-Su hijo está muerto. Me dijo que el barco fue hundido por los alemanes con toda la tripulación– dijo la médium al salir del trance.
La mujer que la escuchaba comenzó a llorar. Durante la sesión de espiritismo había visto la silueta de un marinero de la Royal Navy envuelta en sombras, al mismo tiempo que una sustancia blanca salía de la boca de Helen Duncan, una de las médiums británicas más famosas y controvertidas de la época.
La sesión tuvo lugar uno de los últimos días de noviembre de 1941, en la ciudad costera de Portsmouth, en plena Segunda Guerra Mundial. Por entonces, Helen Duncan era conocida por sus teatrales sesiones de espiritismo, pero las autoridades la tenían por una vulgar estafadora que ya había sido procesada por sus malas artes en 1933.
Sin embargo, la supuesta revelación de esa noche de noviembre lo cambió todo. Lo que había dicho era cierto y era prácticamente imposible que pudiera saberlo por medios normales, salvo que fuera una espía alemana.
El marinero muerto cuyo espíritu Duncan “había contactado” durante la sesión había zarpado pocos días antes, el 24 de noviembre, a bordo del acorazado HMS Barham. Un día después, el submarino alemán U-331 lo descubrió cerca de las costas de Malta y lo alcanzó con tres torpedos que provocaron su hundimiento casi inmediato, causando la muerte de 862 tripulantes.
Si bien el hecho había ocurrido, la Royal Navy lo mantenía en secreto. La información no se había difundido para evitar desmoralizar a las tropas y a la población. Por eso, cuando los servicios de inteligencia británicos supieron de la revelación hecha por Duncan la pusieron bajo vigilancia, pensando que podía ser una espía alemana, aunque lo suficientemente torpe como para manejar así la información. No descubrieron nada.
Recién dos años después la procesarían por su “revelación”, pero no bajo la acusación de espionaje sino por violar la Ley de Brujería de 1735, que todavía estaba vigente.
Así, Helen Duncan se transformó en la última “bruja” condenada a prisión en la historia de Gran Bretaña.
La invención de una médium
Victoria Helen McCrae MacFarlane nació el 25 de noviembre de 1896 en Callander, una ciudad escocesa en Perthshire, hija de Isabella y Archibald MacFarlane. A los 16 años, Helen –como la llamaban– dejó a su familia y se mudó a Dundee, donde conoció a Henry Duncan, con quien se casó en 1916.
En plena economía de guerra y luego con las secuelas en la posguerra, la pareja la pasaba mal. Helen trataba de parar la olla lavando y cosiendo ropa, mientras Henry –inválido de guerra con una pobre pensión– trataba de sumar algunas libras haciendo trabajos de carpintería. La seguidilla de hijos empeoraba la situación. Para 1924 tenían seis: Bella, Nan, Lillian, Henry, Peter y Gena. Otros dos habían muerto a los pocos días de vida.
En los pocos ratos libres de que disponían, Henry y Helen compartían una pasión: la lectura de cuanto material sobre espiritismo y ocultismo caía en sus manos. Los padres de Helen aseguraban que de niña había tenido varios episodios de clarividencia, anticipando la muerte de varios vecinos de la familia y de un médico que la había atendido en la infancia.
Para sumar un ingreso, Henry le propuso a Helen hacer correr la voz sobre sus supuestas capacidades como médium y montar una escena que atrajera a los clientes. Así, mientras durante el día Helen seguía lavando y cosiendo ropa, por las noches hacía sesiones de espiritismo en las que vomitaba “ectoplasma” y convocaba a los fantasmas.
El montaje resultó un éxito. En poco tiempo, Helen se transformó en una médium respetada, que atraía cada día más clientes interesados en sus poderes.
“Ectoplasma” y guías espirituales
La escena que Helen con la ayuda de Henry y otros dos cómplices montaban para las sesiones de espiritismo era burda aunque espectacular. Cuando entraba en trance, la médium expelía “ectoplasma” por la boca o la nariz, mientras figuras fantasmales aparecían envueltas en sombras. Según Helen les decía a sus clientes, en su trabajo la ayudaban también dos guías espirituales, Alberto Stewart o “El Tío Albert” y “Peggy”,
Según la tradición espiritista, el ectoplasma es una sustancia etérica que puede asumir cualquier estado –aéreo, líquido o sólido– que tiene la particularidad de ser la única que comparten los seres vivos y los fantasmas de los muertos que aún vagan por el mundo.
