Posiblemente se haya vuelto más mañoso o más lento al momento de decidir, tal vez se irritaba ante hechos menores. Pero otra cosa era creer a rajatabla esa versión de anciano senil que la crueldad opositora había echado a rodar. Con 78 años, Hipólito Yrigoyen era un líder carismático que había llegado por segunda vez a la presidencia gracias a un triunfo contundente en las urnas, mientras su antecesor Marcelo Torcuato de Alvear era despedido con una tremenda silbatina en Plaza de Mayo.
Ya no solo era “el peludo”, protagonista de revoluciones y de años de luchas en el llano, sino que la devoción popular lo había eternizado como “el apóstol”.
Pero el país era otro. El radicalismo, dividido desde 1924 y con una oposición fuerte en el Senado, más un importante grupo conformado por conservadores, radicales antipersonalistas, socialistas independientes y militares, todos curiosamente habían llegado en 1930 a un consenso: el de conspirar.
“El Presidente no existe”
En agosto de 1930 los acontecimientos se aceleraron. Ante los rumores de golpe, y con un clima enrarecido, el 21 una multitudinaria marcha de militantes radicales, que recorrieron las calles del centro porteño, se concentró en Plaza Once y se dirigieron al 1039 de la calle Brasil, donde hacía más de treinta años vivía Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen, el parco, el que nunca sonreía, del que no se conservan registros de su voz en actos públicos, pero el que hablaba con todos, el que le había abierto las puertas de la Casa Rosada al pobrerío y al necesitado. El que encarnó el primer populismo en el país.
Vivía con su hija Elena, fruto de una relación de juventud con Antonia Pavón, una chica humilde, de la época en que era comisario en Balvanera. La puerta de la casa se abría temprano y la vigilancia policial recién se reforzó cuando el 24 de diciembre del año anterior el italiano Gualterio Marinelli disparó contra el auto en que iba, a un par de cuadras de la casa. Elena le hacía de secretaria y por la mañana le leía los diarios, que en esos días no traían buenas noticias.
El 23, la agrupación fascista Legión de Mayo denunció que “La Patria está en peligro” y que “el Congreso no existe, la autonomía provincial no existe. El presidente de la República tampoco existe…”. Y el 29 los porteños se asombraron con los afiches pegados en las paredes: “Advertencia perentoria: la Renuncia Presidencial o la Guerra Necesaria”. Firmados por el dirigente nacionalista Manuel Carlés, futuro admirador de Hitler y Mussolini, se dirigía a Yrigoyen: “Renuncie, señor; sea honrado como Rivadavia, que resignó el mando cuando le faltó, como a usted, la confianza de la República”.
A la noche, los radicales respondieron con un acto y una marcha de antorchas, con tiroteo incluido cuando la muchedumbre pasó por el Círculo de Armas, en Corrientes, entre Florida y Maipú.
Al día siguiente, corrió el rumor de que el ministro de Guerra, teniente general Luis Dellepiane, había renunciado. Era un militar de prestigio que había demostrado su idoneidad en el manejo de los disturbios de la Semana Trágica de 1919. Tenía información fresca de que la revolución estallaría entre el 30 y 31, pero no lo tomaron en serio. Cuando arrestó a algunos jefes que sabía que eran conspiradores, Yrigoyen los hizo liberar. Quiso persuadir al presidente de reorganizar el gabinete, sin suerte.
Desde el domingo 31 el presidente permanecía en su hogar, afectado de una gripe. Su casa en el barrio de Constitución era un ir y venir de miembros de su gabinete. Al que peor le fue ese día fue a su ministro de Agricultura, el correntino Juan B. Fleitas, que fue silbado, abucheado e insultado en la apertura de la Exposición Rural de Palermo.
Mientras tanto Elpidio González, ministro del Interior, se había reunido en un domicilio particular con los militares acusados de conspiradores: José F. Uriburu, Agustín P. Justo y otros. Les dijo que Yrigoyen sabía del complot en el que estaban, pero que privilegiaba al país y a las fuerzas armadas, y que por eso no detendría a nadie.
Los militares se hicieron los desentendidos y solo alertaron sobre inquietud en el ejército. Pero Uriburu ya conspiraba desde fines de 1929, y pretendía asumir el poder total, mientras que el segundo, más inteligente, buscaba que la presidencia pasase al vicepresidente radical y que se llamase a elecciones en tres meses, abriéndole el juego a los partidos políticos.
Uriburu -quien conocía a Yrigoyen desde la época en que habían peleado en el mismo bando en la Revolución del Parque, en 1890- confesaría tiempo después que no estaba haciendo una revolución, sino una operación de guerra. Había puesto una sola condición: él solo mandaría y todos deberían obedecerlo.
