momento un camino trágico, y la violencia —concebida y utilizada como un medio— se convirtió cínicamente en un fin en sí misma. Algunos opinan que en nuestro país el terrorismo contra el Estado respondió a la politique du pire (la política de lo peor), para empujar al Estado a cometer atrocidades y erosionar el prestigio del gobierno y de sus Fuerzas Armadas. Si aceptamos eso, también aceptemos que fue la respuesta a la violencia de las organizaciones armadas, más que el propio accionar de ellas, lo que más daño y desprestigio hizo a nuestro país y a las propias Fuerzas Armadas, cuyos altos mandos concibieron un terrorismo de Estado que no respetó elementales normas jurídicas, morales ni religiosas.
Incluso tampoco las normas que aún rigen para los miembros de ese tipo de organizaciones, prescriptas en los Convenios de Ginebra, firmados por nuestro país el 12 de agosto de 1949, que expresan que los integrantes de ellas se hacen merecedores de las leyes humanitarias y conservan sus derechos “ya que son inherentes al ser humano, y por lo tanto, irrevocables (…) Y prohíbe daños superfluos y los medios de lucha pérfidos que atentan contra el honor militar”. Me permito agregar que, entre éstos, se refiere a la tortura, a la desaparición forzada de personas y al robo de bebés.
Aceptar y defender cualquier tipo de terrorismo es ética y moralmente repudiable, porque somos expertos en inventar buenos relatos e intenciones, y en concebir excusas convincentes para las atroces consecuencias que en el pasado enlutaron a nuestro pueblo.
*Ex Jefe del Ejército Argentino. Veterano de la Guerra de Malvinas y ex Embajador en Colombia y Costa Rica.
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