Como un trotskista al que un hijo le cuenta entusiasmado su amor por Wall Street, o un conservador al que la hija le explica las bondades del socialismo, en 2001 el británico Michael Young se manifestó “decepcionado” por el destino que había tenido el término que acuñó en 1958 en su ficción El ascenso de la meritocracia (The Rise of the Meritocracy).
“El libro era una sátira que debía funcionar como advertencia”, escribió en The Guardian, un año antes de su muerte. “Es de buen juicio, para un empleo, elegir a los individuos por sus méritos. Pero es lo contrario cuando aquellos a quienes se juzga meritorios en algo se convierten en una nueva clase social que no deja espacio para otros”. Sobre todo si aquellos en la cima sienten “que se han ganado lo que consiguieron”.
Young había creado la noción de meritocracia como una crítica, en una distopía ambientada en el año 2036. Pero buena parte del mundo se la tomó en serio y, con vida propia, la combinación de una palabra latina seguida de otra griega —algo inarmónico para sus amigos de letras clásicas— se convirtió en una idea clave en el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial. La meritocracia dio esperanza a millones que anhelaban que su vida material reflejara la igualdad de oportunidades que prometía la democracia al establecer “una persona, un voto”.
En el libro (escrito entre 1954 y 1956, después de la derrota del nazismo, que devastó al Reino Unido, y a partir de los escritos de Young sobre sociología) la definió como “un sistema politico en el cual los bienes económicos y/o el poder se otorgan a los individuos sobre la base del talento, el esfuerzo y los logros”.
Propuso una fórmula sencilla: “Coeficiente intelectual + Esfuerzo = Mérito”.
En un prólogo a la que fue la última edición que llegó a ver de The Rise of the Meritocracy, Young recordó que 11 editoriales rechazaron su manuscrito; en una le pidieron que lo reescribiera al estilo de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, pero ni siquiera eso le valió “el arduo honor de la tipografía”, como escribió Jorge Luis Borges. Uno de los editores incluso lamentó que su sello no publicara tesis de doctorado: esa reacción, consideró Young, “fue una advertencia clara de que el libro, si alguna vez llegaba a salir, no sería comprendido”.
Un día Young estaba en la playa, en Gales, cuando se encontró con sus amigos Walter y Eva Neurath, quienes acababan de lanzar una editorial dedicada sobre todo a libros de arte, Thames & Hudson. Ellos publicaron The Rise of the Meritocracy. “Poco después de que el libro saliera en 1957 lo compró Penguin, que vendió cientos de miles de copias, y también salió en otros siete idiomas”, contó. Si bien recibió críticas, no fue por el neologismo: “Más bien lo contrario, diría. El siglo XX estaba listo para la palabra”.
Y para apropiársela y darle un sentido positivo.
El mérito del sistema de mérito
La meritocracia se propuso como un modo de jerarquizar a las personas según sus valores individuales: la clase social, el género, la etnia o sus relaciones personales no influyen en sus posibilidades de desarrollo. El cielo sería el límite, o uno mismo.
“Esto puede parecer algo anodino, pero en realidad es bastante controversial”, observó Max Bloom en National Review. “La meritocracia indica que una empresa no debe dar preferencia a los hijos o familiares de aquellos a los que ya emplea, ni debe estar obligada a contratar trabajadores locales si hay mejores postulantes en otros lugar. Sostiene que la antigüedad en una empresa no debería proteger a quienes no pueden hacer bien su trabajo, ya sea porque tiene titularidad o un generoso acuerdo colectivo negociado por un sindicato. Estas son propuestas incómodas para muchos. Pero también son cruciales para permitir que los individuos con talento tengan la oportunidad de desarrollar su potencial independientemente de las circunstancias en las que hayan nacido”.
Dos premisas subyacen a esta idea de meritocracia: la gente no es igual (en cuanto a sus aptitudes, no a sus derechos) y los papeles sociales se otorgan a los mejores candidatos para cada uno de ellos. Esta segunda parte es difícil de aprehender, porque es necesario definir qué significa ser el mejor, y eso depende del estado de ideas de la época.
