Por qué tantos jóvenes salieron a matar y morir en los 70

Un adelanto del libro “Los 70. La década que siempre vuelve”, que aborda los años que marcaron a fuego a la sociedad argentina

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Una recordada imagen de marzo
Una recordada imagen de marzo de 1976. La por entonces presidente Isabel Perón en la CGT, junto a los sindicalistas Lorenzo Miguel y Casildo Herreras y al ministro de Economía, Eugenio Mondelli

Extraído del Capítulo 1 del nuevo libro de Ceferino Reato: Los 70, la década que siempre vuelve, de Editorial Sudamericana.

La vida no vale nada si no es para perecer porque otros puedan tener lo que uno disfruta y ama. Pablo Milanés, 1975.

La década del 70 fue una orgía de sueños, ideales, sangre y muerte; una escalada de pasiones sin freno; de amor y entrega a la causa de los pobres y a la Revolución pero también de odio intransigente a los “enemigos del pueblo”, una categoría bastante amplia que incluía no solo a militares y policías sino también a la “oligarquía”, los funcionarios “corruptos”, los políticos “vendepatria”, los sindicalistas “burócratas” y la clase media “colonizada” y “entreguista”.

Entre los guerrilleros, uno de los que más me impactó fue Roberto Mayol, un santafesino de 21 años que cumplía con el servicio militar -era obligatorio y duraba un año- cuando Montoneros atacó el cuartel al que había sido trasladado, en los suburbios de la ciudad de Formosa, el 5 de octubre de 1975.

Es que Mayol tenía asegurada una vida buena y tranquila en la capital de la provincia de Santa Fe. Pero, no: como tantos jóvenes de su época, primero se hizo peronista y, casi inmediatamente, abrazó la lucha armada, convencido de que la violencia sería la partera de una sociedad sin clases, de hombres y mujeres iguales, liberados de la oligarquía criolla y el imperialismo yanqui.

¿Qué pasó? ¿Qué se les cruzó por la cabeza a Mayol y a miles de chicos y chicas como él?

La última foto de Mayol fue publicada en mi libro Operación Primicia y lo muestra tendido en el pasto ralo del Regimiento de Infantería de Monte Número 29, los ojos y la boca bien abiertos, una cicatriz de sangre que le partía la cara, y el número 8 pintado de negro en su torso desnudo; estaba muerto luego de haberle abierto la puerta del cuartel a sus compañeros montoneros.

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Lo habían acribillado sus compañeros soldados, jóvenes como él, que estaban de guardia aquel domingo a hora de la siesta. El combate duró treinta minutos y hubo veinticuatro muertos: doce guerrilleros y doce defensores del cuartel; diez soldados, un subteniente de 21 años y un sargento primero, de 31, padre de dos hijos.

Un traidor, “el soldado entregador” para los soldados y militares que impidieron la toma del regimiento; un héroe, un mártir, para los guerrilleros y sus simpatizantes. Y una víctima del terrorismo de Estado en muchos otros ámbitos, por ejemplo en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe, donde estudiaba Derecho.

Allí, Mayol figura como uno de los veinticuatro “alumnos, profesores y egresados muertos, desaparecidos y perseguidos durante la última dictadura militar”, a pesar de que murió en combate y atacando un cuartel casi seis meses antes del golpe, durante el gobierno constitucional de la presidenta Isabel Perón, la viuda del General.

En 2006 fue homenajeado durante cuatro jornadas, que comenzaron el lunes 28 de agosto con una conferencia a cargo de Ricardo Lorenzetti, santafesino, en aquel momento miembro y luego presidente de la Corte Suprema de Justicia, titulada: “Los Derechos Humanos en la doctrina de la Corte Suprema”, y culminaron el jueves 31 con un acto “en homenaje a quienes fueron muertos, desaparecidos y perseguidos por el terrorismo de Estado”. Hablaron familiares, organizadores y el secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde, y se colocó una placa alusiva.

El recordatorio incluye una foto de Mayol en un acto y un párrafo escrito por el abogado Jorge Pedraza, que dice: “El compañero más querido y paradójicamente más olvidado. Su vida fue una completa entrega hacia los demás, especialmente los humildes. Se formó muy joven con los jesuitas, su lectura de cabecera fue la revista Cristianismo y Revolución de García Elorrio y Casiana Ahumada. Era como un cura laico de la militancia, una personalidad atrapante. Fue orador del Ateneo de Derecho y muy pronto la universidad le quedó chica. Antes había fundado en Santa Fe el Movimiento de Acción Secundaria, que confluiría luego en la UES (Unión de Estudiantes Secundarios). Su muerte -en un momento de extrema violencia política en el país- nos conmovió a todos sus compañeros y a amigos. Fue un antes y un después”.

