A sus 54 años de edad, el ex dictador nicaragüense Anastasio Somoza Debayle encontró la muerte en las calles de Asunción cuando un feroz ataque de un comando terrorista destruyó el automóvil Mercedes Benz blanco que lo transportaba en la capital del Paraguay, país en que estaba asilado. Dieciocho balazos perforaron al ex presidente de Nicaragua acabando con su vida de inmediato aquella mañana del 17 de septiembre de 1980.
Heredero de una dinastía política fundada por su padre, Anastasio “Tacho” Somoza García, “Tachito” era el tercer hombre de su familia que había dirigido Nicaragua. Su hermano Luis Somoza Debayle lo había hecho a la muerte de su padre, asesinado en 1956. Pero Luis, hasta entonces titular del Poder Legislativo, murió poco después dejando paso a “Tachito”. El primer Somoza había sido previsor: uno de sus hijos estaba al frente de la Asamblea Legislativa y el otro era el jefe de la Guardia Nacional.
Somoza había perdido el poder poco más de un año antes cuando la revolución encabezada por el líder del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) Daniel Ortega puso fin a la larga dictadura inaugurada por su padre en los años 30. En medio de un caos generalizado, huyó al exilio el 17 de julio de 1979 rumbo a Florida, Estados Unidos. Sin embargo, a pesar de haber exhibido impecables credenciales pro-norteamericanas durante toda su vida, la Administración Carter le negó posibilidad de residir en los Estados Unidos y buscó exiliarse en el Paraguay.
Las primeras informaciones que se conocieron después del atentado indicaron que el automóvil del depuesto dictador había quedado destruido cuando a las 10.20 de la mañana de aquel miércoles “terroristas no identificados” hicieron volar el vehículo cuando circulaba por la avenida España en el barrio “Manora” de la capital paraguaya con un proyectil de bazuca al tiempo que acribillaron a sus ocupantes con metralletas para luego huir. La policía paraguaya dio a conocer pocas horas más tarde que en el acto terrorista pudieron estar implicados “tres jóvenes argentinos” y que días antes Somoza había recibido amenazas de organizaciones subversivas y de grupos sandinistas. En el acto murieron, además de Somoza, su chofer, César Gallardo, y el colombiano Joseph Beittiner, un asesor financiero que había llegado el día anterior procedente de los Estados Unidos.
El “comando extremista” se había apostado en una casa abandonada, alquilada pocos días antes por “tres jóvenes, aparentemente argentinos”, según informaron fuentes policiales. De inmediato, el gobierno paraguayo ordenó el cierre de las fronteras con Argentina, Bolivia y Brasil y el aeropuerto para intentar que los asesinos huyeran del país.
Mientras tanto, el eterno ministro del Interior paraguayo Sabino Augusto Montanaro -lo fue durante más de treinta años- intentaba consolar a Dinorah Sampson, pareja de Somoza, con quien vivía después de su divorcio de la norteamericana Hope Portocarrero. Dos días más tarde, las autoridades paraguayas aseguraron que el atentado contra Somoza se había preparado desde Managua.
Por su parte, el guerrillero argentino Enrique Gorriarán Merlo, fundador del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), se atribuyó el comando de la célula terrorista que ejecutó a Somoza, mientras Tomás Borge, ministro del Interior del gobierno surgido de la revolución, afirmó que a Somoza “lo mataron todos”.
Pero la operación no solo tuvo un impacto significativo en el proceso político nicaragüense. También provocó un duro golpe a la propia dictadura del general Stroessner, generó una grieta en una sociedad sometida y derribó para siempre el mito de que el régimen era una fortaleza inexpugnable.
El periodista argentino Julián Mandriotti había reporteado a Somoza para la revista Gente pocas semanas antes de su asesinato. La entrevista fue realizada en su “magnífica residencia de las afueras de Asunción” y continuó en el yate “Capricho” de un empresario amigo, Ramón Martínez Blanco. Somoza ensayó su explicación sobre los hechos que habían conducido a su derrocamiento un año antes. Explicó que “los primeros brotes comunistas salieron de Cuba y entraron en Nicaragua bajo la forma de gente entrenada en asaltos, en terrorismo, en quema de establecimientos y en movilización de masa”.
Vestido con “guayabera celeste con su nombre bordado, pantalón beige, zapatos y medias negras”, un rolex de oro “President”, y un inusual brillante rodeado de oro, anillo que le regaló su padre en 1946, cuando egresó de la escuela militar de West Point, Somoza le dijo a Mandriotti: “Yo le advertí a los países amigos de Nicaragua de que Cuba tenía suficientes oficiales y sargentos dentro del movimiento como para apoderarse de Nicaragua”. También expresó que su deposición había sido consecuencia “de la lucha que la filosofía marxista está llevando a cabo para dominar el mundo”. Y acusó a la Administración Carter de haberlo “dejado caer” en la Organización de Estados Americanos: “Mire, si la OEA no hubiera dado el voto en contra, yo todavía estaría en Nicaragua. El asunto de Nicaragua comenzó cuando el gobierno norteamericano prohibió la exportación de armas a Nicaragua. Muy bien, logramos entonces conseguir armas de otras partes. Y cuando lo conseguimos, el gobierno norteamericano nos prohibió el financiamiento del Fondo Monetario, para que no tuviéramos dólares”.
