Sin pizarrones, ni tizas, ni timbres -que desde marzo no suenan- y con la tristeza que llevan a cuestas porque extrañan las aulas y a sus alumnos, esos que comenzaron el año con muchas ganas de aprender. Pese a la pandemia, Mariana Segurado, Susana Amaya y Miriam Duré, maestras de vocación, buscaron la manera para enseñar y estar cerca de las y los estudiantes y, sobre todo, de trasmitirles mucho más que lo que dicen los libros.
Del aula a la radio: Mariana Segurado, la maestra del barrio toba
Desde hace más de 10 años, Mariana es docente de primaria en la Escuela Bilingüe Nº 1.344 Taigoye y en la 1.333 Nueva Esperanza, dos escuelas interculturales bilingües ubicadas en el norte de Rosario. Allí, desde la década de 1980, hay un asentamiento toba que desde hace tiempo pelea contra el dengue y la falta agua potable.
“Con la llegada de la cuarentena comenzamos a buscar alternativas: empezamos armando cuadernillos y haciendo fotocopias para los chicos, que en ese momento llegaban a la escuela para retirar los bolsones de comida que se les entregaban, porque el comedor ya no funcionaba. A fines de marzo, cuando se cierra todo, nos quedamos sin la posibilidad de hacer fotocopias, y no todos los maestros teníamos una impresora en casa. En mi caso sí, pero como doy clases en dos grados, me era imposible imprimir todo el material para 70 niños", le cuenta a Infobae sobre las dificultades de la modalidad de educación a distancia que debieron afrontar.
"En ese momento —sigue—, el Ministerio sugería empezar a trabajar con WhatsApp, nos mandaban campus educativos, pero nuestra realidad era totalmente diferente a lo que se planeó desde la cartera, porque estamos en medio de un asentamiento que tiene características particulares: algunos papás no leen ni escriben, otros no hablan castellano, porque son de una comunidad aborigen que están asentados desde mediados de los años ’80. Y obviamente tampoco hay teléfonos modernos con tanta tecnología como para descargar un archivo adjunto ni hay conectividad. Todo eso que faltaba hacía que no pudiéramos tener contacto con los chicos”, lamenta la maestra y asevera que no tardó en recordar el único medio que sí llegaba a todos: la radio.
La solución, que ayuda a los más 400 alumnos de la escuela Taigoye, fue la radio comunitaria FM Qadhuoqte, en el 94.5 del dial.
En el norte de Rosario hay dos comunidades tobas y dos escuelas interculturales a la que asisten cerca de 2 mil chicos. En la primera cursan adolescentes hasta los 14 años. Son pocos los que siguen sus estudios secundarios y muchos menos quienes llegan a una carrera universitaria.
El programa Contenidos (con la doble interpretación de la palabra), cuenta la maestra, “tiene que ver con la identidad de nuestra escuela, que es intercultural bilingüe”. A la tarea de enseñar se sumó la información sobre la nueva pandemia, el decreto de la cuarentena, los protocolos sanitarios y las medidas exigidas, que en algunos casos fueron difíciles de llevar a cabo.
“La llegada de la pandemia fue una locura, porque ya había dengue y se sumó el coronavirus, que exige medidas sanitarias como, simplemente, tener las manos limpias. Pero en este caso se está hablando de chicos y padres que todo el tiempo tienen las manos sucias y percudidas por el cirujeo. Estamos hablando de medidas de higiene muchas veces escasas o nulas, donde la red de agua no pasa de manera organizada ni segura y muchas veces se enganchan para acceder a ella. Entonces se rompen los caños y el agua llega hasta la cuneta, donde se mezcla con esos desechos”, explica sobre las dificultades de atender las medidas sanitarias que hay en la comunidad, donde también conviven wichís.
Muy lejos de ellos estuvo la posibilidad de acceder al alcohol en gel o al 70%, sobre todo en las primeras semanas de la cuarentena, cuando cada botella de litro superaba los $400. “Nos arreglamos con jabón, aprendimos a confeccionar tapabocas y debimos lidiar con quienes descreen del virus y andan sin barbijo y también hablar con quienes le temen al punto de haber vuelto sus casas herméticas y no quieren salir por nada”, agrega.