Helen contaba que “El Tío Albert” era un escocés muy viejo que había muerto ahogado en 1913 en las costas de Australia, mientras que “Peggy” había muerto muy joven y que le daba sus revelaciones cantando alegres canciones que sólo ella escuchaba.
Tanto “Peggy” como “El Tío Albert” aparecían envueltos en la sustancia ectoplasmática que Helen despedía por la boca y la nariz. Ellos la comunicaban con otros muertos, aquellos a los que los participantes en las sesiones querían convocar.
Un fraude en evidencia
La creciente fama de Helen Duncan no solo atrajo a clientes creyentes sino también a las autoridades y a investigadores de los llamados “fraudes espiritistas”. Las ganancias de la pareja –hasta hacía poco muy pobre- también llamaban la atención.
Ávida por aumentar su fama y sus ingresos, para fines de la década del 20 la pareja permitió fotografiar una de las sesiones de Helen. El análisis de las fotografías realizadas por Harvey Metcalfe a Helen en supuesto trance reveló que el famoso “ectoplasma” que supuestamente le salía por la boca y la nariz no era otra cosa que una mezcla de gasa, clara de huevo, papel y otros materiales que fáciles de moldear, esconder y hacer aparecer mediante un dispositivo, y que las figuras de “Peggy” y “El Tío Albert” eran fotografías recortadas pegadas en la tela. Las siluetas que aparecían envueltas en sombra eran simples marionetas.
Fue el parapsicólogo Harry Price – fundador y director del Laboratorio Nacional de Investigaciones Psíquicas – quien en base a las fotografías de Metcalfe desmontó paso a paso el fraude armado por la pareja.
El 11 de mayo de 1934, un tribunal de Edimburgo condenó a Helen Duncan por el delito de “fraude mediúmnico”, en realidad una variante del delito de vagancia. La multaron con diez libras esterlinas y la intimaron a no repetir sus estafas.
Helen y Henry se mudaron entonces a Portsmouth, donde siguieron con sus actividades espiritistas como si nada hubiera pasado. Hasta la sesión de fines de noviembre de 1941 y la “revelación” del hundimiento del acorazado HMS Barham.
La verdad sobre “el marinero fantasma”
De acuerdo con el relato de Helen Duncan a la madre de uno de los tripulantes del acorazado “Barham”, fue el fantasma de su propio hijo quien le reveló el hundimiento del buque, torpedeado por un submarino alemán.
El espíritu del marinero se había materializado ante ella durante la sesión de espiritismo, guiado por “El Tío Albert”, y le había relatado los hechos. Que el fantasma del marinero llevara una gorra con la inscripción “Barham” le daba más credibilidad al relato ante los ojos de la madre desesperada, pero en realidad revelaba una desrolijidad en el montaje de Duncan: las gorras de los marinos británicos no llevaban inscripto en nombre del barco que tripulaban.
De todos modos –más allá de las inexactitudes– Helen Duncan había “descubierto” el hundimiento del acorazado, ocurrido apenas cinco días antes, cuando todavía era un secreto militar.
Si en esa oportunidad, la inteligencia británica no detuvo a la médium por el delito de “espionaje” sino que se limitó a mantenerla bajo vigilancia, fue porque en realidad la farsa del marinero fantasma de Duncan ponía al descubierto sus propias fallas de seguridad.
La información sobre el hundimiento del “Barham” no era un total secreto: había militares que la conocían y entre ellos había clientes de Duncan. A alguien se le había soltado la lengua y la falsa médium había aprovechado la ocasión.
El almirantazgo pretendía ocultar el hundimiento durante dos meses, pero la noticia de la revelación de Duncan a la madre del marinero –que corrió como reguero de pólvora– aceleró las cosas. El 6 de enero de 1942 el gobierno hizo el anuncio oficial. No le quedaba otro remedio: The Times ya había chequeado y publicado la información.
