El escalofriante testimonio del joven que la dictadura chilena “entrenó” con torturas, atándolo a cadáveres y con lavados de cerebro

Jorge Lübbert es hoy un reconocido camarógrafo de guerra que cubre conflictos en todo el planeta, pero durante años silenció la historia de su reclutamiento forzado durante la dictadura de Pinochet bajo amenazas de matar a su familia. Las torturas a las que fue sometido y su desesperada huida

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Lubber con sus compañeros en la Telefónica
Lubber con sus compañeros en la Telefónica

Cuando llegó a Berlín Oriental en 1978, Jorge Lübbert tenía 21 años y un pasado que despertaba dudas. Llegaba desde Chile huyendo de la dictadura de Augusto Pinochet, pero para la Stasi, la policía secreta de la República Democrática Alemana, detrás de la fachada que presentaba ese joven exiliado podía esconderse un agente de la DINA, la temible dirección de inteligencia chilena, dedicada a la represión interna y a la persecución internacional –y el asesinato- de los opositores al régimen.

Torturador o torturado, perseguidor o perseguido, la sombra de la duda envolvió durante décadas el pasado de Lübbert, que con el correr de los años se transformó en un experimentado camarógrafo de guerra, capaz de arriesgar su vida en la cobertura de conflictos armados en todo el planeta pero también de ponerse pálido como una hoja en blanco cuando se le proponía viajar a Chile, incluso después de terminada la dictadura.

Años de silencio

Durante años –salvo un escalofriante testimonio escrito durante la terapia a la que se sometió en 1979-, Jorge Lübbert jamás habló de su pasado. Solo la insistencia de su hijo, el cineasta Andrés Lübbert, pudo quebrar el silencio de su padre para contar su vida en Chile y a la vez poner al descubierto un aspecto casi desconocido de la dictadura: el sistema de entrenamiento de represores de la Central Nacional de Inteligencia (CNI), desde el reclutamiento engañoso y forzado, el sometimiento a torturas de los futuros torturadores, prácticas de lavado de cerebro copiadas de la película La Naranja Mecánica hasta, incluso, mantenerlos atados durante horas a un cadáver.

Jorge y Andrés Lubbert en Chile
Jorge y Andrés Lubbert en Chile

-(Uno de sus entrenadores) entró a otra pieza y del interior de un cajón grande sacó un cadáver de un tipo que estaba desnudo, sangrando de la boca, de la cara, estaba tajeado entero, totalmente maltratado, muy flaco, el pelo…, tenía mechones solamente de pelo, como si hubiera tenido una enfermedad, como si se le hubiera caído el pelo. Se notaba un tipo joven pero muy envejecido… estuve una noche completa debajo de él. Me puso el cadáver encima de la parrilla y yo estuve abajo, estuve toda la noche viendo eso. Yo ahí quise morirme. Fue terrible, yo lo único que tenía era movimiento en la cabeza y me golpeaba la cabeza, yo quería liquidarme, yo no quería saber más de esto, yo no podía, era desesperante, me caía la sangre a mí en la cara -escribió Jorge Lübbert en 1979, pero guardó ese testimonio producido durante su terapia durante décadas.

Sólo su hijo Andrés, luego de años de esfuerzo para romper el muro de silencio levantado por su padre, logró que le mostrara ese texto, que le contara más y le permitiera hacerlo público en una serie de cuatro documentales, desde Mi padre, mi historia hasta El color del camaleón. En ellos, sin embargo, Jorge Lübbert habla poco –no puede hacerlo frente a la cámara de su propio hijo– y su testimonio sale en off.

El reclutamiento

El 1977, a los 20 años, Jorge Lübbert terminó su carrera de dibujante técnico y empezó a buscar trabajo. La dictadura llevaba cuatro años en el poder y eso no era fácil en Chile. Finalmente, un vecino, padre de dos jóvenes oficiales del Ejército, le consiguió una pasantía en la Compañía de Teléfonos de Chile (CTC). Allí fue ese joven flaco, de aspecto frágil y expresión distraída.