Para Mariana, dar clases en dos escuelas comunitarias significa concretar su mayor deseo de sentirse útil desde la educación y asume que ella es quien más aprende cada día. “Trabajar aquí me modificó internamente porque aprendí la generosidad, el compartir... Yo he visto a chicos partir el único lápiz que tenían para dárselo al compañero o guardarse en el bolsillo una fruta o un pedacito de torta que se le dio para llevarla y compartirla en la casa. Tienen ese sentimiento de unidad y el deseo de defenderse en la comunidad. En estos niños no ven la maldad ni la violencia a la que estamos acostumbrados a percibir en nuestra sociedad, aquí no hay casos graves de indisciplina ni hay bullying, eso no existe porque es una cultura totalmente diferente”, asegura.
Además, sobre sus propios aprendizajes añade que “me considero una compañera de vida de ellos más que su maestra. Y desde ese compañerismo yo re descubro cosas constantemente, ellos me las muestran con una mirada diferente. Como el color de los árboles, por qué se llaman así o por qué las hojas tienen esas formas o cómo saber si cambiará el clima por la manera en que sopla el viento... Son cosas que me han enseñando de su cultura”.
Susana Amaya, la maestra que escribió cartas a todos sus alumnos y las repartió en bicicleta
Cuando llegó el 25 de mayo, en Córdoba se permitió salir a caminar. De alguna manera, la pandemia y la cuarentena dieron la posibilidad de salir de casa y volverse a ver desde lejos con los seres queridos. Los abrazos se trocaron por pequeños golpes de codos.
Susana, que extrañaba mucho a su cuarto grado, decidió montarse en su bicicleta y enmarcada en un sorprendente rectángulo de goma eva que decía “Llegó el correo. Feliz día, Patria” fue a la casa de cada uno de sus 25 alumnos con cartas personalizadas y un diploma que los reconocía como “campeones” por aguantar lo que el decreto presidencial les pedía.
“Ese 25 de mayo, se conmemora nuestro primer gobierno patrio y no podía dejar de recordárselos a los chicos. Tomé la bicicleta de mi hija, porque me habían robado la mía. Me puse barbijo, guantes y alcohol en gel en el bolsillo y salí a repartir las cartas”, le contó Susana a Infobae sobre la experiencia que compartió con sus estudiantes del Instituto San José Obrero, de Villa El Libertador, en Córdoba.
Lo que más le gustó fueron las reacciones de sus alumnos y sus familias al recibir una carta que tenía como estampilla la foto de cada destinatario, su nombre completo y dirección. “Los chicos nunca antes habían recibido una carta, ellos son de la era digital y jamás habían visto una carta manuscrita así que la sorpresa fue doble: ver a su seño en bici, con la bandera argentina y entregándoles una carta. Decidí hacerlo porque pensé que les haría muy bien leerlas y que también sería grato para las familias saber que como maestra no estaba únicamente detrás de una pantalla”, relata emocionada.
Susana es maestra desde hace 17 años. Para ella, enseñar y educar va más allá de las aulas y los libros. “Esta es una manera de crear puentes, conexiones y vínculos con los niños y sus familias. Esto que hice fue hecho con mucho amor porque verdaderamente los extraño mucho y hasta ese día no los había visto”, remarca la maestra.
Después de estar casi todo el 25 de mayo sobre su bicicleta, cuando quedaban apenas dos cartas por entregar, un percance se hizo presente, pero justamente ella no iba a dejar la tarea incompleta.
“Cuando me quedaban por entregar las dos cartas de los chicos que viven más lejos, uno en cada punta, pinché una rueda. ¡Casi me muero! Seguí a pie y me cruzó un papá que me dijo ‘¿Todavía caminando, seño?’ y le conté lo que pasó. Me terminó ayudando y pude llevar todas las cartas. No hubiera podido cerrar ese día si no las entregaba, porque en el chat de los padres ya hablaban ‘del gesto de la seño...' Así fuera caminando, hubiera ido de todas maneras”, asegura la ocurrente maestra.
Susana, acostumbrada a preparar siempre algo para sus alumnos, dice que este día del maestro fue muy diferente. “Triste, porque es cuando los chicos más se entusiasman con venir a la escuela y hacer una fiestita... No pierdo las esperanzas de que vuelvan esos días felices y volver a abrazarnos”, desea.
La maestra, que durante todo un día emocionó a su barrio, asegura que durante estos meses muchos los docentes afrontaron grandes desafíos tanto desde lo educativo como lo tecnológico. Refiriéndose a quienes conoce, cuenta que “había maestras que no tenían correo electrónico y han tenido que aggiornarse a todo esto".