“Pocas lealtades y muchos intereses”
El lunes 1 de septiembre una autodenominada Juventud Universitaria denunció el “desquicio administrativo, bancarrota moral y económica” del gobierno. Por la noche, los pocos transeúntes notaron movimiento de tropas, mientras se reforzaba la custodia de la Casa Rosada. Al día siguiente, se confirmó la renuncia de Dellepiane, quien denunció que cerca del presidente había “pocas lealtades y muchos intereses”.
Los diarios oficiales, como La Época y La Calle no se hicieron eco de la situación, pero no así lo que los conspiradores llamaban “la prensa seria”, como La Razón, que anunciaba que “la revolución está como tema en todos los labios” o Crítica que iba más allá, al titular “La situación del país es una bomba que no tardará en estallar”.
El 3 Elpidio González, que no se llevaba bien con Dellepiane, se hizo cargo de su ministerio. Mientras tanto, el intendente porteño José Luis Cantilo charló largamente con Yrigoyen y le contó lo que sabía de la conspiración. Pero el primer mandatario no quiso entrar en razones.
Mientras Matías Sánchez Sorondo, que sería ministro del Interior de Uriburu, hablaba con sectores antiyrigoyenistas, en la redacción del diario Crítica, uno de los reductos de la conspiración, el sanjuanino Federico Cantoni y algunos periodistas elaboraron un panfleto radical apócrifo con la leyenda “Los radicales que rodeamos al Restaurador de las libertades argentinas”, pero no fue tomado en serio.
Cada vez eran más fuertes las versiones del golpe, que solo se pararía con la renuncia de Yrigoyen. Así se lo hicieron saber a Elpidio González.
Por la noche, el gobierno convocó a la Asamblea Legislativa para el día 11. La Cámara de Diputados había culminado con la aceptación de los diplomas y se había constituido reglamentariamente. Junto al mensaje presidencial, el gobierno mandaría un paquete de leyes que esperaban su sanción.
Los golpistas tienen un muerto
El jueves 4 el ministro de Justicia e Instrucción Pública Juan De la Campa le solicitó a Yrigoyen delegar el mando en su vice. Aunque en un principio se negó, pidió pensarlo hasta el 8, ya que el que se lo solicitaba era un viejo militante del partido.
En la marcha de cinco mil estudiantes universitarios que culminó en la Plaza de Mayo murieron, en un confuso episodio, un policía y un empleado del Banco Nación, Juvencio Aguilar, al que hicieron pasar por estudiante y que fue velado en la Facultad de Medicina. Las autoridades de la Facultad de Derecho pedían “la inmediata restauración de los procedimientos democráticos”.
El 5 el presidente, que continuaba en su domicilio a raíz de su gripe, firmó varios decretos, entre ellos el nombramiento de José Figueroa Alcorta como presidente de la Corte Suprema de Justicia, del que era miembro desde 1915. Le llegó la adhesión de gremios ferroviarios y sobre el golpe solo insistía en que eran rumores.
Aun así, le aconsejaron decretar el estado de sitio pero otros de su entorno fueron más allá. Lo convencieron en delegar ya el mando. Y él, en su lecho de enfermo, cansado, finalmente bajó los brazos.
Martínez presidente
Esa tarde, el vicepresidente Enrique Martínez estaba en su despacho del Senado y lo llamaron a Gobierno, donde le informaron que era el presidente en ejercicio. Era un médico cordobés, que había tenido que dejar la gobernación de su provincia para asumir como vice, por la muerte de Francisco Beiró, ocurrida en 1928.
Los conspiradores habían logrado su exigencia. El golpe ya no tenía sentido. Aun así, Martínez decretó el estado de sitio en la ciudad de Buenos Aires, mientras militares y civiles golpistas, reunidos en Crítica con su director, Natalio Botana, hacían cuentas: tenían el compromiso de la marina, de parte de la aviación militar, pero ninguna unidad importante de ejército, salvo algunos jefes y oficiales aislados.
Al amanecer del sábado 6, Uriburu salió de su casa rumbo al Colegio Militar. Su director el coronel Francisco Reynolds se había plegado aunque la mayoría de sus capitanes se habían opuesto, ya que el presidente había renunciado. Aviones comenzaron a sobrevolar la ciudad arrojando panfletos.
Desde las carteleras del diario Crítica se anunciaba que Uriburu, al frente de tropas -600 cadetes del Colegio Militar y efectivos de la Escuela de Comunicaciones que en total no superaban los 1500 hombres- marchaba hacia el centro de la ciudad. Se le fueron uniendo civiles armados.
Un mantel para rendirse
En Casa Rosada, el presidente en funciones había llamado a una reunión de gabinete. Era poco lo que se sabía, era un ir y venir de gente cada uno con su versión de los hechos, con acusaciones cruzadas, gritos y reproches; se decidió extender el estado de sitio a todo el país y se suspendieron las elecciones de Mendoza y San Juan.