Mandriotti recuerda que le preguntó si no tenía miedo de morir y que éste le respondió: “Yo ya estoy muerto”. Somoza explicó: “Un hombre como yo, que nació Presidente y con poder, cuando me tuve que ir de Nicaragua me mataron. Por eso esta es mi segunda muerte”.
En su obra La última muerte de Anastasio Somoza (2003) Mandriotti ensaya una hipótesis inquietante que sostiene que el crimen de Somoza no fue motivado en rigor por razones políticas. Mandriotti explica que otras circunstancias concurrieron a terminar con la vida del ex dictador. La vida licenciosa de Somoza lo había convertido muchas veces en el objetivo de celosos maridos. Esta vez, el objeto del deseo habría sido una ex Miss Paraguay, María Angela Martínez, entonces pareja de Humberto Domínguez Dibb, el editor de Hoy, propietario del Club de Fútbol Olimpia y ex yerno de Stroessner, con quien Somoza habría mantenido un romance desde su llegada a Asunción.
Mandriotti sostiene que el verdadero autor del magnicidio no fue Gorriarán Merlo -quien según él no había estado en Paraguay- sino un agente de la Dirección de Investigaciones Nacional (DINA) de Chile, Rafael Mella Latorre, por encargo del engañado Domínguez Dibb.
La conducta de Somoza en tierra paraguaya fue analizada también por otros autores. Bernard Diederich escribió en su obra Somoza and the Legacy of U.S. Involvement in Central America (1981) que durante los meses en que permaneció en Paraguay, Somoza “escandalizó” a su anfitrión, el general Stroessner. Su comportamiento “extravagante” proveyó más chismes a la sociedad de Asunción que los acumulados durante los 26 años que Stroessner llevaba en el poder. Fuentes paraguayas recuerdan el maltrato de Somoza a sus guardaespaldas, a quienes prácticamente les negaba los alimentos más indispensables.
Un firme anticomunismo hermanaba a Stroessner y Somoza, pero diferentes estilos personales resultaban imposibles de ocultar y la presencia del nicaraguense comenzaba a resultar incómoda para su anfitrión. Por otro lado, Somoza no había invertido su inmensa fortuna en el país, que se estimaba en cientos de millones de dólares, como esperaba el régimen paraguayo.
Lo cierto es que el asesinato de Somoza cerró para siempre una etapa de la tumultosa vida de su país y fue uno de los hitos de la larga y compleja crisis nicaraguense que se desató en el final de los años setenta y que se extendería hasta principios de los noventa.
Nicaragua había caído en manos del socialismo, amenazaba en convertirse en una segunda Cuba y la posibilidad de que el comunismo se expandiera por toda América Central inquietaba a Washington.
Nicaragua podía parecer un asunto menor en el tablero global de la Casa Blanca, que en el tramo final de Carter estaba atravesado por la crisis iraní, el expansionismo soviético y la recesión económica, pero el posible contagio del socialismo a El Salvador era una fuente de preocupación creciente. Robert Kagan reflexionó en su obra A Twilight Struggle: American Power and Nicaragua, 1977-1990 (1996) que el triunfo del FSLN en la revolución nicaragüense había permitido a los republicanos a presentar a Carter como “débil” ante el comunismo y recordó que el Departamento de Estado envió al subsecretario James Cheek -quien entre 1993 y 1996 sería embajador en Argentina- a Managua para advertir a los sandinistas que Washington no permitiría que proveyeran armamentos al FMLN (Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional).
Pocas semanas después de su asesinato, los restos de Somoza fueron trasladados desde Paraguay a los Estados Unidos para su sepultura. Su entierro en el Woodlawn Cemetry de Miami congregó a exiliados nicaragüenses y cubanos que gritaban “Down with Carter”, a quien acusaban de haber “traicionado a Nicaragua”. También asistió el congresista John M. Murphy (D-New York), amigo de toda la vida de Somoza. Un grupo de exiliados cubanos de la Brigada 2506 de Bahía de Cochinos se formaron en una Guardia de Honor que acompañó al cortejo fúnebre a lo largo de la legendaria Calle Ocho en Little Havana, donde decenas de individuos salieron a la puerta de sus locales para decir “Adiós Tacho”. Un mes tarde, Ronald Reagan vencía a Jimmy Carter y se convertía en el nuevo presidente de los Estados Unidos.
El autor es especialista en relaciones internacionales. Sirvió como embajador argentino en Israel y Costa Rica.