Además, agrega que "los alumnos manejan muy bien toda la tecnología, muchas veces mejor que sus propias maestras. No estábamos acostumbradas a lo virtual, pero esto impone muchos desafíos y debemos usar todos los recursos. Los chicos lo merecen”, finaliza.
Miriam Duré cruza el Río Parána en bote para llevar las tareas y bolsones de comida
Cuando la provincia envía los cuadernillos para continuar con las clases, Miriam Duré se sube a su bote y cruza la laguna El Embudo hasta el parador isleño del Club Regatas. Desafiará al Paraná hasta la orilla del club Malvinas Argentinas, donde desemboca el arroyo Ludueña. De allí manejará por el Puente Rosario-Victoria hasta llegar al centro de la ciudad entrerriana.
Así lo hace desde que se dictó la cuarentena. Lo repite cada 15 días o una vez por semana. El tiempo depende de la llegada de los cuadernillos y los bolsones de alimentos, pero también del tiempo disponible de las familias que los deben recibir.
“Estoy a disposición de ellos”, resume a Infobae la maestra y directora de la escuela Nº 45 Martín Jacobo Thompson, ubicada en la Isla de la Invernada, al frente de las costas de Rosario. Vive en la isla y sale a buscar la mercadería para repartirla. Se siente responsable de sus alumnos y de las familias, que dependen muchas veces de aquello que ella les pueda llevar.
“La escuela tiene 28 alumnos y trabajamos tres docentes y la cocinera, que en este momento no está en funciones. A cada chico se le entregan dos módulos de alimentos: uno para el desayuno y otro para el almuerzo. Les dura un mes, por lo que es bastante mercadería. Por eso viajo bastante cargada en la camioneta o en la canoa con la que cruzo el río... Apenas nos queda espacio para sentarnos”, detalla sobre la admirable tarea que se puso sobre los hombros.
“Desde hace bastante el río está bajo, entonces citamos a la gente del otro lado de la isla para que el que pueda vaya a retirar la mercadería Pero yo estoy disponible las 24 horas del día para ellos. No le puedo decir a un papá o una mamá ‘venga tal día a tal hora’, porque la realidad de todos es distinta. Entonces yo me adecuo. Son distintas realidades y las comprendo”, cuenta Miriam y agrega que entre esas realidades están las consecuencias del feroz incendio que azotó en junio a la isla.
Cuando ello sucedió, dos familias de la escuela tuvieron las llamas cerca y casi lo pierden todo. “En esos días yo ponía el despertador cada hora para subir al techo y ver por dónde estaban las llamas, que de noche se veían y eran impresionantes. Con mi marido nos turnábamos para hacer guardia”, recuerda apenada.
Como consecuencia de ese incendio, hoy en la isla padecen de una invasión de ratas que salieron de entre las llamas para salvar sus vidas. Muchas están en la zona de bosques, pero algunas están cerca de graneros y algunas casas.
Para ellos, en la isla, los protocolos sanitarios no son nuevos. “Estamos acostumbrados higienizarnos las manos constantemente y a cambiarnos el calzado para entrar a la escuela o en nuestras casas porque aquí hubo mucho casos de Hantavirus en 2011 y lo tenemos incorporado como hábitos”, asegura.
Miriam cuenta que el viernes anterior a la cuarentena, en la escuela habían quedados sillas sin acomodar y algunos libros fuera de lugar. Pensaban llegar más temprano el lunes siguiente para acondicionar las aulas, pero no hubo más clases. “Cuando pasaron los primeros 15 días de la cuarentena y se extendió, hablé con los padres para que fueran a buscar las cosas de sus hijos a la escuela. En esa reunión pensábamos que para agosto las cosas estarían mejor”, admite apenada.
Luego de entregarles a los padres las zapatillas de sus hijos y demás pertenencias, Miriam y las demás maestras cerraron la escuela. Así permaneció por un mes, hasta que la directora volvió a chequear que todo esté bien.
“Cuando puedo voy para ver que esté todo en orden, reviso todo... La primera vez que fui sentí una angustia tremenda, porque ese lugar siempre está lleno de risas y alegría, y estaba en silencio. A mis alumnos los conozco de bebés, en algunos casos fui maestra de sus madres, las vi crecer y luego embarazarse y los vi nacer a ellos, por eso somos una gran familia”, dice.
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