“Ma, ¿cuál es tu talento?”, le preguntó Catalina. Era 2014 y Alejandra estaba cocinando cuando la ingenua inquietud de su hija la despabiló. La miró con simpatía y le respondió, con pereza y sencillez, que era médica y que le gustaba ayudar a la gente. “No te pregunté de qué trabajas”, le retrucó la niña de siete años, no satisfecha con el divague. La pregunta había perdido inocencia. Había adquirido rigor y espesor. La mujer estaba incómoda, desairada. Intentó recuperar la investidura: “¿A qué te referís con talento?”. La duda ya era diálogo. Su hija procuró orientarla: “Eso que te hace feliz y te fluye natural”.
Alejandra volvió a contestar perturbada por la profundidad filosófica del interrogante. Entendió que podía convencerla con un lenguaje infantil y repitió que su talento era curar a la gente enferma. La niña desistió y se fue disconforme con la interacción. La dejó a su madre a solas con su pregunta. La duda ya era una interpelación. “Me la pregunté durante una semana entera. Estoy en el Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro, soy especialista en genética, me encanta mi trabajo. Me lo decía por dentro pero sentía que algo me estaba faltando”.
La respuesta la encontró arriba de un escenario después de brindar una charla TED bajo el nombre de “Despertando tu héroe dormido”. “Después de los aplausos, escuché un silencio, levanté la mirada, hice un gesto como de reverencia y me fui. Ahí sentí una sensación de plenitud, de felicidad, esos momentos en donde muere la excelencia y la exigencia, ya no me importaba cómo lo había hecho”, retrató. Interpretó que su talento de ayudar a la gente contando su historia había fluido y la había hecho feliz. Comprendió, luego, que el verbo que la regía, la respaldaba, no era ayudar sino inspirar.
Entre mediados de 2000 y abril de 2002, sobrevivió a un cáncer de cuello de útero, vivió y durmió tres días en la zona cero, el epicentro del desastre por el atentado a las Torres Gemelas, y volvió a sobrevivir a una intoxicación con monóxido de carbono. Su superación y su resiliencia soportan la calificación de inspiradoras. Superó un cáncer de útero y dio a luz a una hija que está por cumplir quince años; atravesó un “proceso de muerte” y padeció un estado de cuadriplejia temporal, y hoy, con 49 años, jura que vive la vida con intensidad. Su historia se nutre de aquella estadía en Nueva York. A 19 años de su encuentro visceral con el horror, desenrolla su memoria una vez más.
Para Alejandra Ciappa cada 11 de septiembre empieza una semana antes. Lo percibe en su estabilidad emocional y lo certifica en su celular. La demanda de periodistas y de organizadores de conferencias es estacional: crece a comienzos de mes. Las charlas y entrevistas la obligan a reconstruir su experiencia y la repetición del relato contribuye al orden de sus recuerdos. Y aunque hubo años en los que decidió guardarse y no hablar, hace tiempo que su voluntad es proactiva.
“No puedo negar que el aniversario del atentado es un aniversario importante en mi vida. No es solo el día, es la semana previa. Me pongo sensible de una manera especial. No es una cosa de depresión. Es algo de sensibilidad humanitaria, me dan ganas de querer ayudar. Me da por ponerme a observar, por la reflexión y la interpretación de la conducta humana. Y por recordarme a mí en esa situación, me pongo a pensar cómo resignificó mi vida el hecho de entender que era capaz de hacer algo que no sabía”.
A las 8:45 del martes 11 de septiembre -9:45 de una Argentina feriado por el Día del Maestro- un Boeing 767 comercial de American Airlines que viajaba desde Boston hacia Nueva York se estrelló contra la torre Norte. Quince minutos después, otro avión similar de la misma aerolínea impactó contra la torre Sur. A 110 cuadras de las Torres Gemelas, Alejandra estaba trabajando en una investigación sobre el Alzheimer en el laboratorio del doctor Ben Tycko, de la Universidad de Columbia.
Su mamá, en Tandil, se enteró primero. “Sonó el teléfono en el laboratorio, era mi mamá, a los gritos. ‘¡Ale, chocaron dos aviones, se cayeron las Torres Gemelas, no hay más Torres Gemelas, andate a tu casa y quedate encerrada!’”. Alejandra, descreída, primero la trató de loca y después la tranquilizó con una mentira: le aseguró que se iba a ir a su casa. Pero cruzó al bar de enfrente, donde constató que Hollywood, a veces, dice la verdad: “Estaba lleno de gente y todos mirando el televisor, ¿viste como lo cuentan las películas yanquis? Bueno así, tal cual. Me abrí paso para ver y ahí vi: las torres se estaban cayendo”.