Uno de los ámbitos donde la función de la meritocracia se ve con claridad es el laboral, y es una favorita en el paisaje empresario de la revolución tecnológica. Jim Whitehurst, ex CEO de Red Hat, argumentó en Wired que “el concepto de meritocracia ha cobrado un significado diferente desde el libro de Young: ahora se refiere a las organizaciones donde triunfan las mejores personas y las mejores ideas”.
Es una visión más pragmática que filosófica, pero tiene la virtud de ser un buen ejemplo: “En una meritocracia, todo el mundo tiene derecho a expresar sus opiniones y a todos se anima para que las compartan a menudo. Esas opiniones se escuchan, y luego se toman las decisiones en base a aquellas que se consideraron las mejores. Es importante comprender que una meritocracia no es una democracia. No hay una ‘toma de decisiones por consenso’, no todo el mundo tiene un voto. Esta es una distinción clave de la meritocracia: si bien todos tienen voz, a algunos se los escucha más que a otros”.
A diferencia de las estructuras históricas más rígidas de Europa, las de América, un continente con países que se independizaron desde el siglo XVIII, hicieron de la meritocracia parte estructural de su imaginario. En particular en los Estados Unidos —recordó Bloom—, con una cultura centrada en el individuo, “la importancia de la ética personal de trabajo por encima de la asistencia gubernamental” hizo de la meritocracia un cimiento.
Según una encuesta de 2017, los estadounidenses prefieren, por un margen de 23 puntos, “la libertad de perseguir los objetivos de la propia vida sin interferencia del estado", citó el Review. Una clave del asunto: de las 25 universidades mejor consideradas en el mundo, 13 están en los Estados Unidos.
De Confucio a la derrota de Hillary Clinton
Aunque hoy esa conversación parece centrada en Young, y en las citas posteriores de su obra —Allan Fox, en la revista académica Socialist Commentary, lo analizó aquel mismo 1956; dos años más tarde Hannah Arendt escribió: “La meritocracia contradice el principio de la igualdad"—, hay antecedentes como Confucio, según argumentaron los académicos Chang-Hee Kim y Yong-Beom Choi en el ensayo “¿Cómo se define la meritocracia hoy?”, de 2016.
“En particular, la meritocracia ha sido reconocida cada vez más como un sistema positivo de las sociedades occidentales, y la ideología se ha asociado estrechamente a las nociones de capitalismo y los valores igualitarios", escribieron. Sin embargo, otros investigadores presentaron evidencias de que “el concepto surgió primero en Asia, en China, y llegó a Occidente mediante los textos confucianos”. A medida que se extendía el imperio, China necesitó delegados gobernantes de confianza: estableció exámenes para el servicio público, que luego evolucionó hacia una jerarquía de nueve niveles.
Cuando los textos de Confucio llegaron a Europa, durante el Iluminismo, esta noción no podría haber sido mejor recibida por autores como Voltaire. Para Napoleón fue una herramienta de construcción de ejércitos; para John Stuart Mill, la diferencia del distinto peso político que correspondía a diferentes personas. A mediados del siglo XIX, cuando abrió universidades públicas, Australia incorporó la idea de la meritocracia; hacia finales, Emile Durkheim, al sentar las bases de la sociología, escribió sobre la necesidad de brindar “espacio abierto a todos los méritos”. También los estructuralistas y funcionalistas de las décadas de 1940 y 1950 aludieron a la cuestión.
En 1972 Daniel Bell, un sociólogo estadounidense, amigo de Young, le dio una vuelta más parecida a la que finalmente adquirió: sugirió que la meritocracia podría realmente ser un motor productivo para la nueva “economía del conocimiento”. Y hacia la década de 1980 —escribió Jo Littler, Profesora de City University, Londres—, con el ascenso del neoliberalismo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, “la palabra se usó de manera aprobatoria en una gama de think-tanks para describir su versión de un mundo con extrema diferencia de ingresos y alta movilidad social”.
