En ese momento hasta lo hicieron parecer como un acto civilizado, un movimiento institucional para detener la violencia. Las leyes venían a poner fin a los disturbios, a las medidas de hecho que varios grupos (estatales y paraestatales) llevaban a cabo contra la población judía y contra aquellos que se habían casado con judíos.
La ocasión en que las leyes fueron dadas a conocer y promulgadas no fue casual. Utilizaron el gran congreso nazi anual para hacerlo. El 15 de septiembre de 1935 se dictaron las normas que luego serían conocidas como las Leyes de Nuremberg.
Eran leyes sencillas, con pocos artículos y redactados sin demasiadas vueltas, sin subterfugios jurídicos. Parecían escritas para que cualquiera las pudiera entender: algo poco frecuente en las leyes. Pero esa sencillez no impidió que fueron los instrumentos jurídicos más antisemitas y racistas de la historia. Entre las dos sumaban sólo diez artículos (nada más que ocho si sacamos los de forma).
En el escaso articulado se esconde otra trampa. Las leyes dejaban abiertos los detalles de las restricciones a reglamentaciones posteriores. Eso permitió que las prohibiciones, cercenamiento de derechos, arbitrariedades y hasta la definición de quiénes eran los sujetos a los que se refería, se fueran multiplicando con el tiempo con una lógica que sólo lograba aumentar la abyección con cada nueva norma y su posterior aplicación.
La primera se llamó Ley de Ciudadanía del Reich. En ella se definía quiénes eran los ciudadanos alemanes. Establecía que “la ciudadanía del Reich se limitará sólo a los connacionales de sangre alemana o afín que hayan dado debida prueba a través de sus acciones, de su voluntad y disposición de servir al pueblo y al Reich alemán con lealtad”. Luego disponía que sólo los ciudadanos del Reich gozaban de completos derechos políticos.
A la segunda ley dada a conocer ese 15 de septiembre se la llamó Ley para la Protección del Honor y la Sangre Alemanas (muchas veces no es necesario adentrarse en los instrumentos jurídicos de los estados totalitarios para conocer su ridiculez y aberración: sólo con la denominación basta). Lo que hacía era tipificar prohibiciones. Los judíos no podían casarse con alemanes, ni tampoco tener relaciones extramatrimoniales con ellos. Tampoco podían emplear en sus casas a alemanes menores de 45 años ni izar la bandera nacional. Quien infringiera esas prohibiciones sería castigado con largas penas de prisión.
El principio, también explicitado en la ley, era que “la pureza de la sangre alemana constituye la condición imprescindible para la continuación del pueblo alemán”. La ley se sancionaba “con la voluntad indeclinable de asegurar el futuro de la nación alemana por todos los tiempos”.
Después hubo que definir desde el punto de vista jurídico qué era “un alemán” y qué era “un judío”. Eso ocurrió un par de meses después cuando recrudecieron las discusiones sobre quienes estaban incluidos en las prohibiciones de las Leyes de Nuremberg.
Para eso con una nueva normativa se establecieron varias categorías. El criterio no fue cultural, ni religioso, ni geográfico. Fue sanguíneo. Eran judíos los que tenían tres o cuatro abuelos de ese origen.
Para la ley los alemanes eran los que tenían tres o más de sus abuelos que también lo eran. Ellos no tenían restricción alguna, gozaban de las más amplias libertades civiles y políticas. Eran los considerados ciudadanos de primera categoría. Sus únicas limitaciones eran las de contacto con gente de raza judía.
Luego, en este sistema que se parecía al de castas, venían los Mixtos de Segundo Grado. Estos eran los que tenían un abuelo judío. Podían casarse con alemanes y sus hijos serían considerados como tales.
Los Mixtos de Primer Grado estaban mucho más cercenados. Para casarse con un alemán requerían autorización que muy rara vez era concedida. A las personas de estas tres categorías les estaba totalmente vedado el casamiento o mantener contacto sexual con judíos.