A las 11, el médico Osvaldo Meabe llevó a un desconcertado gabinete un mensaje de su paciente y amigo, Yrigoyen, en el que pedía resistir, defenderse y que el radicalismo ocupara la calle. Pero una hora después llegó un telegrama de Uriburu exigiendo la renuncia de todo el gobierno y nadie supo qué hacer. El militar responsabilizaba a un atribulado Martínez por la sangre que pudiera correr.
Lo que era un misterio era la composición de las fuerzas rebeldes, ya que ningún jefe había abandonado su unidad. Por eso, cuando se pensaba imponer la rendición a los sediciosos, no pudieron creer que Martínez ya había hecho izar en los techos de la Rosada la bandera blanca de parlamento, hecha con un mantel.
Un puñado de militares leales, encabezados por el edecán presidencial teniente coronel Gregorio Pomar, fueron a la Casa Rosada a proponerle a Martínez encabezar la resistencia. Pomar era un militar de prestigio, apreciado por Yrigoyen, por haber mediado años atrás en conflictos laborales en los que siempre había beneficiado a los trabajadores. Pero Martínez no estaba en su despacho, todo el piso estaba desierto. Corrieron escaleras abajo y lo sorprendieron a punto de subirse a su auto. Lo convencieron de que se quedara y casi a los empujones fue llevado nuevamente a su despacho.
A esa altura, la columna de los golpistas pasaba por el Congreso. Sonaron disparos, hubo confusión y la gente abrió fuego a ciegas sobre el frente del Palacio. Dos cadetes resultaron muertos, Güemes y Larguía y hubo varios heridos. Algunos ingresaron y fueron al bloque radical. Solo encontraron un retrato de Yrigoyen, al que balearon. De la Confitería del Molino también se vio gente armada y los insurgentes la destrozaron.
Pomar ordenó alistar a los 80 efectivos que defendían la casa de gobierno y se pidieron refuerzos a la marina y a la policía. Pero el que menos ganas tenía de resistir era el propio presidente interino.
Horacio Oyhanarte, ministro de Relaciones Exteriores, corrió a la casa de Yrigoyen, de quien era amigo personal. Sabía que los golpistas irían por él. Cuando llegó, en enteró que algunos querían pedirle asilo en la embajada de Chile aunque el Presidente insistía en quedarse y resistir.
Yrigoyen Resolvió viajar a la ciudad de La Plata a buscar fuerzas leales. Aún con fiebre, fue en auto junto a su médico Meabe y Oyhanarte. Por tramos, debieron disminuir la velocidad para evitar que el traqueteo de los baches afectara al anciano presidente, que iba en silencio. Dos horas después Yrigoyen, vestido con un sobretodo oscuro, sombrero y envuelto en un poncho de vicuña, sorprendió al hacendado Nereo Crovetto, que en marzo de ese año había sido electo gobernador bonaerense. Cuando convocaron al Regimiento 7 para sostener al gobierno constitucional, su jefe ya había recibido la orden de solicitarle la renuncia. Todo estaba perdido.
Luego de un breve intercambio de palabras con Martínez, Uriburu lo obligó a renunciar. Leopoldo Lugones fue el autor del manifiesto de los golpistas, en el que se hizo hincapié que comenzaba un gobierno de fuerza y que estaba decidido a apelar a ella para sostenerse.
“Dios guarde a usted”
Civiles descontrolados se dedicaron a incendiar comités radicales y no se salvarían ni la casa de Yrigoyen, donde sacaron muebles y papeles a la calle y los incendiaron, ni las sedes de los medios oficialistas La Calle y La Época. Los diarios hacían sonar las sirenas que usaban para anunciar grandes noticias.
En la capital bonaerense, Yrigoyen dictó su renuncia: “Ante los sucesos ocurridos, presento en absoluto la renuncia al cargo de presidente de la Nación Argentina”, y agregó de su puño y letra: “Dios guarde a usted”. La dirigió al jefe de las fuerzas militares de La Plata, a quien se la entregó en mano en el Regimiento. En su presencia la firmó y pidió un lugar para descansar. El jefe le cedió su propio dormitorio. Le aclaró que estaba en libertad. Pidió quedarse. “No tengo a dónde ir…”, se sinceró. Yrigoyen dejaba de ser Presidente en medio de la indiferencia general.
El 10 de septiembre Uriburu asumió como presidente de facto, convalidado por la Suprema Corte. En 1932 entregó el poder a Agustín P. Justo y viajó a Europa, donde murió de cáncer de estómago al año siguiente. El mandatario desplazado sería, por las dudas, encarcelado en la isla Martín García cuando los militares descubrieron una conspiración radical. Liberado a comienzos de 1933, el 5 de julio su corazón dijo basta y todo un pueblo lo lloró.
Pero ya era tarde. Demasiado tarde.
Fuentes: Yrigoyen, de Félix Luna; Vida de Hipólito Yrigoyen, de Manuel Gálvez; Lo que me dijo el General Uriburu, de José Espigares Moreno; El General Justo, de Rosendo Fraga; revista Caras y Caretas
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