Antes del “Día D”
Pese a saber que Duncan no era una espía alemana sino que la filtración de la información se debía a fallas de la propia marina británica, el MI5 siguió vigilando las actividades de la médium y su marido. Entre los clientes de Duncan había militares que, como en el caso del hundimiento del “HMS Barham”, podían irse de boca.
En enero de 1944, cuando se preparaba en el más riguroso de los secretos el desembarco de Normandía –que finalmente se concretó el 6 de junio-, los servicios de inteligencia británicos decidieron sacar a Duncan de circulación, simplemente por las dudas. No podían darse el lujo de dejar cualquier cabo suelto para la filtración de la operación aliada más importante de la guerra.
Dos altos militares, los tenientes generales Worth y Fowler, y dos policías –todos ellos encubiertos– pactaron con Duncan una sesión de espiritismo para el 19 de enero en Portsmouth. Worth se presentó diciendo que tenía una hermana y una tía muertas y que quería comunicarse con ellas. Cuando Duncan le dijo que había logrado contactar al fantasma de una de ellas, los policías se identificaron y la detuvieron de inmediato: Worth no tenía tías y su única hermana estaba viva.
El objetivo estaba cumplido: sacar a Duncan de circulación por unos meses.
La última “bruja” británica
En un primer momento, las autoridades pensaron en acusar a Helen Duncan de los mismos delitos por los que había sido condenada en 1934, relacionados con el fraude y la vagancia, pero con eso no alcanzaba para el objetivo que se habían fijado: meterla en la cárcel. Con esas acusaciones podría librarse con una multa y una condena de prisión en suspenso.
Resolvieron entonces desempolvar la vieja Ley de Brujería, que databa de 1735 y nunca había sido derogada. Duncan debió esperar el juicio en la cárcel.
El proceso se desarrolló entre el 23 de marzo y el 3 de abril en el Tribunal Penal Central de Londres y Duncan fue condenada a 9 meses de prisión en la cárcel londinense de Holloway.
El caso tuvo una enorme repercusión en los medios de comunicación, que cuestionaban la aplicación de una ley obsoleta para enjuiciar a una simple impostora, más aún en tiempos de guerra, cuando la sociedad británica estaba entregando, día tras día, sangre, sudor y lágrimas.
La indignación de Churchill
Atento a los medios de prensa y el estado de ánimo de la sociedad, el primer ministro británico, Winston Churchill, se sumó a las críticas sobre el proceso. No por no saber su verdadero objetivo, sino por no desgastar la imagen del gobierno comprometido en el esfuerzo de la guerra.
Después del veredicto, Churchill le envió –y al mismo tiempo hizo pública– una durísima carta a su propio ministro del Interior, Herberto Morrison, que terminó pagando los platos rotos. El texto decía:
“Envíeme un informe sobre las razones por las que la ley de Brujería de 1735 ha sido utilizada en un tribunal de justicia moderno. Cuál fue el costo de este juicio para el Estado, teniendo en cuenta que los testigos fueron traídos desde Portsmouth y se les ha mantenido aquí, en este Londres abarrotado, durante una quincena, y el juez ha estado ocupándose de toda esta tontería obsoleta, en detrimento de otros trabajos necesarios en los tribunales”.
De vuelta a las andadas
Helen Duncan cumplió apenas seis meses de los nueve que estipulaba la condena. Fue liberada el 22 de septiembre de 1944. El desembarco en Normandía había sido un éxito y el final de la guerra parecía cercano. Ella ya no importaba.
Regresó a Portsmouth donde retomó sus actividades como médium. Paradójicamente, su imagen se había acrecentado gracias a la publicidad lograda con el juicio. Después de todo, la habían condenado por “bruja”, lo que confirmaba –incluso desde el punto de vista legal– los poderes que decía tener.
Murió el 6 de diciembre de 1956, a los 60 años. Quedará en la historia como la última “bruja” condenada a la cárcel en Gran Bretaña.
La Ley de Brujería de 1735 fue abolida en 1951 por iniciativa de Winston Churchill.
Seguí leyendo: