Dejaron de ser vacaciones en la segunda postergación. Stella Maris y Norberto, su marido, habían pensado disfrutar diez días del verano patagónico. Llegaron a Bariloche el jueves 12 de marzo en un vuelo de Aerolíneas Argentinas: de allí a un hotel de Villa La Angostura, dos días después, en un auto alquilado, se dirigieron a San Martín de Los Andes, donde se hospedaron en un complejo turístico. El pasaje Bariloche-Buenos Aires tenía fecha de regreso el sábado 21 de marzo. Pero un fenómeno sanitario excepcional se interpuso: la pandemia del coronavirus obligó una cuarentena y la cuarentena, el confinamiento de la población.
La noche del jueves 19 de marzo el presidente Alberto Fernández anunció que desde el primer minuto del siguiente día en todo el territorio nacional iba a empezar a regir un proceso de aislamiento social, preventivo y obligatorio hasta el último minuto del mes. Los contagiados eran, por entonces, 128 y las muertes por coronavirus, apenas tres. Ese día coincidió con el cumpleaños número 63 de Stella, la verdadera excusa del viaje.
El presidente decía que “todos los argentinos deberán someterse al aislamiento social, preventivo y obligatorio” y que “nadie se puede mover de sus casas”, mientras Stella y Norberto compraban chocolate en un comercio de San Martín de Los Andes. La encargada tenía la televisión prendida. “Nos quedamos duros, mirándonos -recordó-. Ya ese día habían cerrado muchos restaurantes. Solo unos pocos quedaban abiertos. Éramos nosotros dos cenando y otra pareja a 50 metros. De repente nos habíamos quedado solos en el medio de la nada sin poder salir y sin poder hacer nada”.
El 20 de marzo era su último día de vacaciones y su primer día de confinamiento. Habían planificado esas vacaciones durante varios años. Se debían un viaje por la ruta nacional 40: el descubrimiento del camino de los Siete Lagos. Era idea y regalo de Norberto: que su esposa festeje su cumpleaños a la sombra de la Cordillera de Los Andes. No fue una celebración auténtica. Los dominaba la preocupación por su vuelo de regreso al barrio de Caballito, al reencuentro con su perra de 17 años, a su trabajo como médica.
“Fuimos a la ventanilla de la aerolínea. Nos dijeron que estaba todo ocupado y no había forma de volver. Así empezó nuestra odisea”, retrató. La primera prórroga fue de quince días. Iban a emprender regreso el 2 de abril. No pudieron. Les dijeron que el vuelo había sido reprogramado para el día siguiente. Pero tampoco pudieron viajar. Le dieron una nueva fecha: 14 de abril. No. Pero el primero de mayo sí deberían subirse al avión. Tampoco. Las postergaciones seguían la línea de la prórroga sistemática del aislamiento. Les habían programado el vuelo para el primer día de septiembre, cuatro meses después. Se lo suspendieron una semana antes.
Admitieron que el responsable del complejo hotelero fue contemplativo con su situación. En la primera postergación, los mudaron del hotel a una cabaña. El hotel cerraba y la cabaña se la adjudicaron. “Nos dan la parte de blanquería pero nada más, es como si fuese nuestra casa”, explicaron. Quedaron solos en una cabaña de dos ambientes en un complejo de dos estrellas. Aceptaron quedarse quince días. Le redujeron el 50% del valor del alojamiento. Pero en la segunda reprogramación del vuelo, cuando las vacaciones dejaron de ser vacaciones, el escenario volvió a modificarse.
“Cuando el dueño se dio cuenta que nos volvieron a suspender el vuelo, volvió a bajarnos el precio. Venimos pagando 30 mil pesos desde que nos quedamos varados. Ya en septiembre van a ser 180 mil pesos gastados en alquiler”, contó Stella. Su economía se vio seriamente afectada. Sus egresos extraordinarios crecieron. Habían planificado una estadía de diez días: van 175. “Vinimos en verano con un carry on: tuvimos que comprar campera, pantalón, bufandas, gorros, calzas, zapatillas. Perdí mis anteojos, tuve que hacer unos nuevos. Ahora voy a tener que comprarme otra valija porque tenemos que meter toda la ropa de invierno. Pensé en ponerme todo encima y pilotearla”, ironizó.
