Cuando Domingo Faustino Sarmiento tuvo los primeros resultados preliminares del censo en su mesa de trabajo, comprobó que el país contaba con 1.877.490 habitantes. Pero los dos datos que lo espantaron fue que de 413.465 chicos en edad para ir a la escuela solo lo hacían 82.671. Había más de 300 mil niños sin educación. Y se alarmó cuando vio que la densidad de población no alcanzaba a un habitante por cada dos kilómetros cuadrados. Apenas superábamos a Siberia y a Nueva Guinea.
Si bien a lo largo de la historia de nuestro país se desarrollaron censos, parciales y acotados, el origen del primero nacional había comenzado con una ley del Congreso, dictada el 27 de septiembre de 1862, que establecía levantar un censo general de población. Al mes siguiente Bartolomé Mitre asumió la presidencia pero no pudo ser implementado en los seis años de su gestión.
En 1810, Mariano Moreno intentó aplicar un censo en las provincias que componían el virreinato, pero se habría hecho solo muy parcialmente en Buenos Aires; la Asamblea del Año XIII insistió en la cuestión, pero sin suerte y recién Justo José de Urquiza lo dispuso, pero no fue sistematizado y muchos lugares no fueron relevados.
A censar
Cuando asumió la presidencia, Domingo Faustino Sarmiento tomó el toro por las astas. Nombró superintendente del censo a Diego de la Fuente y pusieron manos a la obra. Se dividió el país en cinco zonas: norte, sur, este, oeste y territorios nacionales. De esas grandes divisiones, se desprendían otras más acotadas para ser relevadas por 3045 censistas, definidos como “civiles ordinarios” y “agentes caracterizados y responsables, fáciles de inteligenciarse”, como señaló De la Fuente. Había además 700 comisionados del censo, controlados por una quincena de comisarios provinciales, que debían recoger y examinar las planillas. Según escribió el funcionario, solo tres agentes fueron reprendidos por no hacer su trabajo adecuadamente.
En un primer momento, se pensó dejar las planillas en cada casa, pero esa idea rápidamente se descartó.
El censo tuvo lugar entre el miércoles 15 y el viernes 17 de septiembre de 1869 y arrojó una totalidad de 897.780 varones y 843.572 mujeres. Además, sumaron a las tropas que estaban peleando en el Paraguay y los argentinos en el extranjero. Descartando a los inmigrantes, había una diferencia a favor de las mujeres de 49.351. Existía una marcada mayoría femenina en Corrientes, Santa Fe y Entre Ríos. Los extranjeros estaban concentrados en Buenos Aires, Entre Ríos y Santa Fe.
La pobreza alcanzaba al 75% de la población. Y había muchos longevos: 234 personas que pasaban los 100 años y anotaron 1172 africanos.
El mayor número de casados se encontraba en Jujuy; en total en todo el país había 383.119, mientras que se contabilizaron 88.902 viudos, con una marcada diferencia a favor de las mujeres, situación que encontraron lógica a causa de las guerras. Y 28.319 mujeres contestaron que vivían en “amancebamiento”.
Además, se determinó que 361 individuos se dedicaban a la prostitución, aunque se hizo la salvedad que ese número habría que multiplicarlo por diez.
Sin educación
De los censados, 360.683 sabía leer y 312.011 sabía escribir, aunque se calculó que no todos respondían la verdad, y que a esas cifras había que restarle un 30 por ciento. De los 413.465 niños entre 6 y 14 años que estaban en aptitud de ir a la escuela, solo lo hacían 82.671. Más de 300 mil no asistía al aula.
De los 300 mil ciudadanos aptos para votar, solo 50 mil leían y escribían y el resto no poseía ninguna instrucción. De la Fuente se quejaba que “la democracia, bien entendida, no la hacen sino los instruidos, los que pueden llamarse ciudadanos; el ignorante no entiende ni de una ni de otra cosa; el resorte maestro del voto, para el gobierno democrático, se desvirtúa, y es las más veces nulo, apariencia o falsificación”.
El censo también contempló contabilizar a “dementes, cretinos, estúpidos” y también a los sordo mudos y ciegos. Arrojó, además 2888 personas inválidas por las guerras civiles.
Había 458 médicos, que fueron superados por 1047 curanderos; 439 abogados y 1442 profesores. Entre 140 mil mujeres se repartían los oficios de costureras, lavanderas, tejedoras, planchadoras, cigarreras y amasadoras, entre otros. Con la llegada de los inmigrantes, se abriría un abanico más amplio de oficios, como el de relojero, sastre, tipógrafos, talabarteros y peluqueros. Buenos Aires concentraba la mayor cantidad de profesionales liberales y científicas.
Se levantaban 262.433 viviendas, una mayoría de madera, caña y paja, y las menos de azotea y teja. El promedio era de 692 personas cada 100 casas. Argentina albergaba a 180 ciudades, villas, pueblos y aldeas, y la densidad no alcanzaba a 1 habitante cada 2 kilómetros cuadrados.
El censo arrojó un costo de 189.794 pesos fuertes y fue publicado en 1872. Sus conclusiones finales se vieron demoradas por la epidemia de fiebre amarilla que había azotado al país a comienzos del año anterior.
Con los números en la mano, Sarmiento llamó a una reunión de gabinete. Allí pronunciaría la conocida frase de “señores ministros, ante los primeros datos del censo, voy a proclamar mi primera política de estado para un siglo: escuelas, escuelas, escuelas”.
Lo que vino también es historia conocida: al dejar el gobierno, en 1874, 100 mil chicos eran formalmente educados. También trajo el modelo de las escuelas normales para formar maestros -la primera fue inaugurada en 1869- y, para el espanto de algunos, contrató a maestras norteamericanas. De la veintena de escuelas que había cuando cayó Juan Manuel de Rosas en 1852, al finalizar su mandato ese número ascendió a 1120.
Estaba claro que, para Sarmiento, el censo no solo era útil para saber cuántos éramos, sino hacia dónde queríamos ir.
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