Pedraza, que estuvo siete años preso, fue compañero de estudios de Mayol en el histórico Colegio de la Inmaculada Concepción, “La Inmaculada”, donde se educa la elite santafesina, que está ubicado en el centro de Santa Fe, frente a la plaza 25 de Mayo.

“De Roberto Mayol -me dijo- tengo el mejor de los recuerdos. Fuimos compañeros durante toda la escuela secundaria. Sufrí mucho su desaparición. Cuando me enteré, no le encontré razón a esa decisión de tomar el cuartel para recuperar armas. Me pareció una locura, pero el país ya estaba inmerso en una espiral de violencia imparable. Yo también tenía un nivel de militancia, pero el de él era evidentemente más elevado y hacía un tiempo que le había perdido el rastro. El Colegio de la Inmaculada es de los jesuitas. Él había hecho la primaria también en un colegio religioso. Era muy inteligente, muy sensible. La última vez que lo vi fue en 1973, en el Movimiento Ateneísta, que fue el precursor de la Juventud Universitaria Peronista; él fue uno de los oradores. Lo recuerdo como un muy buen orador, un joven de muy buena imagen; un cura laico; un admirador de Camilo Torres, venía del progresismo católico”.

Camilo Torres
Camilo Torres

Mayol refleja la trayectoria típica de tantos jóvenes de buena posición social que, a partir de un compromiso católico, se fueron convenciendo de que la lucha armada era la única salida para terminar con “la violencia de arriba” y liberar a “los explotados”, a los sectores populares que, por su lado, seguían teniendo una fe casi religiosa en Perón.

Cuando Mayol llegó al cuartel en Formosa, en mayo de 1975, se destacó rápidamente, recordó el entonces subteniente David Cabrera Rojo: “Mayol resaltaba enseguida porque era un rubio al lado de los otros soldados, que eran todos morochos, de cabellos duros. Muchos eran pobres: no estaban acostumbrados a más de una comida al día, y en el regimiento había aulas para enseñarles a leer y escribir”.

Mayol fue destinado a la Compañía de Tiradores "B" y se hizo notar como un soldado excelente: cargaba y descargaba las armas con presteza, asimilaba las instrucciones con docilidad e inteligencia y se mostraba muy interesado en la vida militar; tanto fue así que pronto fue considerado el mejor soldado de su unidad y lo ascendieron a Dragoneante.

Es que a los 21 años, Mayol ya era un “cuadro” relevante de Montoneros en Santa Fe, en cuya estructura militar había alcanzado el grado de “oficial segundo” y donde había dirigido ataques contra la corresponsalía de la agencia Télam y el Club del Orden, que había sido fundado en 1853 por la elite provincial partidaria de la nueva Constitución y del vencedor de la batalla de Caseros, el general entrerriano Justo José de Urquiza.

A partir de la segunda mitad de los Sesenta, los hijos de muchos padres de ideas conservadoras, liberales o radicales -en varios casos antiperonistas o “gorilas”- se hicieron peronistas, y con esa fe que suelen tener los conversos, se volcaron a la lucha armada contra los sucesivos gobiernos militares. Y contra sus propios padres.

Eso ocurrió en todo el país y Mayol no fue la excepción: su papá era un prestigioso abogado que luego del golpe contra el presidente Juan Domingo Perón, en 1955, había sido titular de la Corte Suprema de Justicia de Santa Fe; obviamente, integraba el aristocrático Club del Orden cuyo frente fue destruido por el bombazo de su hijo y sus jóvenes compañeros.

Había todo un clima de época amasado en los 60, que impugnaba al capitalismo y a Estados Unidos, suponía que el mundo avanzaba al socialismo y enfatizaba el impacto global de las guerras de liberación nacional en Asia y África, las enseñanzas de Mao Tse-tung y Ho Chi Minh y la onda expansiva de la Revolución Cubana y su icónico guerrillero, el argentino Ernesto Che Guevara.

Eso en el plano externo; dentro del país, ese clima de época se potenciaba con el descontento popular por el exilio del general Perón, fuera del país desde 1955. A partir de aquel año, se sucedieron gobiernos militares y civiles que nunca pudieron consolidarse, en buena medida porque carecían de legitimidad de origen debido a la proscripción de Perón y del peronismo.

La tapa del nuevo libro
La tapa del nuevo libro de Ceferino Reato

Para colmo, esos gobiernos tampoco se mostraban exitosos en los planos económico y social, por lo menos para satisfacer las expectativas de los sectores populares, que seguían añorando los años felices del peronismo.

Claro que hasta mediados de los 60 ese descontento político se limitaba a los sectores populares y a lo sumo trascendía esporádicamente en actos de sabotaje conocidos en la liturgia peronista como la Resistencia. No pasaba de eso, no contagiaba a las clases medias.