Estos (los que tenían al menos tres de sus abuelos judíos) ni siquiera eran considerados ciudadanos alemanes.
Las leyes fueron redactadas por Wilhelm Frick, Ministro del Interior nazi durante una década, y por Julius Streicher, editor de Der Stürmer, el principal diario nazi. Siguieron los postulados que Adolf Hitler había dado a conocer ya en su libro Mi Lucha.
Frick y Streicher fueron ejecutados en la horca tras la guerra pese a que ambos se habían alejado del poder bastante antes del fin de esta (Streicher en 1940 cayó en desgracia). El daño ya estaba hecho. Como en una maniobra caprichosa del destino, la condena los encontró en el mismo lugar en el que sus leyes fueron aprobadas por unanimidad. Nuremberg marcó sus destinos.
Antes de que el verdugo llevara a cabo su tarea Streicher dijo: “¡Heil Hitler! Los bolcheviques le harán esto a ustedes dentro de un tiempo (a sus carceleros). Adele, mi querida esposa”. Wilhem Frick fue más escueto y ni siquiera recordó a algún ser querido: “Larga vida a Alemania”.
Streicher desde Der Stürmer había difundido los más lacerantes preceptos antisemitas sin el menor matiz. Fue instalando a fuerza de repetición que “los judíos eran una lacra”. Esa prédica se encarnó en una sociedad predispuesta para el odio a las minorías.
Algunos historiadores afirman que el gran congreso nazi de 1935 sería cerrado con un esperado discurso de Hitler que trataría sobre política exterior. El Führer hablaría de Ia Italia Fascista y de la Sociedad de las Naciones. Pero a último momento lo convencieron de la inconveniencia de referirse a esos temas. Fue entonces que con muy poco tiempo restante, Hitler retomó el tema de la legislación antisemita que los exponentes más duros de su partido le venían sugiriendo desde hacía unos meses. Alguno opinó que era una buena medida para frenar los disturbios callejeros que provocaban los que atacaban a las minorías, que en algún momento podían derivar en anarquía o en conflictos internos entre miembros del partido.
Hitler ordenó a Frick y a Streicher que redactaran la Ley de Protección de Sangre y Honor. Cuando se la entregaron al día siguiente, a menos de 15 horas del discurso de cierre de Hitler, a éste le pareció poco y les ordenó que redactaron una ley de ciudadanía. En realidad una norma que privara de ella a los judíos y que de ciudadanos pasaran a ser vasallos.
El primer borrador de esa ley fue redactada en el reverso de un menú de restaurante. A Hitler se la presentaron en medio de la madrugada. La aprobó cerca de las 4 de la mañana y unas pocas horas después la dio a conocer en el gran acto de cierre ante una multitud.
Estas leyes, sus reglamentaciones posteriores y en especial las que brindaban criterios taxativos para definir a que categoría pertenecía cada persona produjeron situaciones ridículas y contradictorias, además de un estado de injusticia crónica. Hubo, por ejemplo, sacerdotes católicos que perdieron todos sus derechos porque sus abuelos habían sido judíos, sin importar que los que se habían convertido ni siquiera habían sido ellos sino sus padres. En esa situación hubo miles de alemanes que sus padres, una generación anterior a ellos, se habían convertido a otra religión. Tampoco tuvieron demasiados defensores en ese súbito cambio de status los ya envejecidos veteranos de la Primera Guerra Mundial de origen judío. En un pestañeó pasaron de ser héroes nacionales a personas sin derechos políticos ni sociales, y sin posibilidad de ejercer su profesión ni oficio. En poco tiempo también serían saqueados, perseguidos y asesinados -ellos y sus familias- en los campos de concentración.
Naturalmente, el antisemitismo estaba instalado en la sociedad desde antes del dictado de las leyes. Recrudeció de manera dramática con el ascenso de Hitler al poder en 1933. Hubo campañas de boicot a los ciudadanos judíos y sus comercios motorizados por distintos grupos civiles radicalizados. Estos boicots, al principio, no tuvieron demasiada adhesión popular. Se encontraban con la indiferencia de la sociedad pero no con su rechazo.