En The Tyranny of Merit, Michael Sandel analizó cómo la insistencia en una “era del mérito”, de Barack Obama a Hillary Clinton, de Tony Blair a Gordon Brown, hizo que esos gobiernos perdieran el favor de las clases trabajadoras que quedaban fuera. El consenso liberal de las últimas décadas no logró impedir que la meritocracia mostrara fallas a los ojos de quienes no lograban ascender en la escalera social. En momentos de incertidumbre como las crisis financieras mundiales o la globalización, se ha cuestionado su eficacia como herramienta de ascenso social.
Thomas Edsall resumió en The New York Times que, cuando cobra aspectos de sistema de castas, la meritocracia causa la ira de aquellos que no tienen éxito y —como si eso no fuera suficiente— deben culparse a sí mismos por sus presuntas carencias. “Esa ira encontró un canal de expresión en 2016 cuando el éxito electoral de [Donald] Trump dependió muchísimo de los millones de blancos sin educación universitaria, enojados por lo que percibían como su desplazamiento a un estatus de segunda clase”.
La tensión entre meritocracia y democracia
En el verano boreal de 2006, The Political Quarterly publicó una edición especial para revisar el concepto de meritocracia en su cumpleaños 50. Uno de los textos citó una entrevista de 1994 en la que Young contó cómo, con el paso del tiempo, había terminado por aceptar la naturaleza mercurial de algunos términos centrales de su obra, como igualdad.
“Es una idea extremadamente difícil”, dijo. “Sé que la apoyo, pero no estoy del todo seguro de qué es lo que apoyo”.
En uno de los artículos, Peter Saunders argumentó que el Reino Unido era una sociedad meritocrática aunque, quizá, había que moderar el entusiasmo sobre qué significaba eso. “Si eres brillante y si te esfuerzas, probablemente tendrás éxito. Puede que no llegues a la cima, porque hay muchas otras personas brillantes y esforzadas que compiten contigo por las posiciones principales, y factores como una familia que te apoye o una buena educación le darán ventajas a algunas personas. La pura suerte también suele jugar un papel clave en el desarrollo de las carreras de las personas”.
Si bien la mayoría de los obstáculos que la gente de clase baja encontraba hasta la Segunda Guerra Mundial habían desaparecido —se amplió el acceso a la educación, las credenciales individuales se volvieron más importantes que los contactos en el mercado laboral y el crédito para iniciar un negocio resultó más accesible— “el accidente del nacimiento" jugaba un papel "en los resultados ocupacionales”.
Es cierto: antes de la década de 1950 en el Reino Unido sólo el 20% de la población iba a la escuela secundaria y apenas el 2% a la universidad. Sin embargo, aun hoy, cuando la enorme mayoría termina la educación media y la mitad accede a la superior, intervienen factores que no tienen que ver con el mérito. Los genes. La suerte. Crecer en un hogar con padres educados que tienen conversaciones estimulantes a la hora de la cena —por no hablar apenas de crecer 1) en un hogar; 2) con padres; 3) con buena alimentación— crea, definitivamente, un capital cultural, y a veces económico, que otros niños pueden no tener.
Peter Mandler, de la Universidad de Cambridge, analizó en La crisis de la meritocracia que estas son las consecuencias normales de la profunda tensión que siempre existió entre los conceptos de democracia y meritocracia, tan afines como nunca perfectamente armónicos.
“¿Les ha servido a los enfermeros, por ejemplo, la profesionalización?”, preguntó. Siguen siendo trabajadores, acaso más calificados, pero de ingresos escasos. Por otro lado, países como Suecia tienen mejores resultados en cuanto a limitar la desigualdad, no porque hayan expandido la educación (cosa que, no obstante, hicieron) sino porque han recurrido a la redistribución de la riqueza para hacer menos estridentes las diferencias de clase. Por último, los católicos consideran la meritocracia un sistema contrario a la palabra de Cristo.