Carta de recomendación para la telefónica
Carta de recomendación para la telefónica

Luego de un año de práctica como diseñador, le ofrecieron quedarse, pero a la hora de firmar el contrato, en una oficina donde se sintió intimidado, un oficial de la Armada -Jaime Letelier Montenegro, hermano de Orlando Letelier– lo recibió y le dijo.

-Queremos que trabajes para nosotros ahora.

Lübbert no entendió qué significaba ese “nosotros”, aunque empezó a quedarle un poco más claro cuando, en otra oficina, un hombre de civil le habló de su propia familia, de su hermana socialista, de la militancia de su madre de la Unión Popular de Salvador Allende. Como si eso fuera poco, Orlando Letelier –quien había ministro de Relaciones Exteriores de Salvador Allende- había sido asesinado meses atrás en pleno centro de Washington por agentes de Pinochet.

Lübbert sintió que sabía de su propio entorno más que él mismo.

Credencial de CTC
Credencial de CTC

En el testimonio escrito en 1979 lo relata así:

-Este tipo se levantó de la mesa, se acercó a mí y me dijo de forma violenta: “¿Tú te has dado cuenta de que lo sabemos todo?”. Nosotros, hablaba de “nosotros'”, y yo no sabía qué era “nosotros”. Le pregunté quiénes eran esos “nosotros”, ¿la compañía? “Sí claro, la compañía”, me dijo. “Necesitamos que trabajes para nosotros (…) tú tienes aptitudes para el trabajo, tienes muy buenas referencias".

Le presentó un papel y le dijo que firmara. Cuando la miró, era una hoja en blanco. Quiso preguntar más, pero el hombre de civil lo cortó:

-"Bueno, me dijo, si no firmas tu familia lo va a sentir". Me amenazó con mi padre, me amenazó con con mi hermano que estaba en el exterior, me dijo que si yo no firmaba no tenía otra salida, que si yo salía ahora por la puerta no iba a estar más seguro – contaría luego Lübbert.

Secuestro y primera misión

Luego de ese episodio, el joven Lübbert siguió trabajando en la Compañía Telefónica como si nada hubiera pasado. Corrían los días y nadie volvió a contactarlo hasta que una noche, cuando llegaba a su casa, un grupo lo interceptó, lo subió a un auto y lo llevó a una casa. Allí lo esperaba un personaje que se identificó como “Balmaceda” y le dijo que era el jefe de Seguridad de la compañía. También le dio su primera misión: espiar a sus propios compañeros de trabajo, revisar sus escritorios, detectar cualquier indicio que los hiciera sospechosos de actividades contra la dictadura.

Lübbert obedeció, pero a medias. La única vez que encontró algo comprometedor en el cajón de un compañero de trabajo, el exdirigente sindical Pedro Córdova, lo ocultó. Era un cassette que hizo desaparecer.

-Yo dije: puchas, yo les entrego el cassette y lo liquidan a este gallo – le contaría a su hijo Andrés.

Después de eso le dieron otras tareas. Una de ellas, aprovechando sus habilidades como dibujante, fue confeccionar cuadros con los organigramas de la Compañía Telefónica y, en especial, del servicio de seguridad
Después de eso le dieron otras tareas. Una de ellas, aprovechando sus habilidades como dibujante, fue confeccionar cuadros con los organigramas de la Compañía Telefónica y, en especial, del servicio de seguridad

Después de eso le dieron otras tareas. Una de ellas, aprovechando sus habilidades como dibujante, fue confeccionar cuadros con los organigramas de la Compañía Telefónica y, en especial, del servicio de seguridad.

No pasaría mucho tiempo antes de que pasara a la siguiente fase: un entrenamiento brutal.

“Tenís que acostumbrarte a la muerte”

Incluso durante la filmación de El color del camaleón, cuando ya está dispuesta a contar su historia, a Jorge Lübbert le cuesta hablar. Tanto le cuesta, que parte de su testimonio debe ser leído en off por un actor. Allí relata los aspectos más escalofriantes del “entrenamiento” al que fue sometido por la Central Nacional de Inteligencia de Chile.