Perdió la cuenta de las cosas que debió comprar por su mudanza forzosa: desde una tijera para cortarse las puntas del pelo hasta medicamentos básicos. A Norberto, su marido, le operaron un pie, es hipertenso, tiene colesterol alto, es monorreno (fue operado de cáncer de riñón), es paciente de alto riesgo por sus 77 años y tiene certificado de discapacidad. Ella es médica, dermatóloga: “Se supone que soy personal esencial. Pero por mis 63 años tal vez no me quieran mandar al frente de la batalla contra el coronavirus”. Hace 29 años trabaja como médica de planta en el Hospital General de Agudos Parmenio Piñero, del barrio de Flores. Sigue cobrando el sueldo, pero lamenta que desde hace tres meses podría estar trabajando en su consultorio privado, que desde marzo solo le genera pérdidas por la mantención del alquiler y los gastos fijos.
Soportaron siete postergaciones de vuelo y seis meses varados en su propio país. “Acá la gente es muy amable, un poco nos acostumbramos, pero no es nuestro lugar. Es hermoso el paisaje y cuando nevó decíamos qué lindo. Pero siempre quisimos irnos. Vinimos en verano y nos vamos a ir en primavera. Pasamos las cuatro estaciones acá”, adujo. La belleza natural y el ocio fue abriéndole paso a la angustia y al componente emocional del encierro. Su reclamo se hizo viral a partir de una encendida publicación en su red social: “Repatriaron a muchos y está muy bien. Pero me pregunto: ¿y los que estamos dentro del país pagando la cabaña y comprando ropa de abrigo porque vinimos en verano y ahora soportamos temperaturas de siete grados bajo cero, que seguimos pagando nuestros impuestos sin trabajar por qué nos impiden regresar?”.
El intendente de San Martín de Los Andes ofreció micros de repatriaciones durante los primeros días de la cuarentena. Hubo dos tandas de micros que trasladaron a turistas. Por motivos de salud no pudieron embarcarse en esta travesía. “No podíamos estar viajando 25 horas en un micro que no se detiene ni para ir al baño”, explicó. Un viaje en auto alquilado les costaba 45 mil pesos, una logística compleja por las disposiciones de las fronteras interprovinciales y un sacrificio exagerado para una mujer de 63 años y un hombre de 77. Prefirieron confiar en las postergaciones periódicas de la aerolínea. Hasta que en mayo les pospusieron el vuelo para septiembre: “Ahí nos cansamos y quisimos anotarnos en los micros, pero dejaron de salir porque a esa altura ya estaban cerrados los límites provinciales”.
Habían aceptado su destino. Asimilaron los consumos extras, la convivencia permanente, los eventos desgraciados, el auto de alquiler que pagaron y nunca les entregaron, y asignaron sus ilusiones finales al 1° de septiembre, cuando finalmente finalizaría su expedición por el sur del país. Ya habían aprendido que debían encargar un remis en San Martín de Los Andes, Neuquén, que los lleve hasta la frontera con Río Negro, donde debía estar esperándolos otro taxi que los deje en el aeropuerto de Bariloche. Pero el 28 de agosto el gobierno nacional decidió extender la cuarentena hasta el 20 de septiembre y así estableció una nueva prórroga a la suspensión de vuelos internos.
La paciencia se agotó. Pudieron comunicarse con una persona de Aerolíneas Argentinas -hasta el momento solo habían sido mensajes automáticos por Whatsapp-. Les otorgaron una nueva fecha: el compromiso se fijó para el primero de octubre desde Bariloche. Ellos eligieron creer. Esta semana comprendieron que el tiempo había pasado lo suficiente cuando advirtieron que los chocolates que compraron aquel 19 de marzo, dos días antes de su primer vuelo de vuelta, también se habían podrido.
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