Habían habido sí algunas operaciones guerrilleras, tanto en el campo, en 1959, en Tucumán, como en la ciudad; la más importante tuvo lugar en 1963: el asalto al Policlínico Bancario, en la Capital Federal. Pero eran acciones aisladas, sin respaldo político ni social.

Todo se aceleró a partir del golpe de Estado que derrocó al presidente Arturo Illia y depositó en la Casa Rosada al general Juan Carlos Onganía, el 28 de junio de 1966.

Fue a partir de aquel momento cuando miles de jóvenes de la vasta clase media argentina se politizaron y se radicalizaron; irrumpieron diversos grupos guerrilleros hasta que en 1970 fueron fundados los dos más importantes: Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), como brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT).

Tal vez sea difícil de comprender ahora, pero en los 70 había en el país un consenso social bastante extendido a favor de la violencia política. Para buena parte de la sociedad, una bomba, una emboscada o un secuestro pasaban a formar parte de la liturgia política. La muerte adquiría legitimidad; era aceptada, en general, como un recurso político, tal como sucede hoy con un acto, una solicitada, una propaganda o un discurso.

Es que no puede haber violencia política sin que un número importante de ciudadanos la acepte como un recurso más de la lucha por el poder.

Claro que existían diferencias entre los dos grupos guerrilleros más fuertes: si los montoneros brotaban del catolicismo y se ubicaban dentro del heterogéneo movimiento peronista, los “erpianos” provenían del marxismo o del radicalismo, como una suerte de vástagos desencantados de la Unión Cívica Radical; “hijos descarriados”, los llamó el ex presidente Raúl Alfonsín.

Por ejemplo, el fundador y líder del PRT y del ERP era el contador santiagueño Mario Roberto Santucho; su padre, Francisco, había sido un caudillo radical en Santiago del Estero. “Roby” no se referenciaba en la Iglesia Católica ni en el peronismo sino en el Che Guevara.

Cuando Santucho murió, en 1976, en un enfrentamiento con una patrulla militar, fue reemplazado por Luis Mattini, cuyo verdadero nombre es Juan Arnol Kremer Balugano.

La cúpula del PRT-ERP en
La cúpula del PRT-ERP en junio de 1973 durante un contacto clandestino con la prensa: en primer plano Santucho, Urteaga y Gorriarán Merlo

Mattini me dijo que Santucho era “el más cabal heredero del Che, y que ellos siempre fueron más terminantes en sus opciones que los montoneros, “con una ética guevarista del revolucionario. También, claro, éramos más sectarios. No sentíamos ninguna reverencia por Perón ni por el peronismo; había, además, mucho gorilismo (antiperonismo) en el ERP; no era mi caso, pero muchos camaradas venían del antiperonismo; éramos más afines, en general, a la Unión Cívica Radical, y muchos venían de hogares radicales. Además del caso de Santucho, Enrique Gorriarán Merlo había sido radical en San Nicolás lo mismo que Benito Urteaga. En las elecciones de 1973, Urteaga estaba convencido de que el radicalismo ganaría, Mauro Gómez opinaba lo mismo, y Santucho, con menos seguridad, también se inclinaba a favor de los radicales”.

En cuanto al peronismo, Santucho seguía al pie de la letra a su admirado Che Guevara. “Trabaja con los grupos provenientes de la izquierda, con los escindidos recientemente del Partido Comunista, no hagas ningún acuerdo con grupos peronistas, aunque tengas contactos con ellos; por el momento, no podemos absorberlos. Es demasiado riesgoso, están demasiado infiltrados”, le recomendó el Che a Ciro Bustos en Bolivia en 1967, cuando lo envió a la Argentina a reclutar gente para nutrir su foco revolucionario, una aventura que finalmente lo llevaría rápidamente a la muerte.

En su libro El Che quiere verte, Bustos agrega: “El Che veía un peligro latente en la heterogeneidad del peronismo, que volvía inseguras todas las vinculaciones funcionales, además de los riesgos derivados de su nombre mezclado en ello”.

De todos modos, montoneros y erpianos compartían la lucha común contra la dictadura militar y sus soportes civiles, y todo un clima época, en el que descollaba la figura desafiante del Che Guevara, que para la guerrilla peronista, más allá de sus críticas puntuales al peronismo, se convirtió en una suerte de Cristo laico.

El mesianismo católico, por un lado, y la utopía guevarista, por el otro, convirtieron la vida del buen cristiano y del buen revolucionario en algo relativo. La vida del otro también dejaba de tener un valor absoluto; pasaba a formar parte de un cálculo político y podía ser sacrificada si así lo exigían los ideales superiores de la liberación y la revolución.

Sólo así, alimentados por ese combustible espiritual e ideológico, tantos jóvenes pudieron salir a matar y a morir.

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