Antes de la una de la tarde, con el ímpetu y la bullanga de los dieciséis años, salíamos en tropel de la Escuela Normal Mixta de San Fernando hacia la estación Virreyes, previa parada en un bar donde comprábamos -ritual- la bolsita de maníes mientras esperábamos el tren...
Pero un día, antes de llegar al bar manisero, tres agentes de policía cortaron la calle y nos hicieron un gesto inequívoco de silencio: “shhh”.
Nos paralizamos.
A los cinco minutos llegó un auto negro, común, y de él, bajó un hombre no menos común: traje de calle, corbata, y dos pistolas .45 en las manos...
El bar era muy largo y angosto.
Como pudimos, atisbamos.
Hubo pocas palabras:
-Lacho, entregate.
El tal Lacho simulaba leer el diario donde escondía su arma.
Hizo un mínimo movimiento, y el recién llegado lo dejó seco de un tiro y se fue con la misma serenidad con la que había llegado...
Era la primera vez que veíamos matar.
Más tarde supimos que el caído era el temible pistolero Lacho Pardo, un gángster a lo Chicago años treinta.
Empezaba la leyenda...
El comisario era Evaristo Meneses, pero sus colegas lo llamaban Don Evaristo.
Vestido de civil, peinado a la gomina, y una cara como tallada a hachazos, jamás hacía alarde de valentía o guapeza. Eso nació de sus compañeros: “Sabía tirar con las dos manos, y una noche, ante una ola de asaltos a taxis -veintitrés en un día-, un colega le sugirió hacer una redada”.
Prendió su cigarrillo, lo unió a su boquilla, se puso el sombrero y preguntó
-¿Dónde es la cosa?
-Por Balvanera -le dijeron.
-Nada de redada, los chorros huelen a los polis con nariz fina. Voy solo.
En menos de un mes no quedó un solo asaltante..., y callado, como siempre, volvió a su modesta oficina.
Tardó en ser comisario: lo envolvieron la envidia y las zancadillas...
Aclaremos...
Meneses no conoció otros extremos del Mal: motochorros, asesinos porque sí -el fatídico matar por matar- aun después de lograr el botín, asaltantes que apenas cumplieron doce años, arranca portones, ladrones de cuanto sea bronce (casas particulares y placas de homenaje), cajeros automáticos... y sigue la lista, y tampoco a los vándalos y criminales de la calaña de la banda de forzudos que en enero de este año masacraron al joven Fernando Báez Sosa.
Es decir, el flagelo nuestro de cada día...
El mítico comisario nació en Cuatreros, pueblo bonaerense apenas conocido, fue agente de a caballo, y actuó en la capital contra los más pesados: el hampa -palabra de origen francés-. Su oficio y objetivo era el robo a gran escala. Si había que matar, se liquidaban entre ellos, o cuando la cárcel era inevitable...
Uno de sus tótems -tal vez el mayor- fue Luis “el Gordo” Valor, jefe de una banda tentacular que en diez años se alzó con más de cincuenta bancos y otros tantos camiones blindados: los piratas del asfalto, sin contar que escapó del penal de Villa Devoto, con cinco compinches, dos sábanas anudadas, y a tiro limpio...
Pero sobre ese episodio siempre hubo dudas (eran pocas sábanas y muchos cómplices desde adentro).
Teníamos códigos: “Cinco blindados por mes hasta que bajen las aguas, no matar, no secuestrar, no afanarle a un pobre”.
Otra fiera, Oscar (la Garza) Sosa, salía a robar fusil en mano... hasta que se retiró y fundó una escuela de fútbol antes de que otro lo madrugara con el gatillo...
Y no faltó una mujer: la correntina Margarita Di Tullio, alias Pepita la Pistolera, que operaba en Mar del Plata...
Pero el macabro récord de asesinatos (¡ochenta!) lo ostentó como una medalla Miguel (el Loco) Prieto, pistolero y asesino que murió –extraño caso - quemado en su celda de Devoto, y según los sepultureros, pasada la medianoche, su mujer se suicidó sobre la tierra removida que cubría el ataúd...
El Loco partió de este mundo a los treinta y siete años..., y empezó a matar a los once.
Sin embargo, el caso más asombroso es el de Carlos Frattini, el hombre de las mil llaves, sobre quien hizo una excelente nota Jorge Fernández Díaz.
Tiempo después, aceptó que yo lo entrevistara. Rondaba el medio siglo, “y pasé más tiempo adentro que afuera, es cierto, pero en libertad viví como un rey...”
Frattini era un escruchante: un violador de casas. Pero su sistema estaba entre el delito y la comedia.
“Tenía un enorme aro de acero con cientos de llaves de todo tipo. Iba todos los días a las carreras, y desde allí vigilaba los edificios de departamentos más lujosos. Si las ventanas estaban cerradas muchos días, señal de familia en vacaciones, y allá iba. Entraba al lugar y me llevaba lo mejor. Pero eso sí: nunca ¡nunca! levanté cosas de valor sentimental. ¡Dios me guarde!”
“La plata la gastaba en pilchas; camisas de voile, trajes ingleses, anillos. ¡Un duque! Yo, este desgraciado a quien su viejo echó a patadas del conventillo a los once años...”
Estas historias debieron ser contadas con el lenguaje de los diarios de aquellos tiempos: “malvivientes”, “gente de mal vivir”, “despreciables elementos de hampa”, “carne de cañón”, etcétera.
Pero prefiero volver a Meneses, héroe sin corona, ya retirado, a la modesta casa familiar con sus nueve hermanos comiendo de sus pocos ahorros bien ganados, y un revólver en la misma mesa, “por las dudas”.
Así llegó a su fin, a los 88 años, tal vez olvidado. Pero su solo nombre aviva las brasas del coraje, la leyenda, casi el mito.
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