La vocación y la moral la dominaron. También reparó en su instinto, un impulso que -dice- no le habla, sino que le ladra desaforado. Su razonamiento fue automático: ella era médica, iban a necesitar médicos. Cualquier profesional. No había ejercido nunca la medicina en un hospital. No lo consideró un componente restrictivo. Le pidió permiso a su jefe y se fue. Tenía decidido presentarte ante la Cruz Roja. Se tomó el subte hacia el norte de Manhattan y se bajó en el Central Park. Cuando subió a la superficie también se sintió en un set de filmación: “La ciudad era un caos, una locura. Como en las películas de tragedias, los puentes estaban llenos de autos, los accesos estaban llenos de gente que quería escapar”.
Dijo que la población de Nueva York suele dividirse en tres planos: el subterránea, el de la superficie y el de los rascacielos. “Ahí comprobé que había más de siete millones de personas viviendo en la ciudad. Toda la gente estaba caminando por la calle. Los supermercados y los changos llenos. Un descontrol”, apuntó. Se compró una botella de agua y una cámara de fotos. Llegó y exclamó “soy médica, úsenme”. “Me dijeron que esperara en una sala. Había un montón de gente que quería donar sangre para los sobrevivientes y estábamos los médicos que no éramos médicos homologados en los Estados Unidos: había un cirujano cardiovascular, el director de un laboratorio”. Las horas se acumularon sin culpa y sin pausa. Ya eran las ocho de la noche cuando le pidieron que volviera al otro día a las seis de la mañana. Esa noche durmió en su casa, un departamento sobre la calle 77 de Upper West Side.
La asignaron al gimnasio de una escuela para atender heridos. Pero le informaron que no iban a recibir sobrevivientes. “Era el 12 de septiembre a las siete de la mañana. Era inaceptable aceptar esa noticia”, dijo. La subieron a un colectivo con otros médicos y un cuerpo de enfermeros: los llamaron Team A. El escenario neoyorquino se había alterado: las calles estaban vacías y las personas, aisladas en sus casas. “Cuando llegamos a la zona cero perdí la dimensión. Era otro mundo. El aire se iba poniendo gris y más gris hasta que de repente entré en el caos absoluto”, recordó.
Sus memorias le esquivan al morbo. Infobae le propuso elegir las imágenes imborrables, un ejercicio absolutamente aleatorio e íntimo. Eligió una en la que está parada sobre los escombros, con vidas debajo que no iban a poder rescatar. Eligió, también, la noche del jueves: “La primera vez que sentí miedo”. Era voluntaria en un hospital de campaña levantado en la escuela Stuyvesant, en Chelsea Piers, junto al río Hudson. “Estaba en algún lugar, sé dónde pero no lo puedo describir. Estaba en una calle aledaña a los escombros. Se levantó ese viento que antecede a la tormenta y me quedé sin punto de referencia. No podía ver nada, solo distinguía un foco de luz de los reflectores que nos permitían trabajar de noche. Sabía que para ese lado estaba nuestro búnker. Empecé a correr entre ese polvillo que que lastima los ojos y te quema la piel. Se largó a llover mientras yo corría en esa oscuridad, en ese gris. Llegué al colegio y me lavé la cara. Estaba muy asustada”.
Al principio, le había tocado atender a los policías, bomberos y voluntarios que intentaban rescatar a las víctimas: “Había que limpiarles los ojos porque todo ese polvo gris eran astillas de hierro. Pero cuando le ponías agua quemaba la piel. Todo lo fuimos descubriendo en el momento, porque no lo sabíamos. Además, muchos rescatistas se lastimaban tratando de sacar a alguien vivo. No eran dos ladrillitos, las pilas de escombros tenían la altura de un edificio de quince pisos”. También los asistía emocionalmente. Esa compasión y empatía la llevó a ser la encargada de convencer a los vecinos de edificios linderos de evacuar sus departamentos ante el peligro de derrumbe.
Su cercanía, el curso de la enfermedad que había superado, el flujo de sensibilidad que dominaba y su versatilidad le dieron protagonismo. Las fuerzas policiales no pudieron persuadir a los latinos y a los ancianos. Ella sí. Sus compañeros la bautizaron “Ángel”. De esa experiencia, recuerda el abrazo de Francesca. “Fue uno de los instantes que me nutrí para seguir, algo que le dio valor a todo. Es una de las mujeres que rescaté. En una de las tantas salidas. Ella estaba sentada en una silla afuera del edificio. Me agarró la mano, me dijo ‘nunca cambies tu forma de ser’ y me abrazó. Me dio un abrazo sin saber que yo lo necesitaba”.