Primero se le prohibió ejercer la abogacía a los que no eran arios; luego se fue extendiendo al resto de las profesiones. Se dieron de baja de todas las bibliotecas públicas los libros de autores judíos pero la decisión fue más lejos. Olvidarlos en algún depósito no tendría ni la espectacularidad ni la eficacia del efecto buscado: borrar todos los rastros de una cultura y al mismo tiempo aleccionar y esparcir el odio. Fue por eso que en 1934 se organizó una inmensa hoguera pública en la que el fuego devoró esos textos. Los médicos judíos debieron dejar de tratar pacientes que según la legislación eran alemanes.
Después fue el turno del comercio. Los comerciantes judíos no podían entrar en los mercados, ni promocionar sus productos en los diarios ni participar en ningún contrato estatal. Que les clausuraron los negocios hasta pareció una consecuencia lógica. Cada una de estas acciones estaba acompañada con actos discriminatorios cotidianos y acciones violentas contra los que no eran arios en cualquier lugar y en cualquier circunstancia.
En ese ambiente fueron promulgadas las Leyes de Nuremberg. A ellas siguieron muchas otras normas que siguieron cercenando derechos por cuestiones raciales.
Para los nazis, en especial para sus jerarcas, que se produjeran relaciones sexuales entre alemanes y judíos era monstruoso. Creían en eso; estaban convencidos de eso. Por eso no reprimían los actos por mano propia que los diversos grupos ejecutaban contra la minoría judía. Hasta les parecía que había justicia en ese accionar. Las parejas mixtas eran apaleadas a la luz del día, sus casas destrozadas. Los primeros campos de concentración cuando todavía faltaba casi un lustro para la guerra además de disidentes políticos, delincuentes comunes y gitanos (una minoría atacada con ferocidad, pionera en convertirse en víctima del nazismo) se empezaron a poblar de “corruptores de la raza”; un eufemismo para nombrar a los que se animaban a integrar un matrimonio con alguien de raza judía.
Las Leyes de Nuremberg, en parte, quisieron presentarse como un vehículo que iba a terminar con la acción de esos grupos de choque que atacaban a la gente. Las leyes establecían prohibiciones taxativas y sus correspondientes castigos a quienes las desoyeran. Los matrimonios con judíos pasaban a ser ilegales. Y que los judíos ya no eran ni siquiera ciudadanos de segunda lo declaraban esas leyes que les negaban la ciudadanía y le prohibían las actitudes civiles y profesionales más básicas.
Un detalle: los culpables, los acusados y condenados, siempre eran los hombres. A las mujeres no les quedaba siquiera la posibilidad de ser responsables penalmente.
Esas leyes castigaban con dureza la “profanación racial”. No se podían mezclar los alemanes con lo que ellos definían como inferiores, colectivo que no sólo incluía a los judíos. Ahí también estaban los negros, los gitanos, los discapacitados, los homosexuales y los que tuvieran enfermedades hereditarias. Todos ellos eran graves amenazas para la pureza aria.
Después de las leyes de Nuremberg, con el apoyo cada vez más creciente y acrítico hacia Hitler, los alemanes se iban convirtiendo en nazis, una mutación que ha sido largamente estudiada en la historia. Los ciudadanos comunes, en su gran mayoría, hicieron suya la prédica racial y antisemita. Muchos, además, vieron que la situación podía aparejarles beneficios. Algunos se quedaban con los trabajos que habían tenido los perseguidos, otros compraban sus propiedades a valor vil o simplemente se las quedaban sin tener que pagar nada, muchos se encargaban de los negocios destrozados, o sacaban ventaja de la situación de necesidad de los excluidos.
La acción de la propaganda oficial y de la prensa también hizo su trabajo para conseguir que el antisemitismo, la delirante idea de la superioridad racial se impusiera.
Las Leyes de Nuremberg fueron el primer paso oficial -el primer acto de estado- de un camino atroz que culminaría en la Solución Final.
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