Una de las primeras “pruebas” que debió enfrentar, junto con tres o cuatro jóvenes más, tuvo lugar en una morgue de Santiago de Chile. La relató así:

-Salió un tipo muy alto, era boina negra con un delantal de goma y guantes de goma, nos hizo entrar a una sala grande con azulejos, donde había un olor bien desagradable, a químicos, y tres cadáveres. El tipo con un bisturí tomó los testículos de uno de ellos y los cortó. Ahí ya se me empezó a revolver el estómago, estaba totalmente pálido. El tipo se acercó a mí y me pasó la parte de un cadáver, su mandíbula, y me la puso en las manos, y ahí yo creo que perdí el conocimiento porque me desvanecí. El tipo me hizo despertar y me dijo: “Ya está bueno, esta cuestión la tenís que pasar, tenís que acostumbrarte a la muerte, tenís que conocer estas cuestiones”. Violentamente agarró el pedazo, me lo acercó y me lo refregó en la cara.

Relato escrito en 1979 para su terapia
Relato escrito en 1979 para su terapia

Días después, a las dos de la mañana de un domingo, lo llevaron junto a otros “reclutas” hasta las afueras de Santiago. Les quitaron los documentos y el dinero y les dijeron que debían llegar antes de las cinco de la mañana al Cementerio de Santiago, evitando todos los controles policiales desplegados por el toque de queda. Lübbert logró llegar hasta afuera del Cementerio, pero debía trepar el muro y entrar. Cuando estaba por hacerlo descubrió que uno de sus compañeros ya lo estaba haciendo y se dispuso a seguirlo. Entonces escuchó un disparo y el hombre cayó. Lübbert, aterrorizado, huyó.

Al herido lo llevaron al Hospital Militar, lo curaron y lo felicitaron. A Lübbert lo castigaron por su “cobardía”.

Como en “La Naranja Mecánica”

El castigo consistió en una tratamiento de “lavado de cerebro” que parece sacado de La Naranja Mecánica, la película de Stanley Kubrick basada en la novela de Anthony Burguess, donde se aplica una terapia conductista para reeducar a un joven delincuente.

Jorge Lübbert contó así la experiencia en su escrito terapéutico:

-Me llevó a una pieza donde me sentó en una silla muy especial, con correas… Uno quedaba como enchufado, como metido, no se podía mover. La cosa es que ahí me amarró la cabeza y yo no la podía mover. Después de eso salió esta persona y llegó el otro, con pinta de doctor y dentro de una cosita traía unos aparatitos. Me los puso aquí en los ojos, me los metió dentro de los ojos y yo no podía cerrarlos, era una cuestión realmente desagradable (…) El tipo me dijo que me quedara tranquilo, que no me preocupara, que ahora iba a ver lo que es bueno, y que si pasaba esta prueba ya estaba salvado (…) De repente no quedó ni una luz, oscuro total, y se empezó a sentir una música bien suave que venía de atrás, una música clásica, y cada vez iba subiendo de tono, pero muy despacio… No sé si fue mucho rato, si fue mucho o si fue un momento, pero me relajé bien. Y estos aparatos que me dolían mucho, que me hacían picar los ojos y que constantemente me salían lágrimas, y yo no podía hacer ni una cosa, una sensación totalmente terrible… Bueno, de repente, la música que ya era en un tono insoportable, no quería más escuchar y bruscamente cortan la música, se ve que hay movimientos atrás, algo sentía yo y empezaron a pasar diapositivas, fotos… La primera me acuerdo siempre… La primera foto que me pusieron era la de mi familia y yo no estaba en la foto. Estaba toda mi familia y no sé por qué yo no estaba. Me la dejaron un momento ahí y yo me puse a mirar y no entendía (...) Después, me las pasaban muy rápido, así casi que ya no veía las fotos. Empecé a ver imágenes de diferentes tipos; gente jugando, niños jugando, cosas hermosas, una pareja tomada de la mano en la playa, fotos como muy típicas, todo muy tierno (…) De repente, el tono de las diapositivas empezó a cambiar, ya no eran de colores… Eran todas café, café, café y al final terminaron todas en blanco y negro, las mismas fotos… Y cada vez más marcado, o sea, el contraste total, ya había blanco y negro… Y cuando empezaron estas fotos empezaron a meter otras de la guerra en Vietnam, en blanco y negro, también muy contrastadas, muy fuertes, muy rápido, una detrás de la otra, donde salían vietnamitas degollados, norteamericanos con cabezas de vietnamitas. Había fotos de cuerpos mutilados, de norteamericanos heridos…