Al día siguiente se fue del colegio. Era la noche del viernes. Se encontró mirándose en un espejo. “No me reconocía, no me daba cuenta que era yo en esa imagen”, dijo. Una mujer que estaba ahí, la vio, le tocó el hombro y le preguntó si estaba bien. Alejandra no la conocía, pero por su acento supuso que era latina. Le respondió con sinceridad y desánimo: “No lo sé”. La mujer le acarició la espalda y le dijo “es suficiente, es tiempo de irte a casa”. Le agregó: “Limpiate un poco. Te voy a traer ropa limpia”. Le acercó una remerón y un pantalón. Pero no cualquier pantalón: “En Estados Unidos hay mucha obesidad y mucha ropa grande. Esta mujer me buscó un talle 'S' entre las donaciones para que me quedara bien”. El final de la charla fue una competencia de “gracias”.
Se quedó con esa ropa. Salió del colegio. Llovía. Debía regresar a su casa. Se subió a un colectivo que la acercaba. Los pasajeros eran todos policías y bomberos exhaustos, abatidos. Había solo un asiento disponible. Cuando se estaba por sentar, notó la verdadera razón de ese asiento disponible: la ventanilla abierta había formado un charco en la butaca. El policía la miró y le dijo “no way”. Le reconoció que su principio de caballerosidad había sido vulnerado por el cansancio. “Si querés sentate acá”, le propuso. En un inesperado giro tragicómico, sus últimos minutos en la zona cero de la devastación los pasó en las rodillas de un policía.
Descendió del colectivo y bajo la llovizna constante emprendió regreso a su casa. Caminó setenta cuadras con lágrimas en los ojos. Estaba más angustiada que agotada. “El significado de la vida ya no era el mismo. Me sentía extraña en un mundo normal”, expresó. Había faltado cuatro días al trabajo. El lunes siguiente volvió al laboratorio. La reincorporación a la normalidad fue traumática: “Sentía como que nadie me entendía ni yo entendía a los demás. Pensaba que solo podía relacionarme con gente que haya estado donde estuve yo, que haya vivido lo que yo viví”. Depuso esa actitud cuando advirtió que su gesta había sido oportuna.
Si bien descarta la calificación de heroína (“Hice lo que tenía que hacer, jamás fue una opción no ir”), aborda la idea del heroísmo condicional: “No es necesario que ocurra un atentado para convertirse en héroe. En la vida cotidiana se puede ser un héroe dándole abrigo a una persona que tiene frío. No hay que esperar para hacer algo magnífico. Hacer gestos simples es suficiente y es demasiado”.
En las Torres Gemelas le vio la cara al terror. Dijo que se enfrentó con la maldad más extrema en el mismo lugar donde también conoció la solidaridad. Estableció un paralelismo con la coyuntura actual, gobernada por el coronavirus y encontró un concepto que los articula: “En los atentados a la vida las conductas humanas son iguales. Empieza con el miedo y la incertidumbre. Aparece lo mejor y lo peor de la sociedad, aflora lo más inhumano de la humanidad. Algunos ven a un médico como un asesino y no lo dejan entrar a su edificio. Otros dejan que un padre no pueda despedirse de su hija enferma. No varía la conducta de las personas, cambian las circunstancias”.
Cuando se enteró que en un día murieron tres mil personas en Nueva York producto de la pandemia, regresó a 2001. “Me quedé mirando la televisión. Sentí la magnitud de las Torres Gemelas. En una hora se habían perdido tres mil vidas de cuarenta países distintos, sin religión, sin discriminación. En un día el coronavirus había matado a la misma cantidad de personas. Me puse a llorar y entendí la dimensión de la pandemia”, reveló. Antes ya había hallado semejanzas en el aislamiento ciudadano, en la ciudad despoblada, en las secuelas cognitivas, en el estrés postraumático, en los trastornos de depresión y angustia, en el duelo trunco de los familiares. Y similitudes hasta en las referencias más curiosas: la extraña compulsión de las personas por abastecerse de papel higiénico. Las únicas dos veces que vio changuitos de supermercados llenos de papel higiénico fue en una Nueva York devastada y en la primera cuarentena de Buenos Aires.
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