“La democracia ofrecía una interpretación diferente de la ‘igualdad de oportunidades’, en tensión, y en ocasiones opuesta, a la interpretación que ofrecía la meritocracia", argumentó. "El ascenso de la democracia coincidió con una creciente comprensión de que la educación, si no se volvía más igualitaria, al menos durante la adolescencia, simplemente reproduciría las desigualdades sociales más que brindar ‘igualdad de oportunidades’”.
La razón por la cual la meritocracia es tan atractiva —conlleva la idea de avanzar en la vida más allá de donde uno nació, da lugar a la creatividad propia, brinda un sentido de equidad— es la misma por la cual, en el siglo XXI, no se puede pensar el concepto del mismo modo que en las décadas de 1960 o 1970. Basta con ver el ejemplo de Walter White —citó Littler al personaje de Breaking Bad—, un químico profesional que no sólo no ha logrado avanzar en su carrera, a pesar de su brillantez y sus esfuerzos, sino que ni siquiera puede pagar su tratamiento médico contra el cáncer.
¿Cómo se actualiza la meritocracia?
La historia etimológica de la palabra es muy breve —ni siquiera un siglo— pero la aceleración de la era en que fue creada hace que la meritocracia “haya cambiado, gradualmente y dramáticamente, su significado”, argumentó Littler. Y por las transformaciones de su era necesitaría reformularse, actualizarse, y volver a cumplir con el ideal de reemplazar factores estáticos como la riqueza (económica o simbólica) heredada por otros de realización más generalizable, más democráticos.
Peter Singer, profesor de bioética de Princeton, argumentó en el Times: “Tenemos que reconocer que la gente nace con distintos talentos. La gente talentosa puede trabajar duro para que sus capacidades rindan al máximo, pero sin las capacidades que nuestra sociedad recompensa nadie se alza a la cima, no importa hasta qué punto se esfuerce”. Influye, a la vez, una lotería biológica, geográfica, temporal, cultural, además de económica y social.
Por otra parte, dadas cuestiones como la revolución tecnológica, el sueño de la educación como motor de la movilidad social no se puede seguir planteando en términos de la enseñanza tradicional. Los estadounidenses que completaron la escuela secundaria siguen cayendo del mapa laboral: eran el 98% en 1965, pasaron al 68% en 2017. En un texto de 2013, Littler habló de un “sentimiento de meritocracia”, más que de un resultado real.
Sandel destacó que hoy ciertas formas de desigualdad se cuelen sin romper las reglas del juego del merecimiento. En Princeton y Yale, por ejemplo, que también eligen a los mejores dadas sus capacidades individuales, hay más estudiantes de familias del 1% superior de ingresos que de familias del 60% inferior de ingresos, que desde luego son muchas más.
Todos esos chicos rinden un examen estándar, que se supone que debe igualar las oportunidades. Sin embargo, destacó Daniel Markovits autor de La trampa de la meritocracia, la brecha en el puntaje que reciben los estudiantes ricos y los estudiantes pobres se ha ampliado entre el 40% y el 50% en los últimos 25 años. Eso revela que, si bien el sistema parece no impedir que las personas de origen humilde puedan ascender, sí limita su techo porque las posiciones en la cima no son infinitas y las de clases medias y altas pueden ayudar a que sus hijos, para obtenerlas, desarrollen sus méritos más que las demás.
Angsar Allen, filósofo de la Universidad de Sheffield, llegó a postular en 2011 que “las advertencias de Young ya no tienen efecto sobre nosotros, porque el sistema de méritos contra el cual nos alertó ha sido transformado”. Según Kim y Choi, la nueva concepción de la meritocracia tiene que incluir “elementos no meritocráticos como el origen familiar y las redes de contacto, como el acceso limitado al capital y los recursos sociales”.
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