También la picana eléctrica

El “entrenamiento” también incluía el uso de la picana eléctrica, pero de una manera muy particular. No se trataba de aplicarla en otro –Lübbert, en su relato, dice que nunca lo hizo– sino en someterse a sus efectos.

-Pavéz (uno de los “entrenadores”) entró violentamente y me tomó de los brazos, que tenía que pasar la prueba también, que todos la tenían que pasar. Él decía que tenía el récord de aguante, se ponía electricidad él mismo hasta desmayarse. Me decía que cuando recuperaba la conciencia era una sensación linda, preciosa y que ahora se sentía más fuerte. Le dije que yo no lo necesitaba para sentirme más fuerte, y ahí él se enojó y me puso electricidad hasta que me desmayé - cuenta.

A Lübbert el “entrenamiento” se le hizo una pesadilla interminable, que incluyó también ser enterrado durante horas “para que templara su resistencia” o ser sometido a simulacros de fusilamiento junto a otros “reclutas” mezclados con detenidos clandestinos por el régimen.

Después de ese episodio lo volvieron a castigar, atándolo debajo de un cadáver toda la noche.

Jorge Lübbert supo que ya no podría soportar más y decidió huir.

Fuga y persecuciones

Por primera vez desde que había sido “reclutado” en la Compañía Telefónica, Jorge Lübbert se atrevió a contarles a sus padres lo que estaba sufriendo, aunque evitó las cuestiones más escabrosas. Su padre decidió ayudarlo a salir del país y contactó clandestinamente al Comité Intergubernamental para las Migraciones Europeas (CIME), una organización que especializada en sacar a los perseguidos por la dictadura. El 1° se septiembre de 1978, con un pasaporte que le había conseguido, viajó a Europa y, una vez allí, pasó a Berlín Oriental, donde vivía su hermano Orlando.

Como corresponsal de guerra
Como corresponsal de guerra

-Yo recibí a un hermano, pero pronto me doy cuenta de que estoy recibiendo a un náufrago. Me acuerdo de que me encerraba en una pieza y él ponía la cabeza aquí, yo lo sujetaba y él lloraba, lloraba, lloraba y yo terminaba llorando con él. Me suponía que lo que le pasaba era muy grave – cuenta Orlando en el documental.

De Alemania Oriental debió irse pronto, porque la Stasi lo catalogó como agente de la inteligencia chilena. Luego de cruzar el muro, se radicó un tiempo en Berlín Occidental, pero allí también tuvo problemas: recibió intimidaciones y una vez fue golpeado por un grupo de chilenos que lo esperó de noche. Le dijeron que debía volver a Santiago y “ponerse a trabajar con ellos” o se arrepentiría.

Camarógrafo de guerra

Con el tiempo dejaron de perseguirlo, pero Jorge no se sentía a salvo en Alemania y decidió radicarse en Bélgica. Allí formó una familia y comenzó a trabajar como camarógrafo.

Como corresponsal de guerra cubrió ataques de los “contras” nicaragüenses contra el flamante gobierno sandinista, acciones guerrilleras en El Salvador, la Guerra del Golfo, la invasión norteamericana a Afganistán y la caída de Muammar Gadafi en Libia.

La necesidad de adrenalina parecía convocarlo a donde hubiera que arriesgar la vida: las imágenes de sus coberturas lo muestran corpulento debajo de su chaleco de prensa, con la mirada fija y expresión decidida. Pero las cosas cambiaban cuando se trataba de Chile.

Su hijo Andrés –autor de los documentales sobre su vida– dice que las veces que Jorge aceptó viajar a Chile para la realización de las películas se transformó en otro hombre: tímido, silencioso, casi un desconocido. Como si la dictadura todavía lo tuviera envuelto en su red.

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